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– ¡Bravo! -aplaudió la muchacha de la frutería.

Luego me enteré de que me llevaron a casa y me metieron en cama. Desperté a la madrugada. La noche íntegra soñé con Viviana y su hijo, carbonizados y vivos, o admirablemente blancos y muertos, con Bramante, con el hijo de Bramante, huyendo por la ventana como ladrón; soñé con fuego, con explosiones, con ambulancias, con carruaje de bomberos aullando sirenas.

Lo que en el sueño repetidamente interpreté como sirenas fue sin duda el viento. Diríase que arrancaría la casa. Ventanas, marcos, tirantes, unían sus quejidos al quejido de todo lo de afuera. Dominando el estruendo general bramaba el mar, inmediato, como si rodara y reventara encima.

Me levanté, en la cocinita preparé un café negro y salí, bastante arropado, a beberlo al corredor. El alba se trocó en mañana luminosa. No podía uno menos que mirar hacia la playa. Era muy notable el rumor de las olas: nunca oí un rumor tan grande. En cuanto al mismo mar, próximo y colérico, nadie hubiera dudado de su poder, si un antojo meteorológico lo ordenaba, de acabar con nuestra tierra firme. Por todos lados, el aspecto era de restos dispersos, desolación, tumulto. Los bajos y el camino del balneario estaban anegados. Las olas todavía llegaban a la casa de Bramante. Cuando divisé un punto negro y móvil entre las desnudas armazones de las carpas recordé el catalejo. Yo estaba seguro de haberlo sacado de la valija. Después de un rato lo encontré.

En el nítido lente del catalejo apareció mi amigo, el bañero Bramante. Para salvar las maderas de sus carpas luchaba con el mar a brazo partido, de igual a igual.

– Qué madrugador -me espetó el turco frutero. Tenía una inconfundible manera de modular sinuosamente las palabras.

– Usted también -repliqué.

– Pobre Bramante -dijo.

– ¿Por qué? -pregunté con algún fastidio.

La imagen de Bramante atareado allá abajo, que me traía el anteojo, sugería un león, una antigua locomotora a vapor, cualquier símbolo de poder y de orgullo, pero, francamente, no el término «pobre».

– La noche entera peleando con el mar para salvar palos y estacas. No le queda otra cosa. Lo miré sin entender y repetí:

– ¿No le queda otra cosa?

– Al hijo hay que darlo por perdido. Salió con la lancha ayer a la madrugada. Todos los pescadores volvieron, menos él.

– Ni volverá -dijo don Fructuoso que había llegado silenciosamente.

– ¿Porqué?-pregunté.

– Con este mar -respondió el frutero.

– Que el mar se lo trague -sentenció don Fructuoso-. ¿Os digo lo que me dijo el auxiliar Boccardo? Está probado que aprovechando el viaje del marido al Tandil, el hijo de Bramante trató de deshonrar a doña Viviana. En el forcejeo la mató. Luego, para borrar crimen y rastros, el tipejo arrimó una cerilla a las cortinas: al rato los tanques de combustible completaron la faena.

Aquel día no tuve coraje de visitar a Bramante y a Guillot. Me recluí en casa, a trabajar. Para las comidas corría hasta una fonda, donde nadie me conocía ni me hablaba. Escribí con provecho. Porque al retratar a la heroína pensaba en Viviana y al explicar el dolor de los héroes refería mi dolor, escribí con elocuencia. A fines del invierno, en Buenos Aires, publiqué el libro; en mi opinión los críticos no lo entendieron debidamente.

Por cierto no dejé a Mar del Plata sin llevar antes mi pésame a Guillot -un cuarto de hora de incomodidad, en que hablé menos al deudo de su pena que de su chalet- y a Bramante. Cuando enfrenté la casita azul, el bañero asomado a un ojo de buey, como en aquella primera mañana que ahora me parecía tan remota, fumaba la pipa. Bebimos ron, comimos galletas revestidas de chocolate y por último conversamos. Involuntariamente me puse a consolarlo. ¿Quién era yo para consolar a Bramante? La desgracia no lo apocaba. Del hijo no quería acordarse y del mar afirmó que era un bicho nada simpático.

– Pero le debo algo -admitió-. En mi largo trato con el mar aprendí que lo más natural del mundo son los cambios. Como yo estaba pobre de ideas, nuevamente lo arengué:

– No se descorazone -dije.

No lo tomó a mal. Admitía la posibilidad, confiado de dominarla. Declaró:

– No me descorazono, porque dejo obra. Con un ademán sereno indicó la playa.

(A E.P., tan amistosa

como secretamente)

Carta sobre Emilia

Amor loco…

(Refrán español)

La otra tarde, en la editorial, frente al enrejado castillete de la caja, cuando cobré mis últimos trabajos, usted me previno que el día menos pensado la gente se cansaría de Emilia y yo le prometí otras mujeres. Bueno, mi señor Grinberg, lo engañé. No lo engañé por cálculo, ni por enojo, sino porque mi espontaneidad es tan torpe que si yo hubiera intentado una inmediata justificación, lo hubiera irritado sin convencerlo. Usted dijo: «La cara de arlequín rubio, de Emilia, y esos pechos en forma de pera de agua, son un caramelo que todo lector de la revista por demás ha relamido. Es hora de ponerse a trabajar; no de repetir la misma acuarela o el mismo dibujo: de trabajar en serio». Yo entiendo que para trabajar en serio debe uno trabajar con ganas, no como un escolar en el yugo de sus deberes. Mis ganas de retratar a Emilia no se agotaron. Basta mirarla para desechar el temor de repeticiones. Porque Emilia es un modelo infinito, siempre estoy descubriendo en su fisonomía o en su cuerpo una nueva luz, que no fijé aún. Me aventuro por mi modelo, como un explorador que descubriera bosques, montañas, torres, en el fondo del mar, y rescato para los lectores de la revista vislumbres de un mundo prodigioso, pero usted, el director, sacude la cabeza, agita una mano, grita «¡No!», reclama, en lugar de Emilia, un surtido de señoritas intrascendentes. «Vaya a la confitería», ordena, «de siete a nueve, y eche mano. Hay que moverse, hay que renovarse, amigo mío». Con el infalible instinto de un ciego, usted opina que estoy más interesado en Emilia que en el arte.

Es raro: dos veces oí las mismas, o casi las mismas, palabras. La primera ocurrió hace tiempo. Yo colgaba mis cuadros para una exposición titulada Nueve pintores jóvenes (mil años pasaron desde entonces), cuando una colega, que todavía machaca por galerías y bienales, murmuró, como quien piensa en voz alta: «Estoy por creer que te gustan más las mujeres que la pintura». Aquel día no acabó sin que llegara usted, traído probablemente por su infalible instinto, y me abriera de par en par la revista: oferta monstruosa, oferta que para cualquier pintor era una bofetada en el rostro y que acepté en el acto (aunque usted la propuso con las palabras: «Lo espero sin apuro. En la vida no se apure, si quiere salirme bueno»). Aliviado, renuncié a pintar mujeres con algo de naturaleza muerta, como las veíamos los pintores, para recrearlas como las quiere el común de los mortales. Tardé bastante en advertir que no sólo me había mudado de una convención a otra, sino que había bajado a un nivel subalterno. Estaba conforme, porque había encontrado mi camino. Ya no trataba de imitar a maestros; era por fin yo, con descanso y con naturalidad. Hay que ser el que uno es; nada amarga tanto como una doble vida. Aunque mis antiguos amigos del grupo Pintura Nueva lo vean como una suerte de corruptor que me apartó del arte, tentándome con dinero y con mujeres, para hundirme en faenas poco menos que tenebrosas, comprendo, si reflexiono, que usted fue un segundo padre para mí. Porque lo tengo por tal, ahora le escribo esta carta.

¡Cuántas mujeres pasaron por el estudio! ¿Ha olvidado a Irene, señor Grinberg? Era alta, pálida, con largas trenzas rubias, y cuando se plantaba de espaldas, para que yo la dibujara, sus pies caían en ángulo admirable. Usted la observaba con fauces de lobo hambriento. ¿Olvidó también a nuestra Antoñita, famosa por aquella desviación de un ojo, que usted llamaba su vértigo particular? Pienso en todas ellas con alguna nostalgia, pero si las recuerdo por separado me juzgo dichoso de que estén lejos.

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