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El navegante vuelve a su patria

Creo que vi Pasaje a la India, porque en el título de la película estaba mi país. Al salir del cine, tomé el subterráneo -o Metro, como acá lo llaman- para ir a la embajada, donde todos los días trabajo un par de horas. Lo que así gano me permite ciertas extravagancias que dan un poco de animación a mi vida de estudiante pobre. Sospecho que por culpa de esas extravagancias, recaigo últimamente en una suerte de sonambulismo que suele provocar situaciones molestas. Un ejemplo: al recordar el viaje en subterráneo, me veo cómodamente sentado, aunque tengo pruebas de haber permanecido de pie, cerca de las puertas, asido a una columna de hierro y a punto de caer cuando el tren se detiene o se pone en movimiento. Desde ahí miro, con una mezcla de conmiseración y de censura, a un estudiante camboyano, muy mal entrazado, que en un asiento, a la mitad del vagón, dormita con la cabeza reclinada contra el vidrio de la ventanilla. Su pelambre, tan abundante como sucia, deja ver un redondel calvo y arrugado; la barba es rala y de tres o cuatro días. Dormido sonríe, mueve los labios rápida y suavemente, como si en voz baja mantuviera una amena conversación consigo mismo. Pienso: «Parece contento, aunque no hay razón para que lo esté. Vive, como yo, entre europeos hostiles, por más que lo disimulen. Hostiles a quienes juzgan diferentes. En tal sentido los indios tenemos alguna ventaja, por ser menos diferentes; pero a este muchacho, con su traza tan particular ¿quién no le lleva ventaja? Aunque fuera occidental y del Norte, se lo vería como a un representante de la escoria del mundo. Ni siquiera yo, que me considero libre de prejuicios, me atrevería así nomás a confiar en él».

Bajo en la estación La Muette y en seguida me encuentro en la calle Alfred-Dehodencq, donde está la embajada. Por increíble que parezca, el portero no me reconoce y se niega a dejarme pasar. Mientras forcejeamos a brazo partido, el hombre grita: «¡Fuera! ¡Fuera!» varias veces. En una de las últimas, el grito se convierte en un amistoso: «Sour-sday», que en camboyano significa: «Buenos días». Abro los ojos y aún perplejo, veo a mi amigo el taxista, un compatriota, que mientras me zamarrea para despertarme, repite el saludo y agrega:

«Tenemos que bajar. Llegamos al barrio». Me incorporo, casi doy un traspié al salir del vagón; sigo al compatriota por el andén, sin preguntar nada, por temor de equivocarme y de que me crea loco o drogado. Antes de subir la escalera, cuando pasamos frente al espejo, tengo una revelación, no por prevista menos dolorosa. Quiero decir que el espejo refleja mi pelambre sucia, mi barba rala, de tres o cuatro días; pero lo que francamente me fastidia es comprobar que también en ese momento muevo los labios y, peor todavía, sonrío hablando solo, como un imbécil.

Nuestro viaje (Diario) Selección, prólogo y epílogo de F.B.

PRÓLOGO

El gerente de la casa Jackson me había dicho que estaba preparando una colección de diarios de viaje y que si yo tenía alguno se lo mandara. Cuando releí los míos del 60 y del 64, por motivos que no sabría explicar, me faltó ánimo para publicarlos. Propuse entonces Nuestro viaje de Lucio Herrera. A decir verdad temí que lo rechazaran, tal vez por no corresponder a las expectativas de lectores de obras de ese género. Lo aceptaron e integró uno de los hermosos volúmenes, encuadernados en cuerina roja y con letras doradas, de una de las tantas colecciones que la casa Jackson vendía con su correspondiente biblioteca de madera lustrada. Como parece probable que el diario de viaje de mi amigo Herrera duerma en la salita de gente que no lee, junto al Libro de los Oradores de Timón, los volúmenes de Willie Durant, la edición ilustrada del centenario de Don Quijote y un Martín Fierro encuadernado en cuero de vaca overa, decidí publicarlo en este volumen, de venta en las buenas librerías.

F.B.

NUESTRO VIAJE (Diario de Lucio Herrera)

Buenos Aires. Puerto Nuevo. Enero 3, de 1968. Con agradable sorpresa descubro en el gentío la cara de Paco Barbieri, redonda, de color ladrillo, con ojos redondos, oscuros. «¿Vos también viajas en el Pasteur?», le pregunto. Qué bueno tenerlo de compañero de viaje. Le presento a Carmen. Un rato después, cuando subimos por la escalerilla, Carmen pregunta: «¿Viaja solo?». «Creo que sí.» «¿No será raro, tu amigo?» «En el sentido que pensás, no.» «¿En qué sentido?» «¿Para qué vamos a meternos en eso? Cada cual es como es.» «Qué estúpida. Nunca pensé que tuvieras secretos para mí. Creí que me querías como yo te quiero.» Para no empezar el viaje con una pelea, sacrifico al amigo. «Mirá», contesto. «No sé cómo explicarte. Barbieri es un tipo nada convencional. Dice que las mujeres son el impuesto que pagamos por el placer.» «Y porque dice esa pavada ¿te parece que no es convencional? Yo diría que es un verdadero machista, lo que en este país no es de una originalidad extraordinaria. Para no viajar con una mujer ¿el imbécil viaja solo?» «Sí, aunque él diría que no.» «¿Mentiroso además? Machista y mentiroso. Te participo que empiezo a cansarme de tu amigo.» «Viaja con una muñeca inflable.» «¡No te creo! Si es verdad, está muy enfermo. Ya mismo hay que hablarle. Si no le hablas vos, le hablo yo.» «Te pido que no lo hagas. Por favor, no intervengamos.» «De acuerdo. Es tu amigo. Lindo amigo. Pensándolo bien, a lo mejor estás en lo cierto. A un degenerado así más vale no tocarlo, ni con pinzas.» Le aseguro que Paco es buena persona. Me contesta en tono de burla, pero con mucho enojo: «¿Fuera de eso es buena persona? No digas pavadas. Ya que no debemos intervenir, me harás el favor de mantenerlo a distancia durante todo el viaje». «¿Sabes lo que me estás pidiendo? Paco es mi mejor amigo.» «Quédate con tu mejor amigo. Yo voy a morirme de tristeza, pero eso ¿qué importa? El consuelo es que no vas a tener por mucho tiempo a tu Paco tan querido. Para mí, un enfermo con semejante neurosis revienta pronto.»

A bordo del Pasteur, en alta mar. Enero 14. No sólo Paco Barbieri despierta su animosidad… A cuanto amigo menciono, Carmen, sin prisa pero sin pausa, procede a desmenuzar con toda suerte de imputaciones caricaturescas o calumniosas. Procuro no hablar, ante ella, de personas por las que siento afecto.

Roma. Febrero 8. Habíamos quedado en comer temprano, para llegar a tiempo al concierto, que empieza a las nueve. Celia me dice que la molesto si la miro mientras se viste y se peina. Bajo al salón del hotel. Hojeo revistas, me aburro y después de un rato, cansado de esperar, llamo al ascensor, para ir a buscarla. Cuando se abre la puerta aparece Celia, tan deslumbrantemente hermosa, que olvido los reproches preparados durante la espera, la tomo en brazos, le doy un beso en la frente y le digo: «Gracias por ser tan linda». Nos encaminamos al restaurante Archimede, para comer allá, como todas las noches, pero antes de llegar a la placita de los Caprettari nos detenemos a leer el menú de un restaurante francés. Como veo que el postre del día es Baba au chocolat pregunto a Celia: «¿Qué tal si entramos?». «No puedo creer», exclama. «Pensaba que nunca me llevarías a otro restaurante, que para vos el único era el Archimede.» Ya se sabe: Celia me reprocha una supuesta manía de volver siempre al mismo restaurante; pero no es por manía que la llevo, dos veces diariamente, al Archimede. Si en un lugar nos dan bien de comer y nos tratan como a clientes de la casa, ¿no sería absurdo probar otros y resultar intoxicados? Celia toma entre ojos los restaurantes que prefiero. Como si yo no advirtiera la censura implícita que había en su respuesta, le explico: «Lo que pasa es que aquí tenemos de postre Baba au chocolat, y vos sabes cuánto me gusta». Entramos, pedimos la comida, que por suerte mereció la aprobación de Celia. Concluido el segundo plato, el mozo nos pregunta qué desearíamos de postre. Contesto: «Dos Babas au chocolat». «Siento mucho. No hay tiempo», declara Celia y ordena al mozo que traiga la cuenta. No sé qué le ha dado: su más inveterada costumbre es llegar tarde a todas partes, pero hoy quiere que salgamos para el concierto con media hora de anticipación. Cómo el teatro no queda lejos, llegamos en seguida. «Teníamos tiempo de comer nuestro Baba au chocolat», observo. Me da la razón, pero agrega: «No vamos a llorar por eso». Claro que no, pero tampoco he de ocultar algún fastidio y ¿por qué negarlo? algún resentimiento. Reflexiono: «Por algo a los chicos no les gusta que los dejen sin postre». El concierto de Pavarotti es largo. El público aplaude a más no poder. Admito que yo no entiendo mucho de música, pero hacia el final hay una canción que me gusta de veras y hasta me da ganas de marcar el compás con movimientos de la cabeza, de las manos y de todo el cuerpo. Descubro que se llama Sole mio o algo así.

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