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– Sabemos -dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.

Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único depositario. Inquirí:

– ¿Qué sabemos?

– No se amosque usted -pidió Villarroel, que ve bajo el agua-. Si es como usted dice aquello de que el viajero muere si le quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De casa acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes.

– Yo también lo vi -confirmó Chazarreta.

– Con la mano en el corazón -murmuró Aldini- les digo que el viajero no mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.

Como hablando solo preguntó Badaracco:

– No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.

– Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar -opinó el gallego-. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted, es una manera de amar a la humanidad.

– Asco por lo desconocido -comenté-. Oscurantismo. Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas.

– Coraje, muchachos, hagamos algo -exhortó Badaracco-. Por amor a la humanidad.

– ¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a la humanidad? -preguntó el gallego.

Ruborizado, Badaracco balbuceó:

– No sé. Todos sabemos.

– ¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, les encuentra admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos -declaró Villarroel.

– Cuando hay elecciones -reconoció Chazarreta- tu bonita humanidad se desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.

– ¿El amor por la humanidad es una frase hueca? -pregunté.

– No, señor maestro -respondió Villarroel-. Llamamos amor a la humanidad a la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velázquez y de Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del mundo (el día llegará, por la bomba o por muerte natural) no tendrán ni justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa con un fin próximo… Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡que venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!

– Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por medio, muere nuestra última esperanza -dije con una elocuencia que fui el primero en admirar.

– Hay que obrar ahora -observó Badaracco-. Pronto será tarde.

– Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja -apuntó Di Pinto.

Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el susto, propuso:

– ¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo prudente.

– Bueno -aprobó Toledo-. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito y que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.

En tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:

– Generosidad, muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.

Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:

– El bagre se murió.

Nos desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no entiendo del todo su compañía me confortaba.

Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín, exclamé:

– Yo le echo en cara la falta de curiosidad -para agregar con la mirada absorta en las constelaciones-: Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.

– Don Juan -dijo Villarroel- prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.

Dije:

– Es tarde.

– Es tarde -repitió.

Un viaje o El mago inmortal

O cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe.

(Don Quijote, II, 22)

Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costumbre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje. Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime; como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que la compañía lo manda, parta al infinito azul…

En cuanto subí al barco de la carrera divisé a una corista, señorita Zucotti, que en años de juventud inflamó mi esperanza. Aunque ahora es menos linda -calculo que se le alargó una cuarta la cara- me prometí el festín de esa misma noche visitarla en su cabina particular. Como para coristas fue el viaje. El río estaba bravo, la píldora contra el mareo no se asentaba en la boca del estómago; más de una vez gemí por no hallarme en tierra firme y, ya que me hamacaba, ¿por qué no en brazos de la corista o de la Gorda?l Procuré leer. Entre mis petates encontré, amén de la falta de revistas, El diablo cojuelo. ¡Las tretas a que recurre la pobre Gorda, en el afán de educarme! No tardé una línea en comprender que con esa joya de la literatura nunca olvidaría la famosa polca que bailaban río y barco. Cuando por fin me levanté -ignoro si en toda la noche habré cerrado alguna vez el ojo, para parpadear- me reanimé con café con leche tibio y con una gruesa de medialunas de la víspera. Sobre piernas flojas bajé a tierra uruguaya.

Juraría que al chofer del taxi le ordené: «Al hotel Cervantes». Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solitario, un pino, que se levanta en la manzana del hotel. Miren si lo conoceré; pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alhambra. Le agradecí el error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica. Me apresuro a declarar que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo. La encontramos a cada paso: al abrir una puerta o en medio de la noche, cuando salimos de un sueño para entrar, despiertos, en otro. Sin embargo, como la vida fluye y no quiero morir sin entrever lo sobrenatural, concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje sucede todo! Animosamente, pues, me dirigí al señor de la recepción, que me dijo:

– Lo lamento, pero con el Congreso de Fabricantes de Marionetas para Ventrílocuos, Titiriteros y Afines no me queda una triste habitación.

No hubo más remedio que cruzar la plaza, con mi valijita, y tratarse a cuerpo de rey en el Nogaró, donde, no sin cabildeos y la mejor voluntad, porque alojaban la troupe completa del Berliner Ballet, me consignaron a un cuarto de matrimonio. En el quinto piso, yendo por el corredor hacia la izquierda, mi cuarto era el último; es decir que yo tenía, a la derecha, otra habitación, y a la izquierda, la pared medianera y el vacío. Pedí los diarios. A medida que los ojeaba, dejaba caer las páginas al suelo. Por la ventana veía la plaza, la estatua, la gente, las palomas. De pronto me acongojé. ¿Por el trajinar de allá abajo, símbolo del afán inútil? ¿Por el desorden de papel de diario, disperso por mi habitación? ¿Por el frío en los pies y en los hombros? ¿Por el cansancio de la noche en vela? Reaccionemos, me dije, y sin averiguar el origen de la congoja salí del hotel, me encontré en la plaza, a las nueve de la mañana, demasiado temprano para presentarme en las oficinas de la compañía, rama uruguaya. Vagué por las calles de la Ciudad Vieja, pensando que no almorzaría tarde, que a las doce en punto haría mi entrada en el Stradella. A todo eso iba del lado de la sombra y volví a enfriarme; cambié de vereda, justamente a la altura de una negra apostada en un zaguán de azulejos verdes; como yo valoro mi salud y soy tímido, pasé de largo. A las diez visité la compañía. Me agasajaron como saben hacerlo, hasta que el jefe de Relaciones Públicas me despidió, a las diez y trece. Permitió mi buena estrella que en plena puerta giratoria me presentaran a un caballero, un charlatán que vende solares, con quien entretuve, por así decir, veinte minutos en un café de la pasiva; lo embrollé astutamente y convinimos en que a la otra mañana, a las ocho en punto, iría a recogerme al hotel, para llevarme en automóvil a examinar el santo día solares en Colonia Suiza. Antes de las once me hallé de nuevo en la calle, más muerto que vivo.

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