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»Todo lo habían previsto nuestros enamorados. Margarita sólo pasaría un rato desamparada, pues el Negro Cafetón, aunque inferior a Angélica en fineza de atención y demás miramientos, no la dejaría morir de hambre ni de sed. Una ternura extraña profesaba el crápula por su compañera, simple reliquia de un ayer de loqueos. Generosamente los jóvenes cargaron con el riesgo del plan. “Sería más que mala suerte”, habrán pensado, “que el padrastro llegue antes de nuestra partida; que llegue y nos busque inmediatamente; que nos busque y empiece por el embarcadero”.

»El plan estaba preparado, pero en un rato el azar lo echó por tierra. El 27 de septiembre, en un encuentro casual, el patrón de La Liebre informó a Ricardo de que no podría cruzarlos a la otra banda, porque iba a pintar la lancha, para dejarla nuevita. Con el ánimo por el suelo, el muchacho concluyó el reparto de la tarde en la jabonería de Veyga. Éste, uno de los oficiales de enlace de la conjuración, le dijo que habían adelantado la fecha; que de Buenos Aires llegaron órdenes de estar listos para ganar la calle en cualquier momento; que en el primer reparto del otro día alertara a los caballeros reunidos en la quinta, pero que no los visitara fuera de las horas habituales, para no llamar la atención de la comisaría, que sin duda vigilaba, ya sobre aviso; que viera al sin piernas Américo, para que en su repertorio repitiera, de tanto en tanto, la Marcha de San Lorenzo: musiquita que significaba, en la clave de los conspiradores, peligro y acción inminente.

»El hecho es que Ricardo no encontró en su puesto al sin piernas. Como siempre, a la salida del taller esperó a Angélica. Yo los vi: se encaminaron con lentitud los pobres chicos al banco de sus coloquios. Eran patriotas, de modo que la inminencia de la rebelión -esté seguro, señor- los alegró; pero abandonar el proyecto de fuga, encarar otra vez al padrastro, ahora sin más escapatoria que un suicidio doble ¡en qué tribulaciones los habrá sumido! Un arrebato, un impulso momentáneo de la esperanza o de la desesperación, vaya a saber, los llevó al borde del agua. Ahí, junto a la escalera, encontraron al patrón de La Liebre. Recriminó con aspereza Angélica, Ricardo rogó y el hombre por fin los confundió con la propuesta de cruzarlos al Uruguay inmediatamente. Era entonces o nunca, pues a la otra mañana pondrían en dique seco a la lancha y antes de que navegara de nuevo, habría llegado el temido padrastro. Los jóvenes pidieron un instante para hablar entre ellos. Caminaron en dirección al banco y muy pronto se detuvieron. ¿Qué no daría usted, señor, por conocer las palabras cambiadas por la heroica pareja? Acaso no las conocerá nadie. En cuanto a la resolución fue evidente. Yo puedo hablar, pues ventilándome en este mismo balcón fui testigo de las consecuencias afrontadas por los chicos. ¡Las culpas que cargaron sobre la espalda!

»A la tarde del otro día, los vigilantes rodearon la quinta de los Várela. La cara en alto, los conjurados pasaron entre dos hileras de facinerosos con uniforme, rumbo a la comisaría. El sin piernas Américo no incluyó en el repertorio la Marcha de San Lorenzo; pero por orden del comisario, que en la calesita destacó un hombre armado de mauser, a todas horas con música nos atronó. A la madrugada hubo una interrupción. No imagine que nos alivió la tregua. Fue algo horrible, porque oímos entonces los aullidos de los desventurados a quienes en la comisaría torturaban. ¡La mejor gente de la zona! Al pobre sin piernas también lo torturaron un rato, porque sospecharon que la interrupción fue adrede, para que nos enteráramos de lo que estaba ocurriendo. Aquí no acaban las calamidades. En la mañana del primero de octubre cruzó esta calle un entierro. ¡Tan debilitada estaba Margarita que le faltó aguante y, sin amparo, en pocos días murió de hambre y de sed! Me aseguraron que el fogonero, cuando llegó, gimió como un pobre negro sobre la tumba de su mujer y juró destripar con las manos a los chiquilines, aunque tuviera que buscarlos en la vecina orilla: amenazas de borracho, que valen como de quien vienen.

»Ahora yo le encomiendo, señor mío, que medite un instante sobre el punto sublime de esta narración. Usted, que leyó tanto, ¿encontró una historia de amor más perfecta? Vea con la imaginación a esos dos jóvenes, unos niños todavía, no lejos de la estatua del prócer, resolviendo entre ellos un dilema que abruma el corazón. En un platillo de la balanza está la vida de una madre adorada, la lealtad o el perjurio a la patria y a los correligionarios; en el otro, el amor de sus corazones. Mi Ricardo y mi Angélica no vacilaron.

Cuervo y paloma del doctor Sebastián Darrés

Yo no me asombro de nada, porque mi aprendizaje transcurrió en el estudio de Sebastián Darrés. Produjo el foro argentino profesionales de mayor talento, pero ninguno tuvo una envergadura y clientela comparada a la suya, por la calidad y cantidad de crápulas. La circunstancia de que tal gentuza acudiera a nuestro doctor sugiere una afinidad que no ocultaré bajo las dictadas por una gratitud intempestiva; sin embargo, por aquello de que un hombre es dos, o por el ansia de irnos de donde estamos y de ser lo que no somos, o porque ni siquiera en dechados de vileza veremos la perfección, la verdad es que Darrés había constituido un hogar ejemplar; no sólo ejemplar: rígidamente burgués, con una buena señora al frente, doña Agustina, y tres niñas que nunca fueron jóvenes y que el sábado a la tarde, a la hora del oporto y las vainillas, tocaban música para los invitados. Yo le guardaba rencor al pobre viejo, no tanto por la rutina del trabajo ni por la índole de los clientes, vigorosos cuervos que criábamos en el estudio, entre los que no faltaba el individuo pintoresco, sino por las reuniones del sábado, por el oporto y las vainillas (de las que siempre dijeron: «No son como las de antes») y por las tres hijas feas, en las que recelaba, como el zorro en la carroña, una trampa. ¿Por qué, si no alentaba la esperanza abominable de casarme por lo menos con una hija, ese hombre famoso me invitaría a su tertulia, a mí, el pinche del bufete? El pinche, para vengarse de tanto honor, olvidaba a Carmen, a Aída y a Norma, que así se llamaban las señoritas, y platicaba con la dueña de casa. No era tonta doña Agustina; aun sospecho que añoraba, como a una patria desconocida, pero que clama desde la sangre, ese mundo de aventuras, que en su manera más ingrata se manifestaba en el estudio del doctor Darrés. Como tampoco era fea la señora, en ocasiones me figuré que si ella tuviera un poco menos de edad y yo un poco más de coraje… Me apresuro a declarar que gozo de carácter serio y que si no moví un dedo para concluir con el celibato de las hijas, también me jacto de jamás comprometer la reputación de una madre, concepto que encumbro.

Hubiera sido paradójico que por obra de gente buena la desgracia golpeara este hogar. No lo permitieron los dioses. Cuando sonó el tiro justiciero, descubrimos que lo disparó un chantajista de poco seso, al que de tarde en tarde el estudio extorsionaba, por principio y para mantener la disciplina. Me pregunto si este breve acto habrá saldado la considerable deuda del doctor Darrés con la gente de mal vivir; aunque a juzgar por lo desorientados que andaban los granujas en los días que liquidamos el estudio, la deuda debía ser mutua; rondaban por la lechería de la esquina, por el garage donde acude cuanto jubilado contiene el barrio, por la misma fonda de la media cuadra, con esa cara de hormigas apabulladas, a quienes pisotearon el hormiguero.

Desde luego asistí al velorio. La señora me dijo que su marido siempre me miró con aprecio. Iluminaba, probablemente, la escena, el mágico nimbo de una herencia de millones, pues me sorprendí meditando que en la casa faltaría un hombre; encontré que las hijas no eran tan desabridas y me vinieron a la memoria las últimas palabras que el viejo hipó entre mis brazos, cuando lo tenía medio reclinado en el suelo, contra la jaula del ascensor: «No abandone a mis palomas» (acaso por afectación de apego, llamaba así a las mujeres de su familia).

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