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– Yo quiero verlo -pidió Renata.

– Yo voy a ver si Orlandito está en la casa -dijo Daniel.

La recorrió prontamente. Después, temeroso de que los otros lo sorprendieran, avergonzado del impulso, corrió al bosque, a salvar al niño. En el camino cruzó lo que de lejos parecía un conjunto de figuras geométricas y una mancha escarlata; resultó ser la descuartizada bicicleta del doctor Standle-Zanichelli y un charco de sangre. Daniel no se detuvo. Movió compasivamente la cabeza y, con temor, mirando a un lado y otro, penetró en el bosque. La fragancia de los eucaliptos era vehemente. En una rama, clara en la espesura, cantó un pájaro. Daniel recordó a los hijos, que a su lado, poco a poco, se incorporaban a la vida; recordó a Melania, su compañera, y a Susana, el furtivo deleite; se dijo que lo apenaría dejar un mundo tan hermoso, pero como alguien debía rescatar al niño extraviado, siguió adelante, hasta que lo encontró en el propio borde del lago de las carabelas. Tomados de la mano regresaron. En el trayecto tropezaron con Renata, cubierta de ropas ajenas, con el Otro Socio, en ropa de tenis y con Lorenzo: cada uno, por Orlandito, se exponía a un desagradable encuentro con el león.

En verdad, no corrieron peligro: minutos antes de que Daniel se lanzara en procura del niño, el león abandonaba el bosque, en el carro-jaula de la Perrera Municipal. La circunstancia no mengua, sin embargo, el mérito de ninguno de ellos, pues la ignoraban. Oyeron la primera noticia de labios de Melania y de Susana, quienes, rodeadas de los chicos, los aguardaban en el portón del Club Atlético, comentándola animadamente.

El episodio había concluido. No dejó más baja que Standle-Zanichelli, caballero de vigorosa e impermeable personalidad. Los otros, mientras tuvieron cerca al león, por su influjo se abandonaron a la antigua naturaleza animal que hay en lo profundo del hombre. Fueron agresivos, crueles, cobardes, estúpidos. Retirada la fiera por los peones municipales, en todos prevaleció de nuevo el criterio humano, sin duda impuro de hipocresía, pero también refulgente de compasión y de coraje.

Cavar un foso

Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.

Su mujer, acodada al mostrador, sin levantar la voz dijo:

– ¡Qué silencio! Ya no oímos el mar. El hombre observó:

– Nunca cerramos, Julia. Si viene un cliente, la hostería cerrada le llamará la atención.

– ¿Otro cliente, y a media noche? -protestó Julia-. ¿Estás loco? Si vinieran tantos clientes no estaríamos en este apuro. Apaga la araña del centro.

Obedeció el hombre; el salón quedó en tinieblas, apenas iluminado por una lámpara, sobre el mostrador.

– Como quieras -dijo Arévalo, dejándose caer en una silla, junto a una de las mesas con mantel a cuadros-, pero no sé por qué no habrá otra salida.

Eran bien parecidos, tan jóvenes que nadie los hubiera tomado por los dueños. Julia, una muchacha rubia, de pelo corto, se deslizó hasta la mesa, apoyó las manos en ella y, mirándolo de frente, de arriba, le contestó en voz baja, pero firme:

– No hay.

– No sé -protestó Arévalo-. Fuimos felices, aunque no ganamos plata.

– No grites -ordenó Julia.

Extendió una mano y miró hacia la escalera, escuchando.

– Todavía anda por el cuarto -exclamó-. Tarda en acostarse. No se dormirá nunca.

– Me pregunto -continuó Arévalo- si cuando tengamos eso en la conciencia podremos de nuevo ser felices.

Dos años antes, en una pensión de Necochea, donde veraneaban -ella con sus padres, él solo-, se habían conocido. Desearon casarse, no volver a la rutina de escritorios de Buenos Aires y soñaron con ser los dueños de una hostería, en algún paraje apartado, sobre los acantilados, frente al mar. Empezando por el casamiento, nada era posible, pues no tenían dinero. Una tarde que paseaban en ómnibus por los acantilados vieron una solitaria casa de ladrillos rojos y techo de pizarra, a un lado del camino, rodeada de pinos, frente al mar, con un letrero casi oculto entre los ligustros: ideal para hostería. se vende. Dijeron que aquello parecía un sueño y, realmente, como si hubieran entrado en un sueño, desde ese momento las dificultades desaparecieron. Esa misma noche, en uno de los dos bancos de la vereda, a la puerta de la pensión, conocieron a un benévolo señor a quien refirieron sus descabellados proyectos. El señor conocía a otro señor, dispuesto a prestar dinero en hipoteca, si los muchachos le reconocían parte de las ganancias. En resumen, se casaron, abrieron la hostería, luego, eso sí, de borrar de la insignia las palabras «El Candil» y de escribir el nombre nuevo: «La Soñada».

Hay quienes pretenden que tales cambios de nombre traen mala suerte, pero la verdad es que el lugar quedaba a trasmano, estaba quizá mejor elegido para una hostería de novela -como la imaginada por estos muchachos- que para recibir parroquianos. Julia y Arévalo advirtieron por fin que nunca juntarían dinero para pagar, además de los impuestos, la deuda al prestamista, que los intereses vertiginosamente aumentaban. Con la espléndida vehemencia de la juventud rechazaban la idea de perder La Soñada y de volver a Buenos Aires, cada uno al brete de su oficina. Porque todo había salido bien, que ahora saliera mal les parecía un ensañamiento del destino. Día a día estaban más pobres, más enamorados, más contentos de vivir en aquel lugar, más temerosos de perderlo, hasta que llegó, como un ángel disfrazado, mandado por el cielo para probarlos, o como un médico prodigioso, con la panacea infalible en la maleta, la señora que en el piso alto se desvestía, junto a la vaporosa bañadera donde caía a borbotones el agua caliente.

Un rato antes, en el solitario salón, cara a cara, en una de las mesitas que en vano esperaban a los parroquianos, examinaron los libros y se hundieron en una conversación desalentadora.

– Por más que demos vuelta los papeles -había dicho Arévalo, que se cansaba pronto- no vamos a encontrar plata. La fecha de pago se viene encima.

– No hay que darse por vencido -había replicado Julia.

– No es cuestión de darse por vencido, pero tampoco de imaginar que hablando haremos milagros. ¿Qué solución queda? ¿Carlitas de propaganda a Necochea y a Miramar? Las últimas nos costaron sus buenos pesos. ¿Con qué resultado? El grupo de señoras que vino una tarde a tomar el té y nos discutió la adición.

– ¿Tu solución es darse por vencido y volver a Buenos Aires?

– En cualquier parte seremos felices.

Julia le dijo que «las frases la enfermaban»; que en Buenos Aires ninguna tarde, salvo en los fines de semana, estarían juntos; que en tales condiciones no sabía por qué serían felices, y que además, en la oficina donde él trabajaría, seguramente habría mujeres.

– A la larga te gustará la menos fea -concluyó.

– Qué falta de confianza -dijo él.

– ¿Falta de confianza? Todo lo contrario. Un hombre y una mujer que pasan los días bajo el mismo techo, acaban en la misma cama. Cerrando con fastidio un cuaderno negro, Arévalo respondió:

– Yo no quiero volver, ¿qué más quiero que vivir aquí?, pero si no aparece un ángel con una valija llena de plata…

– ¿Qué es eso? -preguntó Julia.

Dos luces amarillas y paralelas vertiginosamente cruzaron el salón. Luego se oyó el motor de un automóvil y muy pronto apareció una señora, que llevaba el chambergo desbordado por mechones grises, la capa de viaje algo ladeada y, bien empuñada en la mano derecha, una valija. Los miró, sonrió, como si los conociera.

– ¿Tienen un cuarto? -inquirió-. ¿Pueden alquilarme un cuarto? Por la noche, nomás. Comer no quiero, pero un cuarto para dormir y si fuera posible un baño bien calentito…

Porque le dijeron que sí, la señora, embelesada, repetía:

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