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Aquella tarde la situación varió. Cuando Daniel entreabrió la puerta, con un cacharro en cada mano lo enfrentó Melania, que gritó:

– No pidas mate, porque te desuello como chancho.

– ¿Así que hoy calentaste el agua? -preguntó Daniel-. Yo en tu lugar me pegaría un bañito.

– ¿Huele mejor la Susana?

Nunca se hablaron tan brutalmente, pero a Daniel ese trato hoy le parecía natural. Por miedo al agua hirviendo no acometió a Melania. Se echó en la camera. De espaldas, bostezando, ya descalzo, acarició los pies, anheló a la Susana, respiró entrecortadamente, empuñó el pie derecho, emprendió un vaivén de animal en jaula. Se imaginó a él mismo agazapado, corriendo en pies y manos entre las hortensias. Después echado, a la espera; se representó luego, a lo lejos, la cabeza frisada de Susana, como de oveja, y luego a Susana, galopando en pies y manos, a su encuentro. Porque tales imágenes lo perturbaban bramó broncamente y se incorporó. Creyó que saldría del cuarto, sin dar tiempo a Melania para que le echara el agua hirviendo, y que huiría al Club Deportivo, pero recordó el león; nuevamente bramó, ahora de un modo quejumbroso, para en seguida arrojarse a la cama, acariciar los pies, retomar el vaivén.

– Si hoy no vas a la Susana -declaró Melania- iré yo, y le sacaré los ojos.

Muy resuelta, se demoró con el nudo del delantal.

Mientras tanto, en el Club Deportivo, asomada a la ventana de la cocina Susana cavilaba: «El miedoso no viene. Yo iré enfrente y le diré que si no la deja en el acto y se queda conmigo, no es hombre. Le diré por fin lo que pienso: vivir con esa mujer es una degeneración. Cuando ella abra la boca le diré que antes de dirigirme la palabra se bañe por favor».

En el bar del Club Atlético, sentados a una mesa, no lejos de la chimenea, bebían la niñera y el Otro Socio; Lorenzo, acodado al mostrador, mascullaba entre dientes palabras ininteligibles, y Orlandito merodeaba, oteándolos con odio.

– Como haremos noche aquí -observó el Otro Socio, y descubrió que la niñera, bajándose el escote, lo miraba con ojos extrañamente embotados- daremos cuenta, la señorita y yo, de sendos bifes de chorizo, bien jugosos, con huevos a caballo.

– Ni jugosos ni secos -negó Lorenzo-. ¡Pesia!

El Otro Socio llevó la mano donde tenía clavados los ojos y gritó:

– Ay.

Había recibido un codazo en el hígado. La niñera, tras defender tan fieramente el escote, reía con imbecilidad, como si hubiera perdido la fuerza.

– Me llamo Renata -informó, frunciendo los mojados labios en mohín de beso.

– Tanto monta -comentó Lorenzo-. Mal va la zorra, que no trabajo horas de más, que no, así Renatas hipen, señoritillos gruñan y afuera regruña el león de Numancia reencarnado.

Se levantó el Otro Socio y, por si lo agraviaban, avanzó provocadoramente.

– ¡Yo soy un mono! -chilló Orlandito, desde lo alto de la estantería.

Derribó una botella de Cinzano y otra de whisky Caballo Blanco.

– Vais a comer -avisó Lorenzo-. Vais a comer lechón o por lo menos jabato.

Con un largo palo trató de bajar al niño, mientras Renata decía dulcemente:

– Yo, señor, le indicaré las carnes más tiernas.

En ese momento el aparato de radio anunció la captura del león, que de nuevo estaba acomodado en su jaula. Antes de que las personas reunidas en el bar atinaran a comentar la noticia, una de las expresiones más vigorosas de la naturaleza la desmintió: el rugido del león. Fue aquél un rugido tan próximo como si proviniera de la radio o de uno de los presentes (provenía, a no dudarlo, del bosque) y tan enorme, que lo incluía a todo, como si el club entero se derrumbara en las fauces de un león gigantesco. El bar quedó a oscuras.

– ¡Los tapones! ¿Cómo no saltarían a favor de tamaño petardo? ¡Si ahora parece que oigo mejor! -exclamó Lorenzo.

– Qué frío -gimió Renata y se estrechó contra el Otro Socio. Abrazándola, éste advirtió:

– Con el león ahí nomás, la oscuridad no me gusta.

Ensimismado, Lorenzo contemplaba la moribunda lumbre de la chimenea. De pronto, milagrosamente, el fuego se avivó en llamaradas frenéticas. El diálogo, a continuación, fue rápido:

– Miren el hall.

– Allí hay luz.

– No saltaron, entonces, los tapones.

– El chiquilín ese ¡hay que matarlo! movió la llave de la luz.

– Qué gracioso.

Orlandito rió. Lorenzo prendió la luz. El Otro Socio habló:

– No es gracioso, Renata. ¡Fue nuestra ropa lo que avivó el fuego! ¡Mira cómo arde!

– ¡El niño la arrojó toda! ¡Arrojó el montoncito de nuestra ropa! -reconoció Renata. Dirigiéndose a Lorenzo, agregó-: Si fuera usted, señor, yo cocinaría cuanto antes el lechón -guiñó un ojo- y compartía nuestra mesa. Daniel entró en el bar.

– No me agarran -gritó Orlandito-. Ni me asustan.

– Pero te asusta el león -afirmó reflexivamente Daniel-. No te atreves a salir al bosque.

– ¡Bravo! ¡Proposición más excelente no se ha visto ni verá! -aplaudió Lorenzo.

– Muy bien -exclamó el Otro Socio.

– Yo quiero comer -protestó apenada y mimosamente Renata.

– Yo también padezco hambruna, sepa usted, señorita Renata -explicó Lorenzo-, pero la depongo ante el espejismo de un castigo justo.

– Ya verán, ya verán, no tengo miedo -gritó Orlandito, caminando por la cornisa de la estantería, con los brazos en alto.

Trataron de darle caza, pero se les escapó. También se escaparon, con disimulo, Renata y el Otro Socio. Lorenzo, guiado por el instinto, los halló en la cocina, despedazando y devorando una pierna de vaca. Sobre la presa hubo un cruce de miradas torvas. Pareció inevitable el combate. El Otro Socio y Renata se alejaron, porque estaban saciados. Lorenzo comió. Al rato roncaban todos.

A las diez y media de la mañana los despertó el boletín de la radio, con un bando extraordinario, ratificando la segunda, inminente y total captura del león, que por lo demás ya estaba alojado en su jaula del Jardín Zoológico. Tal como era de prever inmediatamente resonó -según opinaron todos, en las inmediaciones del club- el enorme rugido feral. Lo siguió un aterrado gritito humano, que destacó -a la manera de esas personas que se fotografían junto a los monumentos- las descomunales proporciones del rugido. Sin duda, para probar que el león no lo perturbaba, Daniel comentó:

– Esto sí que es raro. Son las diez y media pasadas y no llegó el doctor Standle-Zanichelli.

– Más que la manía pudo el miedo -dictaminó Renata.

– A mí no me agarra hoy para su partidito. No se embrome -aclaró el Otro Socio.

– Miren, miren -gritó Orlandito.

Cabeza abajo, como mono o como marmota, colgado de la caja del cortinado, miraba por la banderola, señalaba afuera. Todos se amontonaron en la ventana. Más allá del alambre tejido vieron la calle, como una franja azul, y en la franja, figuras geométricas, dos círculos, algo que a unos pareció una escuadra, a otros un trapecio, a otros un triángulo, y una mancha escarlata.

Luego se distrajeron, pues, como los animales, no mantenían fija la atención, y empezaron a pelear por Renata. El Otro Socio, raqueta en mano, repartió golpes, también a su amiga. La batalla continuó; de modo paulatino cambió el trofeo disputado: ya no fue Renata sino manteca, jalea, pan y budín inglés. Volvieron a distraerse, ahora del enojo, para abocarse al desayuno. Daniel advirtió la ausencia de Orlandito. Gimió Renata:

– ¡Se habrá ido al bosque!

Para calmarla, el Otro Socio respondió:

– No faltará comida.

– Hay que tener reservas -reparó la niñera.

– Nunca fuera tan formal mujer desnuda, ni mostrara, ay de mí, tanto caletre. Bien se me alcanza que hoy desperté con menos formalidad que un gato, pero ¿quién no cedería la merienda, y no haría cabriolas, por una ojeada al cuadro del niño Orlandito topándose con la bocaza del león?

– Quizá no lo veamos -discurrió el Otro Socio- pero saber que ocurrió sería un consuelo.

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