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– Ah -dije.

– Los que hacen libros ¿por qué se avergüenzan del amor? O lo echan a la chacota o lo cubren de verdaderas obscenidades, que francamente no tienen mucho que ver.

Protesté:

– I promessi sposi, Pablo y Virginia.

– ¿Son autores de mérito? -su interés duró el tiempo de formular las palabras-. Pero no me niegue que para el hombre normal el amor no cuenta. La plata cuenta, el deporte. La mujer es otra cosa y, naturalmente, los sexos no concuerdan. ¿Para usted algún libro cuenta más que la vida?

– No -dije.

– Mi buen señor, únicamente la vida es mágica. En cualquier estrechez a que uno se vea reducido cabe la vida entera. A mí por este balcón me llega la vida entera. Los bobos creen que una vieja, arrumbada en un cuartucho, no disfruta. Se equivocan. Observo, soy testigo. Ah, quién pudiera serlo para siempre.

Para probarme, quizá, que a ella nada se le escapaba, agregó:

– Ahora cambian la guardia en la comisaría. Efectivamente, en la entrada de la comisaría, sobre la calle que por la derecha bordeaba la plaza, hubo un cambio de guardia.

– Esos valses machacones vienen de la calesita -continuó-. Allá está, en el baldío; la gobierna el sin piernas Américo. A la derecha ¿ve la araucaria? la casa rodeada por el corredor es la quinta de los Várela. Al frente, en el centro de la plaza, tenemos el monumento a San Martín, rodeado por cuatro bancos verdes, concurridos por enamorados, y al fondo, si no le falla la vista, divisará la plataforma de donde arrancan los escalones de piedra ¡cuántos amigos los bajaron, parece ayer, para encontrar una lancha y huir al Uruguay!

Aguardó en silencio hasta que volví a ella los ojos. Luego empezó:

– En 1951 ocurrió el episodio: bien narrado logrará su página de bronce entre las leyendas de la patria. Los protagonistas descollaban como verdaderos héroes. Ambos eran bien parecidos, muy jóvenes, virtuosos y de condición humilde. En esto último, señor, ¿no ve la mano de la Providencia, que los modeló queribles para todo el mundo? Angélica trabajaba en el taller de abajo. Usted la tomaba por una reina entre esas chicas vulgares y alocadas. Yo se lo digo: la única seria, la única linda, la única silenciosa. ¡Y de qué hogar venía! No puedo menos que espantarme, pues los hechos son reales y confirman, señor, los cuentos de hadas, donde a la novia predestinada la descubría en la casa más miserable del pueblo el príncipe, en este caso un panadero.

– ¿Un panadero? -repetí estúpidamente.

– Ya le explicaré. La madre de Angélica era la pobre Margarita, usted sabe, paralítica en los últimos años, tonta siempre, sin más conducta que una oveja. ¿Hace cuánto hubiera muerto, si no fuera por su Angélica, tan buena hija, tan abnegada, el báculo para cualquier necesidad? ¡Le daba de comer en la boca, note bien mis palabras, como a un pichón! De inanición hubiera muerto la pobre Margarita, sobre quien corren cuentos de una sordidez que pone los pelos de punta. ¡De mi boca no los oirá! Diré, en cambio, en su honor, cuatro palabras verdaderas: adoraba a su hija. Con el hombre de la casa, el padrastro de esta chica Angélica, entra el plato fuerte, el ogro de nuestro cuento, señor mío. Por todos conocido por Papy o el Negro Cafetón, tratábase de un paraguayo corpudo, oscuro como si en el infierno lo hubieran chamuscado, de una violencia y de una vivacidad admirables, que no dejaba títere con cabeza. Amén de regentear no sé qué stud de mujeres -no me pida aclaración, porque yo, de deportes, no pesco- el terrible padrastro surcaba los siete mares del orbe como fogonero a bordo del Río Diamante. La chica restañaba las heridas y secaba las lágrimas cuando el Negro Cafetón partía en el buque, pero el retorno era en fecha cierta. No sólo por las tundas lo aguardaba con pavor: bajo amenazas de malos tratos quería casarla con Luis Chico, pelele que el fogonero manejaba con mano de hierro.

»Créame, el Papy era poderoso. Trifulcas tuvo miles, enemigos le sobraban, pues el crápula avivaba con agua fuerte su natural pendenciero. Engolosinada con tales antecedentes, la autoridad política lo apadrinaba y el negrote se abría paso en el sindicato local. ¿Cómo contrariar tamaño bravucón? Si descubría el idilio de los chicos, desollaba vivo a Ricardo, y ante la vista y paciencia de la pobre madre, postrada en el lecho, era muy capaz de vejar a la niña el infame.

– ¿Quién es Ricardo? -le pregunté.

– Un panadero, ya se sabe, el amor de Angélica. Mozo gallardo, era un gusto el verlo con la canasta repleta, cumpliendo como un reloj el reparto alrededor de la plaza; no dejaba a nadie sin pan, no digamos a los Várela, buenos pagadores, pero tampoco a la comisaría, que nunca pagó un cobre, aunque reclamaban tortitas de azúcar quemada para el mate, ni al sin piernas Américo, cliente de cuatro felipes. Desde luego, no lo llevarían por delante. Ricardo era un panaderito de lealtad y de coraje probados (repito palabras pronunciadas bajo este mismo techo, en los esperanzados días de aquel septiembre, por sus compañeros de conjuración), pero ¿quién detiene con los puños a una locomotora? Y si enfrentaba con armas al paraguayo ¿en qué pararía el asunto? Angélica le recordaba: “Queremos casarnos, no separarnos. Te quiero conmigo, no entre rejas ni bajo tierra”.

»Antes de partir la última vez en el Río Diamante, el padrastro declaró: “A mi vuelta será tu boda”. Puede usted imaginar cómo cayó el anuncio a los pobres chicos. Ricardo la esperaba todas las tardes y, cuando Angélica salía del taller, tomados del brazo, gravemente se encaminaban al centro de la plaza, a uno de los cuatro bancos que miran a San Martín. Por más que debatían el intríngulis, vea usted, no adelantaban. Poco faltaba para la fecha fatal: el padrastro regresaría en la noche del primero de octubre. No encontraban escapatoria, sólo una seguridad en el alma: día a día se querían más entrañablemente y de cualquier modo evitarían el matrimonio de ella con Luis Chico, pues tenían ahorros para comprar un revólver, si no preferían suicidarse con veneno.

»La vida corre por tantas rueditas, que este idilio, rayano a su final trágico, no era el único suceso importante que ocupaba a los muchachos por aquel entonces. Como le dije, Ricardo intervenía en la conjuración contra la dictadura. Nadie sospechaba que el repartidor, con los panes de su canasta, repartía puntualmente partes y órdenes entre los confabulados. El comando local trabajaba oculto en la quinta de los Várela; los jefes reunidos allí eran notorios opositores del gobierno, conocidos por la policía, y para evitar detenciones que hubieran comprometido la suerte del golpe, en la etapa final ni asomaban la cabeza al jardín.

»Había que mandar órdenes a los oficiales de enlace y por su lado éstos debían informar de las novedades a la quinta, amén de transmitirle despachos del comando, de Buenos Aires. Como los teléfonos no eran de fiar, el panadero anduvo atareado; pero luego vino una calma -los períodos de gran actividad, con el levantamiento anunciado para una o más fechas, inopinadamente seguidos de calmas, en las que todo parecía olvidado, eran el régimen habitual de aquellos tiempos de congoja- y aunque en la quinta de los Várela se mantenían reunidos los jefes, el mismo Ricardo perdió la esperanza en la revolución.

»Una tarde, sentados allá en el banco, mirando vagamente hacia el embarcadero y el río, en una brusca iluminación los jóvenes habrán entrevisto el plan. Lo cierto es que hablaron con el patrón de La Liebre, un lanchero que pasó montones de fugitivos a la otra banda. Tenía fama de espía del gobierno, mas por aquella época nadie dudaba de que sus pasajeros llegaran a destino, o como se diga. Francamente, sin connivencia con los mandones, el hombre no hubiera cumplido por largo tiempo el tráfico salvador. Lo más probable es que comprara la impunidad, pagando parte de lo que cobraba; no olvidemos que por encima de las peores pasiones el espíritu comercial cuidaba del último detalle en tiempos de la dictadura. El patrón de La Liebre convino con Angélica y Ricardo que los cruzaría al Uruguay en la noche del primero de octubre.

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