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Su talento histriónico era tan extraordinario que en ese momento me pareció que Davel hablaba desde un escenario y que yo estaba en la platea.

Nunca asistí a tantas comidas como en aquel tiempo. En una, organizada en beneficio de la Casa del Teatro, me tocaron de compañeros de mesa el gordo Barilari, tesorero del partido, «un electoralista impenitente», según su propia confesión, y un muchachito flaco y nervioso, que resultó ser Walter Pérez. En los años de conspiración, el nombre de este último aparecía con frecuencia, por lo general precedido o seguido de la palabra activista. Vinculo también con él, no sé porqué, la expresión Fuerza de choque. Barilari describió a Walter como «el más intolerante de los partidarios de la libertad». Confieso que al gordo y a mí nos hizo reír a lo largo de toda la comida, con relatos de los encontronazos de su grupo con muchachos de otros partidos. Ahora esos relatos me parecen menos graciosos.

En el extremo opuesto de la mesa, conversaban Luz Romano y Davel. De buena gana me hubiera sentado junto a ellos. Esa noche estaba Luz particularmente atractiva. Cuando nos levantamos, se me acercó y murmuró:

– Felicitaciones por el amiguito.

– ¿Por quién lo dice?

– Por quién va a ser. Por Walter.

– Un elemento útil -argumenté, repitiendo la expresión de correligionarios- que siente la causa de la libertad.

– La siente demasiado. Cree en las ideas y no le importa la gente.

– Un filósofo, entonces.

– Un fanático.

– El partido lucha por ideas sensatas. Mejor dividendo nos daría apelar a la envidia y al rencor.

– ¿Admite que Walter está fuera de lugar entre ustedes?

– Sólo trato de decir que todo partido requiere a veces una gota de dogmatismo y aun de extremismo. Mozos como Pérez, en más de una oportunidad, son útiles.

Cuando Romano se acercó, Luz lo tomó del brazo y como quien arremete se fue con él. Esa actitud me provocó cierta confusión.

En cuanto a Davel, pasó de nuevo años sin trabajo, en la miseria. Como ya dije, en los teatros oficiales recibieron con la mejor voluntad mis recomendaciones, pero por una razón u otra no le contrataron.

Tampoco se acordaron de él los empresarios de los demás teatros. Nosotros, por fortuna, le dimos prueba de gratitud. Fue nuestro invitado de honor en infinidad de ceremonias oficiales y en no pocos banquetes. Desde luego, al verlo siempre con ese traje apenas decoroso y muy viejo, sentíamos una mezcla de fastidio y culpa.

Como en la vida todo se repite, un día tuve la buena noticia de que Romano había contratado a Davel, para reponer Catón. En esta ocasión el teatro sería el Apolo.

Al poco tiempo, una tarde, cuando salía de mi despacho, llamó el teléfono. Reconocí la voz de Luz Romano, a pesar de que me llegaba en susurros. Entendí: teníamos que vernos para que me pidiera algo. La comunicación se cortó. Mi reacción fue contradictoria: sentía ganas de verla, curiosidad, y temor de pedidos molestos. Llamó después, en diversas oportunidades. Mi secretaria invariablemente alegó que yo estaba ausente o en reunión. Esas breves pero numerosas conversaciones las llevaron a una suerte de amistad y por último Luz explicó para qué llamaba.

Cuando la secretaria me dio el mensaje, atiné a murmurar: «¡Las cosas que se le ocurren a una mujer!». En efecto, Luz Romano pedía que nuestro gobierno prohibiera la reposición de Catón. Ni más ni menos.

Supuse que por distraído e ingenuo Davel habría herido susceptibilidades y cambiado en odio el afecto que siempre le tuvo Luz.

Tras la reposición de Catón, los hechos probaron que el pedido de la mujer no estaba desprovisto de fundamento. Noche a noche el público se mostraba más entusiasta y amenazador. Confieso que al principio nos costó entender que aplaudía contra nosotros. Parecía imposible que se valieran de esa tragedia para atacar a un gobierno cuyo mérito principal era el restablecimiento de libertades.

En una reunión en casa de amigos comunes, Luz me dio la explicación. La gente que aplaudía en el Apolo eran funcionarios y partidarios de la dictadura. Reclamaban su libertad perdida.

– Ellos también tendrán un Walter Pérez -dijo.

– ¿Cómo un Walter Pérez? -pregunté.

– No se haga el que no entiende.

– No entiendo.

– Es bastante claro. Si ustedes mandaron a Walter como bastonero de los revoltosos del primer Catón…

– Lo del Politeama fue espontáneo -protesté.

– Con Walter al frente. Esté seguro de que los de ahora contarán con un energúmeno como ése.

– No me parece justo poner en el mismo plano a un joven defensor de la libertad y a un secuaz de la dictadura.

– Habla como un político hecho y derecho; pero, convenga conmigo ¿de qué le vale a Walter Pérez una causa noble si es un matón? Sin decirle que hablaba como una maestrita, le contesté, dirigiéndome también a los demás:

– A mí me duele que un actor con el que tuvimos tantas atenciones, ahora se preste a que lo usen contra nosotros.

– Una traición -exclamó alguien.

– No iría tan lejos -puntualicé-. Yo digo, simplemente, que veo su proceder con cierta amargura.

A la semana, o poco más, en la mitad de la noche, me despertó el teléfono. Una voz de mujer preguntó:

– ¿Ahora está contento?

Lo que estaba era dormido, así que me costaba entender. Repetí la pregunta como un idiota:

– ¿Quién es?

Una pregunta inútil, porque había adivinado quién llamaba.

– Dígame si está contento -insistió, para agregar después de un silencio-: ¿O no se enteró?

– No sé de qué me habla. Luz dijo:

– Entonces más vale que espere.

– Que espere ¿qué?

– Lo va a saber mañana.

Cortó. Estuve por llamarla, pero desistí. Sabía lo que había sucedido, aunque murmuré varias veces: «No puede ser».

Al otro día supe todo. Es curioso: estaba preparado para la noticia, pero me sentí desorientado. Tan desorientado como a la noche, cuando la adiviné, y muy triste. Como si hubiera muerto un viejo amigo, en previsión, tal vez, de una nota o de un discurso, me dije que esa muerte marcaba el término de la época más brillante del teatro argentino.

A la información de los diarios, bastante amplia, la completaron mis amigos del ministerio del Interior. El hecho ocurrió hacia el fin del último acto de la función de la noche. Después de clavarse la espada, Catón, moribundo, se preocupa de la suerte de los que participaron con él en la resistencia contra César, escucha sus planes de fuga, los aprueba, se despide y muere. En ese momento sonó un disparo. Hubo un gran revuelo en la sala. Algunos señalaron un palco. De otro palco alguien salió precipitadamente. Primero nadie sabía qué había pasado. Todos, al rato, supieron que Davel había muerto de un balazo, probablemente disparado desde un palco balcón. La policía encontró allá a Walter Pérez, con dos de sus hombres. Ninguno tenía armas. Por su parte el que huyó del otro palco logró desaparecer.

Me pidieron que hablara en la Chacarita. Me negué porque estaba conmovido y porque entendí que debía hacerlo alguien más conocedor del teatro y del alma de los actores. Romano, en su discurso, dijo que el mejor final para un actor era morir en escena, en el momento de la muerte de su personaje. Habló también un representante del gobierno. Grinberg, que apareció de no sé dónde y me sobresaltó al tocarme de un brazo, comentó en un murmullo:

– Es tarde para mostrar respeto.

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