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no miró antes de saber del vicio

del brazo de su novia la galana

pólvora de los fuegos de artificio?

Rápidamente inventé el episodio de los fuegos artificiales, que los héroes contemplan de la mano. Sólo faltaba la voluntad de pasar todo aquello al papel. Resolví madurar el tema, rumiarlo durante la noche, postergar el trabajo para el otro día. En este punto salí burlado, porque ya en cama el sueño me abandonó, inconteniblemente urdí situaciones y frases. Muy tarde me habré dormido, porque en seguida las detonaciones me despertaron. Primero creí que eran salvas de la fiesta de mi libro. Después comprendí que ocurrían en el mundo de afuera, pero lo comprendí con una razón tan oscurecida por el sueño, que me atribuí la culpa. «Quién me manda pensar en pirotecnia», dije asustado. No era para menos. De tanto en tanto, por la, persiana entraban iracundos relumbrones, como extremas olas de un creciente mar de luz. «Que se embrome el barullo: no me va a sacar de la cama. Habrá tiempo mañana de averiguar las cosas.» Me tapé completamente con la cobija, me imaginé a mí mismo como alimaña en la madriguera. Ya el previsto sueño me solazaba, cuando reventó, yo diría que en mi propio cuarto, una bomba o un rugido enorme. El relumbrón inmediato fue vivo. Incorporado en la cama proyecté en pared y techo una sombra que me intimidó: «La pereza es la madre de los vicios», mascullé, mientras me vestía con notable prontitud. No omití la chalina, porque la noche debía de estar fresca. «Voy a ver qué pasa. No vaya a convertirme, dentro del chalet, en pichón al horno.»

Abrí la puerta. No hacía frío. La noche tenía una insólita tonalidad de cobre. Había grupos de gente mirando hacia el lado del faro; del lado del puerto llegaba más gente. Cuando en un grupo avisté a don Fructuoso, corrí como a los brazos de un amigo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Fuego, un incendio bastante gordo -contestó.

– Saboteadores -explicó uno de los que llegaban del lado del puerto-. Mientras aquí no apliquen la pena de muerte, estamos fritos.

– El país no tiene fundamento -dijo otro.

– ¿Qué se quemó? -pregunté.

– Pues casi nada -respondió don Fructuoso-. Verá usted.

– La estación de servicio -dijo la señora de la lechería.

– ¿No la de Guillot? -pregunté con miedo en el alma. Ya veía las llamaradas y la ingente columna de humo.

– La de Guillot -respondió don Fructuoso.

– ¿Quién estaba adentro? -pregunté.

– El fuego los atrapó adentro -dijo la señora de la lechería. La chica que atiende en la frutería agregó:

– También al pobre Cacho Bramante, sin comerla ni bebería.

– ¿Cacho Bramante? -pregunté un poco atontado.

– El hijo del bañero Bramante -dijo la señora de la lechería-. El balneario queda enfrente del chalet…

Interrumpí las explicaciones con la pregunta:

– ¿No puede uno hacer nada para salvarlos?

– Allí arde nafta, mi buen señor -razonó don Fructuoso-. ¿Quién se arrima? Ni yo ni usted.

Un anciano que parecía muy débil opinó:

– Todos, póngale la firma, incinerados.

Me alejé de esa gente cruel. Rondé por donde pude, llegué hasta donde los bomberos cortaron el paso. Realmente apretaba el calor. De nuevo encontré a la chica que atiende en la frutería.

– ¿Está llorando? -me preguntó.

– Es el humo -contesté-. ¿A usted no le incomoda el humo?

– Dicen que no estaban todos adentro -anunció. Yo no quería esperanzas, pero interrogué:

– ¿Quiénes estaban?

– No sé -contestó-. Ojalá que no estuviera el Cacho.

«Pensamos en distintas personas», me dije, «pero la ansiedad es igual». La tomé del brazo, la chica sonrió, yo hallé que había algo noble en su mirada y que debajo de mucho desaliño y poca higiene no era fea.

Afirmó un muchacho corriendo:

– El que no está es Guillot. Ayer a la tarde fue al Tandil. Dios me perdone, quedé consternado. Solté a la muchacha, porque temí que me trajera mala suerte.

– Cuando vuelva -observó una mujer- ¡qué cuadro! Dijeron otras:

– Yo, en su lugar, prefería haber muerto.

– Mil veces.

– Pasto de las llamas la señora y el pobre hijo inocente.

– También Cacho Bramante, sin comerla ni beberla -repitió la chica que atiende en la frutería.

– Ya serán polvo y hollín los pobres. ¡Miren qué infierno!

– No crea. El cuerpo humano aguanta. ¿No oyó hablar de los cadáveres de Pompeya?

– No me gusta hablar de esas cosas. Tengo imaginación. Pienso en doña Viviana, llena de vida ayer, y ahora… ¿qué parecerá? Yo tengo mucha imaginación.

– Yo he visto el cadáver de un siniestro: queda un mechón de pelo áspero y la dentadura blanquea.

– Tan blanca la señora: se habrá quemado como un terrón de azúcar.

– Tanto desvelo de doña Viviana por ese hijo. Ya no hay ni hijo ni Viviana.

– Muy joven doña Viviana y muy señora.

– Ayer nomás vi al chico en el triciclo.

«Qué gente», murmuré con rabia. «Qué manera de conmoverlo a uno.» Me alejé, tratando de atender las cosas que me rodeaban, los pormenores del camino, el incendio a lo lejos; tratando de distraerme de mis pensamientos. ¿Quién no es un miserable? Casi tanto como la confirmación de la muerte de Viviana temía yo la eventualidad de llorar en público. «Es una vergüenza», repetía ambiguamente. «Si me hablan del pobre chico en el triciclo me revuelven un cuchillo adentro.» Miré el humo y me encontré pensando que tal vez una parte ínfima de esa columna negra provenía del cuerpo de Viviana. Sin querer exclamé: «Pobrecita». Procuré callar la mente, pero ya formulaba otra reflexión: «No volveré ¡qué raro! a verla, nunca». Argumenté en el acto: «¿Quién sabe? No tengo más testimonio que el rumor de la calle». Recordé las obras de Gustave Le Bon, como si las hubiera leído, y sostuve que la multitud siempre se equivoca. «Ojalá se equivoque ahora», murmuré.

No había suficiente agua o faltaba presión, o todo era uno y lo mismo, de modo que tardaron los bomberos en apagar el fuego.

Como sonámbulo rondé por allá, describiendo círculos cuyo obstinado propósito no imaginé. Los dueños de una casa me llevaron al balcón, para que viera mejor, y en otra, a medio construir, llegué al techo. Pronto bajé de estos miradores, afanado por continuar las vueltas. ¡Cuánto anduve aquella noche y aquella mañana!

– Acabará arrojándose a la hoguera -opinó la señora de la lechería.

Era increíble: hablaba de mí y todos convenían con ella. Sospecho que el mucho trajinar me habrá dado aire de loco. Fue inútil resistir: me arriaron al almacén, en cuya trastienda me sentaron a una larga mesa, cubierta por un pulcro mantel de diarios, presidida por don Fructuoso y compartida por la señora de la lechería, los fruteros, que son turcos acriollados, la chica y otros vecinos que no identifico en la memoria.

– Corra, pues, aperital con granadina -ordenó el dueño de casa.

El siniestro, como decían, les abrió el apetito; a mí me cerró la garganta. En una fuente enlozada trajeron un lechón -juro que parecía un niño rubio-, un lechón entero, con todos los detalles de ojos, orejas, etcétera. Con voracidad lo devoraron. Era admirable en esa gente la cálida fraternidad, tan generosa, tan dispuesta a no excluir a nadie, que me incluía a mí: la valoro con gratitud.

Una mujer me gritó en la oreja:

– Ahogue la pena en vino dulce.

Bebí; quería huir; cada trago era un paso que me alejaba. Aún hoy no entiendo por qué los pormenores macabros, referencias pías a cadáveres carbonizados o no, que todo el mundo aportaba en la comilona, combinados con tanto lechón, me incomodaban. Comí poco. Bebí el aperital con granadina; después, vino dulce. Mi último recuerdo es de alguien que llegó de repente y declaró de un modo indefinidamente dramático:

– Anoche lo vieron al hijo de Bramante cuando salía por una ventana.

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