Литмир - Электронная Библиотека

Según Flora, Randazzo no dudaba de que ella convencería a Guibert de operarla.

– Cree en mi amor -dijo, moviendo la cabeza y estuve por creer que a último momento calló las palabras: «No como otros»; siguió diciendo-: Y lo peor es que dudé al principio. Todo me asustaba. La frialdad del lago y el cambio de vida. Vivir entre animales que aborrezco. A mí no me gustan los pescados.

Cuando le llegara el rejuvenecimiento a Randazzo ¿tendría que acompañarlo en la excursión por el mar? La idea la asustaba. Sin embargo, habló con su tío, para convencerlo de que le injertara las glándulas. Al principio no quiso oírla. Exclamó: «¿Cómo se le ocurre a Randazzo que voy a salmonizar a mi sobrina más querida? Por tu edad no tiene sentido el injerto y todavía el experimento no está suficientemente probado. Cuando operé a Randazzo no sabía que la glándula tuviera esos efectos sobre el sistema respiratorio. Cometer una vez un error así es imperdonable. La segunda vez no sería error». En un arranque de curiosidad pregunté a Flora de qué se alimentaba Randazzo. Contestó en seguida:

– Supongo que de pescados más chicos.

Se ruborizó y explicó que al principio le daban comida habitual, que resultaba trabajosa, porque se dispersaba en el agua. El alimento de pescados fue bien recibido, pero venía en dosis insuficientes. Tal vez por esto Randazzo, que se impacientaba pronto, un día le dijo que no se molestara más en traerle comida. «Desde entonces, el pobre tuvo que imitar las prácticas de los demás habitantes del lago.»

Flora sostuvo que Randazzo era un hombre fuerte, que siempre lograba lo que se proponía. A continuación me confesó que el día en que nos conocimos ella apostó por mí, como un jugador que pone todas sus fichas, toda su fortuna, a un número. El número no se dio.

– No te culpo -dijo-. Me aferré a vos como a una tabla de salvación. Creí que el destino te había mandado, que había una prodigiosa afinidad entre nosotros.

– La hay -protesté.

– Hasta cierto punto… Mi aspiración era un poco absurda. Yo quería encontrar el amor de mi vida, un amor que me permitiera, sin remordimientos, dejar a Randazzo en ese mundo tan distinto, que ahora es el suyo.

Dijo que mi conducta le provocó un doloroso, pero en definitiva deseable, despertar. Fue para ella evidente que yo no la quería como Randazzo.

Le pregunté por qué Randazzo había intentado volcar mi bote.

– Porque te vio conmigo. Porque es celoso como vos, pero muy violento. Dice, además, que le lastimaste un brazo con la hélice.

– Quiso dar vuelta el bote. Ha de tener la ferocidad instintiva de los bichos que viven bajo el agua.

– De ningún modo. Si comprende que alguien obró bien, es capaz de dejar de lado cualquier resentimiento. Es muy noble y muy comprensivo. Te aseguro que si mi tío me opera, Willie lo perdona. Como oís, lo perdona.

En este punto, Flora prescindió de cierta dureza, mínima pero aparentemente irreductible, con que hasta entonces me trataba y al continuar su argumentación declaró que si yo la quería como aseguraba, Guibert podría operarnos. Con tremenda sorpresa oí esa palabra.

– ¿Operarnos? -pregunté.

– Si crees un poco en mí (yo no te fallé) debes creer en lo que te digo: podemos vivir los tres en armonía, porque Randazzo me quiere suficientemente para compartirme con otra persona.

No niego que mi primera reacción fue de auténtica alarma. Instintivamente la disimulé, pero obré con la íntima convicción de que debía, ante todo, sujetarme con uñas y dientes a este mundo nuestro, para no dejarme arrastrar a ese otro, misterioso y amenazador, donde estaba el infeliz Randazzo. En segundo término, pero no con menos determinación, yo debía retener a Flora. Me mostré escéptico en cuanto a las probabilidades de que Randazzo me tolerara. Flora dijo que lo conocía mejor que yo. Pedí entonces que postergáramos un poco nuestra operación, ya que el 19 me iría por dos días a Buenos Aires, por una escritura de mi vieja clienta la señora de Pons. Insistí en que no estaría allá más de dos días. La reacción de Flora fue curiosa. La excusa -porque así tomó mis palabras, como una excusa- le pareció cómica, no entiendo bien por qué, y sin embargo la entristeció, lo que sí me pareció comprensible, porque una separación siempre es dolorosa. Como no la convenció nada de lo que dije, recurrí al argumento de que por más que se aviniera Randazzo, yo no me avendría a compartirla. Mientras alegaba esto, temía que Flora me dijera: «Entonces tu cariño por mí es menor que el suyo» pero no dijo eso y, asombrosamente, pareció conmovida. La vida es una partida de ajedrez y nunca sabe uno a ciencia cierta cuándo está ganando o perdiendo. Creí que había logrado un punto a mi favor; lo logré, pero me acercó al peligro. En efecto, Flora me dijo que yo debía sobreponerme, que no debía permitir que los celos impidieran que viviéramos juntos y que la idea de compartirla, por intolerable que ahora me resultase, con el tiempo sería llevadera y entonces realmente los tres alcanzaríamos la felicidad.

– Puede haber un obstáculo -me apresuré a decir-. Quién sabe si tu tío se aviene…

– ¿Cómo se te ocurre? -preguntó, para agregar en un tono más alegre-. Mi tío está deseando conseguir conejitos de la India.

– Puede ser que tengas razón. Al principio, el día que nos conocimos, parecía muy interesado en mí, pero cuando se enteró de que estuve enfermo, por poco se enoja. Habrá pensado que no le servía.

– Cómo se te ocurre. Estás más fuerte que nadie.

– Qué sabe uno. A lo mejor los que tuvieron hepatitis no sirven para la operación.

– Yo te aseguro que nadie pondrá inconvenientes para que te operen. Pobre mi tío. Su única voluntaria soy yo y, si me manda al lago, queda solo. Pero ya verás que lo convenzo. Como Randazzo no le gusta, estará muy contento de mandarte conmigo al lago.

Me tomó de una mano, me llevó a su cuarto, nos acostamos. Al principio yo me mostraba un poco preocupado por la posibilidad de que Guibert apareciera de pronto, pero vi a Flora tan aplicada en lo que hacíamos, que seguí su ejemplo. La mujer guía y el hombre sigue.

Nuestra separación fue desgarradora. De nuevo me quería como antes, pero aceptaba con reservas mis promesas de pronto regreso. Por esa incredulidad, casi no me atreví a recordarle la segunda promesa, la de permitir que me operara Guibert. «En todo esto», pensé, «debo ver la prueba de amor que me da Flora. Me quiere aunque no cree en mis palabras. Qué diferencia conmigo».

En Buenos Aires, al principio, todo se cumplió como estaba previsto. Thompson parecía orgulloso de mi entusiasmo por la zona del Quillén y de acuerdo en que volviera cuanto antes, para prolongar un poco mi temporada de descanso. La señora de Pons firmó la escritura. Al día siguiente, cuando pregunté por Thompson, me dijeron: «Anunció que no viene». «Ayer lo encontré bastante resfriado» comenté. Lo llamé a su casa. Me dijo que estaba con gripe, pero que en veinticuatro horas volvería a la escribanía. Tuvo mucha fiebre, no volvió por más de una semana y no me quedó otro remedio que postergar el regreso al Quillén. Tuve que sustituir a mi socio en dos escrituras. La secretaria, que no es particularmente amable conmigo, me dio la satisfacción de comentar: «Yo siempre digo, usted es irremplazable en Thompson y Martelli». Confieso que pensé: «Tiene razón». Pensé también: «Esta postergación de mi vuelta, que no he buscado, me angustia un poco, pero tal vez dé tiempo a Flora para recapacitar y desechar una idea que por momentos me parece tan absurda, tan desagradable».

Cuando por fin llegué al lago Quillén -una tarde poco antes del crepúsculo- la señora Fredrich me recibió como a un viejo amigo. Pregunté:

– ¿Novedades?

– Ninguna. Todo sigue igual.

– ¿La visitó Flora?

Contestó que no. Me dije, con amargura, que mi retraso no debió de inquietarla demasiado, ya que no se molestó en pedir noticias. Es curioso: tardé en comprender que era yo quien estaba en falta. Cuando lo entendí, a toda costa quise evitar que mi demora se prolongase. Faltó poco para que me largara a la casa del doctor Guibert; la noche, el frío, la nieve, me disuadieron. Miré por la ventana y no vi luces. O la noche era muy oscura o el doctor y su sobrina se habían acostado temprano.

19
{"b":"100228","o":1}