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Malomar había tenido un día duro y una conferencia especial con Moisés Wartberg y Jeff Wagon. Había luchado por Merlyn y su película. Wartberg y Wagon la habían atacado desde el primer boceto que les enseñaron. Se convirtió en la discusión habitual. Ellos querían convertirla en una basura, meterle más acción, deslucir los personajes. Malomar aguantó firme.

– Es un buen guión -dijo-. Y hay que tener en cuenta que esto es sólo un primer borrador.

– No tienes que decírnoslo -contestó Wartberg-. Ya lo sabemos. Lo juzgamos teniéndolo en cuenta.

– Ya sabéis -dijo Malomar fríamente- que siempre me interesan vuestras opiniones, y que las tengo muy en cuenta. Pero todo lo que habéis dicho hasta ahora no me parece importante.

Entonces, Wagon dijo en tono conciliador, con su amable sonrisa:

– Malomar, ya sabes que creemos en ti. Por eso te dimos el primer contrato. Demonios, tú tienes control pleno sobre tus películas. Pero nosotros tenemos que respaldar nuestro juicio con los anuncios y la publicidad. Además, te hemos dejado proyectar un millón de dólares por encima del presupuesto. Creo que eso nos da derecho moral a tener algo que decir sobre la forma final de esta película.

– Era un presupuesto de mierda para empezar -dijo Malomar-. Y todos lo sabíamos y todos lo admitimos.

– Ya sabes que en todos nuestros contratos -dijo Wartberg-, cuando sobrepasamos el presupuesto, tú empiezas a perder puntos en la película. ¿Quieres correr ese riesgo?

– Demonios -dijo Malomar-. No creo que si esto da dinero vosotros invoquéis esa cláusula -Wartberg esbozó su sonrisa de tiburón.

– Puede que sí o puede que no. Ése es el riesgo que tendrás que correr si insistes en tu versión de la película.

Malomar se encogió de hombros.

– Correré ese riesgo -dijo-. Y si eso es todo lo que tenéis que decir, volveré a la sala de montaje.

Cuando Malomar volvió a los estudios TriCultura para que le condujesen de nuevo a su plató, se sentía agotado. Pensó en irse a casa y echar una siesta, pero quedaba demasiado trabajo por hacer. Quería trabajar por lo menos otras cinco horas. Sentía que empezaban otra vez aquellos leves dolores en el pecho. Esos cabrones acabarán matándome, pensó. Y de pronto se dio cuenta de que desde el ataque al corazón, Wartberg y Wagon le tenían menos miedo, discutían más con él, le presionaban más con los costes. Quizás los cabrones estuviesen intentando matarle.

Suspiró. Las putadas que tenía que soportar, y aquel condenado Merlyn siempre protestando de los productores y de Hollywood y de que ninguno de ellos era artista. Y allí estaba él arriesgando su vida para salvar la idea que Merlyn tenía de la película. Sintió ganas de llamar a Merlyn y hacerle enfrentarse con Wartberg y Wagon, para que combatiese él personalmente; pero sabía que Merlyn se limitaría a callarse y a retirarse de la película. Merlyn no tenía fe como la tenía él, Malomar. No sentía el amor que sentía él por el cine y por lo que el cine podía lograr.

En fin. Al diablo con todo, pensó Malomar. Haría la película a su modo y sería buena y Merlyn sería feliz, y cuando la película diese dinero, los de los estudios se sentirían felices también y si intentaban retirarle parte de su porcentaje por pasarse del presupuesto, se iría con su empresa de producción a otra parte.

Cuando el coche se detuvo, Malomar sintió la emoción que sentía siempre. La emoción del artista que va a su trabajo sabiendo que va a hacer algo bello.

Trabajó con sus ayudantes durante casi siete horas, y cuando el coche le dejó en su casa era casi medianoche. Tan cansado estaba que se fue directamente a la cama, casi gruñendo de cansancio. El dolor del pecho llegó y se extendió por la espalda, pero al cabo de unos minutos desapareció y él se quedó tumbado muy quieto, intentando dormir. Estaba contento. Había sido un buen día de trabajo. Había rechazado a los tiburones y había trabajado.

A Malomar le encantaba sentarse en la sala de montaje con los editores y el director. Le encantaba sentarse en la oscuridad y tomar decisiones sobre lo que había de hacerse con las pequeñas y temblequeantes imágenes. Como Dios, les daba una especie de alma. Si eran «buenas» las hacía físicamente hermosas diciéndole al editor que cortase una imagen poco halagüeña para que una nariz no fuese demasiado huesuda, o un rictus demasiado amargo. Podía conseguir que los ojos de la heroína pareciesen más de gacela con una toma mejor iluminada, sus gestos más graciosos y conmovedores. No enviaba al bueno a las profundidades de la desesperación y la derrota. Era más misericordioso.

Por otra parte, vigilaba de cerca a los malvados. ¿Llevaban la corbata adecuada y la chaqueta que realzase su maldad? ¿Sonreían con demasiada confianza? ¿Eran demasiado decentes los rasgos de sus rostros? Borraba esa imagen con la máquina. Sobre todo, se negaba a permitirles ser aburridos. El malvado tenía que ser interesante. En su sala de montaje, Malomar no se perdía detalle. El mundo que creaba debía tener una lógica racional, y cuando terminaba con aquel mundo concreto, normalmente se alegraba de haber visto que existía.

Malomar había creado cientos de mundos así. Vivían en su cerebro eternamente y siempre, lo mismo que las incontables galaxias de Dios, deben existir en la mente de éste. Y la hazaña de Malomar era para él igual de asombrosa. Pero era distinto cuando dejaba la sala de montaje a oscuras y salía al mundo carente de sentido creado por Dios.

Malomar había sufrido tres ataques al corazón en los últimos años. Según el médico, por exceso de trabajo. Pero Malomar siempre tenía la sensación de que Dios se encontraba en la sala de montaje. Él, Malomar, era el último hombre que podía tener un ataque al corazón. ¿Quién supervisaría todos aquellos mundos que había que crear? Y por eso se cuidaba tanto. Comía sobria y correctamente. Hacía ejercicio. Bebía poco. Fornicaba con regularidad pero sin excesos. Nunca se drogaba. Aún era joven, guapo, parecía un héroe. Y procuraba portarse bien, o todo lo bien que era posible en el mundo que Dios estaba filmando. En la sala de montaje de Malomar, un personaje como él jamás moriría de un ataque al corazón. El editor cortaría el argumento, el productor pediría que se modificase el guión. Él pediría ayuda a los directores y a todos los actores. A un hombre así, no se le podía dejar perecer.

Pero Malomar no podía atajar los dolores del pecho. Y muchas veces de noche, muy tarde, en aquella casa inmensa que tenía, tomaba píldoras contra la angina de pecho. Y luego se tumbaba en la cama petrificado de miedo. En las noches en que realmente se sentía mal llamaba a su médico de cabecera. El médico llegaba y se pasaba con él toda la noche. Le examinaba, le tranquilizaba, le cogía la mano hasta el amanecer. El médico nunca se negaba a esto porque Malomar había escrito el guión de la vida del médico. Malomar le había dado acceso a hermosas actrices para que pudiera convertirse en su médico y a veces en su amante. En tiempos pasados, cuando Malomar se permitía más actividad sexual, antes de su primer ataque al corazón, cuando su inmensa casa estaba llena de huéspedes durante toda la noche, de aspirantes a estrellas y modelos de alta costura, el médico le acompañaba a cenar y los dos probaban juntos el surtido de mujeres preparado para la velada.

Y aquella noche, Malomar, solo en la cama, en su casa, llamó por teléfono al médico. El médico llegó y le examinó y le aseguró que los dolores desaparecerían. No había ningún peligro. No tenía más que ir quedándose dormido. El médico le llevó agua para que tomara sus pastillas para el corazón y tranquilizantes. Le tanteó el corazón con el estetoscopio. Estaba intacto. No iba a hacerse pedazos como creía Malomar. Y al cabo de unas horas, sintiéndose más cómodo, Malomar dijo al médico que podía irse a casa.

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