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Una de las cosas que nunca le confesé a Janelle fue que mis celos no eran meramente románticos, sino pragmáticos. Investigué la literatura de las novelas románticas, pero en ninguna novela pude ver que se admitiera que una de las razones de que un hombre casado desee que su amante le sea fiel es que teme atrapar una blenorragia, o algo peor, y transmitírselo a su esposa. Supongo que una de las razones de que no pudiera confesarse tal cosa a la amante es que el hombre casado miente normalmente y dice que ya no duerme con su mujer. Y como aún se acuesta con su mujer, si la contagiase, si es un ser humano, tendría que decírselo a las dos. Está clavado en el cuerno doble de la culpa.

Así pues, una noche le hablé a Janelle de esto. Ella me miró ceñuda y dijo:

– ¿Y si te contagia tu mujer y tú me contagias a mí? ¿O no crees posible tal cosa?

Jugábamos nuestro juego habitual de pelearnos, sin pelear en realidad. Era en el fondo un duelo de ingenio en el que estaban permitidos el humor y la verdad, e incluso cierta crueldad, aunque no la brutalidad.

– Por supuesto -dije-. Pero hay menos posibilidades. Mi mujer es una católica bastante estricta. Es virtuosa.

Alcé la mano para silenciar la protesta de Janelle y seguí:

– Y es más vieja que tú, y no tan guapa, y tiene menos oportunidades.

Janelle se suavizó un poco. Cualquier halago a su belleza podía suavizarla.

Luego dije, con una sonrisilla:

– Pero tienes razón. Si mi mujer me contagiase y yo te contagiase a ti, no me sentiría culpable. Eso estaría muy bien. Sería una especie de justicia, puesto que tú y yo delinquimos juntos.

Janelle no pudo aguantar más. Casi dio un salto.

– No puedo creer que hayas dicho una cosa así. Me parece increíble. Quizás yo esté cometiendo un delito -dijo-, pero tú eres sencillamente un cobarde.

Otra noche, a primeras horas de la madrugada, cuando como siempre no podíamos dormir por lo excitados que estábamos después de haber hecho el amor un par de veces y haber bebido una botella de vino, se puso tan pesada e insistió tanto que le hablé de cuando era niño en el hospicio.

De niño yo utilizaba los libros como magia. En el dormitorio, en plena noche, separado y solo, una soledad como no he vuelto a sentir desde entonces, podía huir y escapar leyendo y tejía luego fantasías propias. Los libros que más me gustaban a aquella primera edad de los diez, once y doce años, eran las leyendas románticas de Roldan, Carlomagno, el Oeste norteamericano, y sobre todo el rey Arturo y su Tabla Redonda, y sus bravos caballeros Lancelote y Galahad. Pero sobre todos prefería a Merlin porque me identificaba con él. Y luego tejía mis fantasías, mi hermano Artie era el rey Arturo y eso estaba bien, porque Artie tenía toda la nobleza y la honradez del rey Arturo, la honestidad y la fidelidad de propósito, el amor capaz de perdonar que no poseía yo. De niño, en mis fantasías, me imaginaba astuto y previsor y estaba absolutamente convencido de que regiría mi propia vida por una especie de magia. Y por eso me gustaba el mago del rey Arturo, Merlin, que había vivido el pasado, podía prever el futuro y era inmortal y lo sabía todo.

Por entonces ideé el truco de trasladarme concretamente yo mismo del presente al futuro. Lo usé toda mi vida. De niño, en el hospicio, me convertía en un joven con amistades cultas e inteligentes. Podía ponerme a vivir en un lujoso apartamento y en el sofá de aquel apartamento hacer el amor con una mujer hermosa y apasionada.

Durante la guerra, en guardias tediosas o patrullando, me proyectaba en el futuro, a cuando fuese de permiso a París y comiese bien y me acostase con exuberantes putas. Bajo el fuego artillero podía desaparecer mágicamente y verme descansando en los bosques junto a un arroyo rumoroso, leyendo un libro querido.

Resultaba, resultaba de veras. Yo desaparecía mágicamente. Y me acordaba más tarde, cuando estaba haciendo de verdad aquellas cosas magníficas, recordaba los tiempos terribles y era como si hubiese escapado de ellos por completo, como si nunca hubiese sufrido, como si fuesen sólo sueños.

Recuerdo mi conmoción y mi asombro cuando Merlin le dice al rey Arturo que ha de gobernar sin su ayuda porque él, Merlin, estará preso en una cueva por obra de una joven hechicera a la que ha enseñado todos sus secretos. Como el rey Arturo, yo preguntaba por qué. ¿Por qué Merlin enseñaría a una joven toda su magia, así sencillamente, para que pudiese convertirle en prisionero suyo, y por qué decía tan contento que iba a dormir mil años en una cueva, sabiendo cuál había de ser el trágico final de su rey? Yo no podía entenderlo. Sin embargo, al hacerme mayor, tenía la sensación de que también yo podría hacer lo mismo. Todo gran héroe, había aprendido, debe tener una debilidad, y ésa sería la mía.

Había leído muchas versiones diferentes de la leyenda del rey Arturo, y en una había visto un dibujo de Merlin en que aparecía como un hombre de larga barba gris con un sombrero cónico tachonado de estrellas y signos del Zodíaco. En el taller del hospicio me hice un sombrero así y me lo ponía y lo llevaba. Me gustaba mucho aquel sombrero. Hasta que un día, uno de los chicos me lo robó, y no volví a verlo, y nunca me hice otro. Había utilizado aquel sombrero para sembrar conjuros mágicos a mi alrededor, para llegar a ser el héroe que había de ser; por las aventuras que correría, las grandes hazañas que ejecutaría y la felicidad que hallaría. Pero, en realidad, el sombrero no era necesario. De cualquier modo, las fantasías se tejían solas. Mi vida en aquel hospicio parece un sueño. Yo nunca estuve allí. Yo era realmente Merlin a los diez años. Era un mago, y nada podría herirme nunca.

Janelle me miraba con una sonrisilla.

– Te crees que eres Merlin, ¿verdad? -dijo.

– Un poquito -dije.

Volvió a sonreír, sin decir nada. Bebimos un poco de vino, y luego dijo de pronto:

– Sabes, a veces soy un poco retorcida, y me da miedo, de veras, serlo contigo. Dime, ¿qué te parece si hacemos una cosa? Verás, uno de nosotros inmoviliza al otro y luego hace el amor con el que está inmovilizado. ¿Qué te parece? Déjame que te inmovilice y entonces haré el amor contigo y tú estarás en mis manos. Es muy divertido, verás.

Me sorprendió porque habíamos probado a hacer cosas raras antes y habíamos fracasado. Una cosa sabía yo: nadie me ataría nunca. Así que se lo dije:

– De acuerdo, yo te ataré a ti, pero tú no me atarás a mí.

– Eso no es justo -dijo Janelle-. Eso no es jugar limpio.

– Me importa un carajo -dije-. A mí nadie me ata. ¿Cómo sé que cuando me hayas atado no te vas a dedicar a ponerme cerillas encendidas en los pies o a clavarme un alfiler en un ojo? Quizás después lo lamentes, pero de nada servirá.

– Vamos, no seas tonto. Sería una atadura simbólica. Te ataría con un pañuelo. Podrías desatarte en cuanto quisieras. Sería como un hilo. Tú eres escritor, sabes lo que significa «simbólico».

– No -dije.

Se echó en la cama, sonriéndome, con mucha frialdad.

– Y tú te crees Merlin -dijo-. ¿Pensaste que me ibas a dar lástima tú, pobrecito, en el orfanato imaginándote Merlin? Eres el mayor hijoputa que he conocido y acabo de demostrártelo. Nunca dejarás que una mujer te hechice ni te meta en una cueva o te ate los brazos con un pañuelo. No eres ningún Merlin, Merlyn.

Yo no había visto venir aquello, desde luego, pero tenía una respuesta para ello, una respuesta que no podía darle. Que una hechicera menos habilidosa se le había adelantado. Yo estaba casado, ¿no?

Al día siguiente, tenía que entrevistarme con Doran y éste me dijo que las negociaciones del nuevo guión tardarían un tiempo. El nuevo director, Simon Bellford, estaba intentando sacar mayor porcentaje. Luego, Doran añadió, tanteando:

– ¿Podrías considerar tú la posibilidad de cederle a él parte de tu porcentaje?

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