– No, no lo es -dije yo.
Esto la enfureció. Empezó a gritarme. Su voz sonaba como el graznido de un pato.
Iba a ser una noche larga. Suspiré y estiré el brazo para coger un cigarrillo. Es muy difícil encender un cigarrillo cuando una chica guapa está de pie de modo que su coño te queda encima de la boca. Pero lo conseguí, y el cuadro era tan divertido que ella se echó en la cama de espaldas riendo a carcajadas.
– Tienes razón -dije-. Pero ya conoces las discusiones prácticas sobre la fidelidad de las mujeres. Te conté aquello de que las mujeres no saben casi nunca que tienen una enfermedad venérea. Y lo de que las cogen más fácilmente. Recuerda: cuantos más tipos distintos tengan relaciones contigo, más posibilidades tienes de contraer un cáncer uterino.
Janelle se echó a reír.
– Mentiroso -dijo.
– No es broma -dije yo-. Todos los viejos tabúes tienen una base práctica.
– Cabrones -dijo Janelle-. Los hombres sois unos cabrones con suerte.
– Así son las cosas -dije yo, burlón-. Y cuando empezaste a gritar, parecías el pato Donald.
Me pegó con un almohadón y eso fue la excusa para agarrarla y abrazarla, y nos acariciamos e hicimos el amor.
Después, como fumábamos un cigarrillo a medias, dijo:
– Pero tengo razón, sabes. Los hombres no son justos. Las mujeres tienen todos los derechos a tener tantas relaciones sexuales como deseen. Ahora en serio, ¿no es verdad eso?
– Sí -dije exactamente tan serio como ella y más. Hablaba en serio. Intelectualmente, sabía que tenía razón. Ella se apretó contra mí.
– Por eso te quiero -dijo-. Tú entiendes de verdad. Incluso en tus peores extremos machistas. Cuando llegue la revolución, te salvaré la vida. Diré que fuiste un buen macho, aunque equivocado.
– Muchísimas gracias -dije.
Apagó la luz y luego el cigarrillo. Después, muy pensativa, dijo:
– En realidad, tú no me quieres menos porque me acueste con otros, ¿verdad?
– No -dije.
– ¿Sabes que te quiero real y verdaderamente?
– Sí -dije yo.
– Y no crees que sea una puta por hacerlo, ¿verdad? -dijo Janelle.
– Ni mucho menos -dije-. Vamos a dormir.
Extendí el brazo para cogerla, pero ella se apartó un poco.
– ¿Por qué no dejas a tu mujer y te casas conmigo? ¡Dime la verdad!
– Porque así tengo las dos cosas -dije.
– Cabrón -me dio un golpe en las bolas con un dedo.
Me hizo daño.
– Dios mío -dije-. Sólo porque estoy locamente enamorado de ti, sólo porque me gusta hablar contigo más que con nadie, sólo porque me gusta joder contigo más que con nadie, ¿por qué demonios tienes que ponerte a pensar en que abandone a mi mujer por ti?
Ella no sabía si yo hablaba en serio o no. Decidió que estaba bromeando. Era una suposición peligrosa.
– Hablaba en serio -dijo-. Quiero saberlo de verdad. ¿Por qué sigues casado con tu mujer? Dame sólo una buena razón.
Me enrollé en una bolsa protectora antes de contestar:
– Porque no es una puta -dije.
Una mañana, llevé a Janelle en el coche a los estudios de la Paramount, donde tenía un día de trabajo rodando un pequeño papel en una de las grandes películas de la empresa.
Llegamos temprano, así que dimos un paseo por lo que para mí era una reproducción asombrosamente exacta de un pueblecito. Tenía incluso un falso horizonte, una plancha metálica que se alzaba hacia el cielo y que me engañó momentáneamente. Las fachadas falsas eran tan reales que cuando pasamos ante ellas no pude resistir la tentación de abrir la puerta de una librería, casi esperando ver las mesas y las estanterías familiares cubiertas de libros de brillantes y atractivas portadas. Al abrir la puerta, tras el quicio, sólo había hierba y arena.
Janelle se echó a reír mientras seguíamos caminando. Había una ventana llena de frascos de medicina y fármacos del siglo XIX. La abrimos y vimos de nuevo la hierba y la arena al otro lado. Mientras seguíamos caminando, yo seguía abriendo puertas y Janelle ya no se reía. Sólo sonreía. Por fin, llegamos a un restaurante que tenía una especie de dosel que daba a la calle y bajo él había un hombre barriendo. Y, por alguna razón, el hombre que barría me engañó realmente. Pensé que habíamos abandonado ya los decorados y entrado en la zona de servicios de la Paramount. Vi un menú en el escaparate y pregunté al que barría si ya estaba abierto el restaurante. Tenía una cara gomosa de viejo actor. Me miró de reojo. Esbozó una gran sonrisa, y luego pestañeó.
– ¿Habla en serio? -dijo.
Fui a la puerta del restaurante, la abrí y me quedé atónito, realmente sorprendido al ver de nuevo hierba y arena. Cerré la puerta y miré la cara de aquel individuo. Había en ella una alegría casi maníaca, como si él hubiese dispuesto aquella trampa para mí. Como si fuese alguna especie de Dios y yo le hubiese preguntado: «¿La vida es de verdad?» Y me hubiese contestado: «¿Lo dice en serio?»
Acompañé a Janelle hasta el plató donde rodaba y me dijo:
– Es evidente que son decorados. ¿Cómo pudieron despistarte?
– No me despistaron -dije.
– Pero sin duda esperabas que fuesen reales -dijo Janelle-. Observé tu expresión cuando abrías la puerta. Y sé que el restaurante te engañó.
Me tiró del brazo bromeando.
– No se te puede dejar solo -dijo-. Eres tan tonto.
Y tuve que darle la razón. Pero no era que yo lo creyese. No lo creía realmente. Lo que me molestaba era que yo había querido creer que había algo detrás de aquellas puertas. Que yo no podía aceptar el hecho obvio de que detrás de aquellos decorados no hubiese nada. Que yo pensaba realmente que era un mago, que cuando abriese aquellas puertas, aparecerían habitaciones reales y puertas reales. Incluso el restaurante. Y antes de abrir la puerta, vi mentalmente manteles rojos y botellas de vino y gente de pie esperando en silencio para sentarse. Y de verdad me sorprendió ver que no había nada.
Comprendí que era una especie de aberración lo que me había impulsado a abrir aquellas puertas, y sin embargo lo había hecho. No me importaba el que Janelle se riera de mí y tampoco me importaba lo de aquel viejo actor. Demonios, había querido cerciorarme, si no hubiese abierto aquellas puertas nunca habría estado seguro del todo.
42
Osano vino a Los Angeles para un asunto relacionado con una película y me llamó para invitarme a cenar. Llevé a Janelle porque estaba deseando conocerle. Cuando terminamos de cenar y estábamos tomando café, Janelle intentó hacerme hablar de mi mujer. Yo procuré eludir el asunto.
– Nunca hablas de eso, ¿eh? -dijo.
No contesté. Siguió insistiendo. Estaba un poco achispada por el vino y algo incómoda por el hecho de que hubiese traído a Osano conmigo. Se enfadó.
– Nunca hablas de tu mujer porque te parece deshonroso.
Seguí sin decir nada.
– Aún tienes una buena opinión de ti mismo, ¿verdad? -dijo. Su cólera era ya una furia fría.
Osano sonreía levemente, y para suavizar las cosas representó el papel de escritor famoso y brillante, exagerándolo un poco.
– Tampoco habla nunca de que es huérfano -dijo-. En realidad, todos los adultos son huérfanos. Todos perdemos a nuestros padres al hacernos adultos.
Esto interesó inmediatamente a Janelle. Me había dicho que admiraba la inteligencia y los libros de Osano.
– Eso me parece muy inteligente -dijo-. Y es verdad.
– Es un cuento -dije yo-. Si queréis utilizar un lenguaje para comunicaros, no tergiverséis el sentido de las palabras. Un huérfano es un niño que se cría sin padres y muchas veces sin ninguna relación con ningún otro pariente en el mundo. Un adulto no es un huérfano. Es un pijotero que ya no sabe cómo utilizar a sus padres porque son un fastidio y ya no los necesita.
Hubo un embarazoso silencio y luego Osano dijo:
– Tienes razón, pero sucede también que no quieres compartir tu posición especial con todo el mundo.