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– Llama al servicio de habitaciones y que nos suban algo de comer.

Al mismo tiempo que comían vieron las cintas de la mesa que perdía. Cully no pudo disfrutar de la comida, tan atento estaba a las imágenes. Pero Gronevelt parecía no mirar apenas a la pantalla. Comió tranquila y lentamente, apurando la media botella de tinto que le trajeron con la carne. De pronto, la filmación se paró. Gronevelt había pulsado el botón de su cuadro de mandos.

– ¿No lo viste? -preguntó.

– No -dijo Cully.

– Te daré una pista -dijo Gronevelt-. El jefe de sector no tiene nada que ver. El culpable es el superintendente de sección. Uno de los talladores de la mesa es inocente, pero no los otros dos. Todo ocurre cuanto termina el espectáculo. Otra cosa: los talladores culpables dan muchas fichas rojas de cinco dólares de cambio o como pago. Muchas veces, cuando podrían dar fichas de veinticinco dólares. ¿Lo ves ahora?

Cully movió la cabeza.

– Ahora lo verás.

Gronevelt se echó hacia atrás y encendió por fin uno de sus habanos. Sólo le permitían uno al día y siempre lo fumaba después de cenar cuando podía.

– No lo veías porque era demasiado simple -dijo.

Gronevelt llamó abajo, al encargado del casino. Luego puso de nuevo la videocinta enfocando la mesa sospechosa del veintiuno en acción. En la pantalla, Cully vio al encargado del casino situarse detrás del tallador. El encargado del casino iba flanqueado por dos agentes de seguridad vestidos de paisano, no por guardias armados.

En la pantalla, el encargado del casino metió la mano en las bandejas de dinero del tallador y cogió una pila de fichas rojas de cinco dólares. Gronevelt apagó la pantalla.

Diez minutos después, el encargado del casino entró en la suite. Dejó una pila de fichas de cinco dólares en la mesa de Gronevelt. Ante la sorpresa de Cully, el montón de fichas no se desmoronó.

– Tenías razón -dijo el encargado del casino a Gronevelt.

Cully cogió el cilindro rojo. Parecía un montón de fichas de cinco dólares, pero en realidad era un cilindro en forma de fichas de cinco dólares con un hueco en el centro. Al fondo, la base se movía hacia el interior sobre muelles. Cully anduvo hurgando en la base y consiguió sacarla con las tijeras que le pasó Gronevelt. El cilindro hueco y rojo, que parecía una pila de fichas rojas de cinco dólares, contenía cinco fichas negras de cien dólares.

– Fíjate cómo funcionan -dijo Gronevelt-. Un tipo llega, se incorpora al juego, entrega esta pila de cinco y le dan cambio. El tallador la coloca en la ranura frente a las fichas de cien, aprieta y el canutillo se traga las fichas de cien. Poco después, le da cambio al mismo tipo y le larga quinientos dólares. Dos veces por noche, son mil pavos diarios libres de impuestos. ¡Y se hacen ricos en la sombra!

– Demonios -dijo Cully-. Nunca acabo de controlar a esta gente.

– No te preocupes por eso -dijo Gronevelt-. Tú vete a Nueva York, ayuda a tu amigo y resuelve nuestros asuntos allí. Tendrás que entregar algún dinero, así que pasa a verme una hora antes de coger el avión. Y luego, cuando vuelvas, tengo buenas noticias para ti. Por fin vas a moverte un poco, vas a conocer a gente importante.

Cully se echó a reír.

– ¿No fui capaz de localizar a esos tramposos de la mesa del veintiuno y van a ascenderme?

– Claro -dijo Gronevelt-. Sólo necesitas un poco más de experiencia y un corazón más duro.

18

En el avión nocturno a Nueva York, Cully se sentó en la sección de primera clase, bebiendo soda sola. Llevaba sobre las rodillas una cartera metálica revestida de cuero y equipada con un complicado sistema de cierre. Mientras Cully tuviese la cartera, nada podría pasarle al millón de dólares que contenía. Él, por su parte, no podía abrirla.

En Las Vegas, Gronevelt había contado el dinero en presencia de Cully, llenando la cartera antes de cerrarla y de entregársela. La gente de Nueva York nunca sabía cómo ni cuándo llegaba el dinero. Sólo Gronevelt decidía. Pero, aun así, Cully estaba nervioso. Sujetando la cartera a su lado, pensaba en los últimos años. Había recorrido un largo camino, había aprendido mucho e iría más allá y aprendería más. Pero sabía que estaba llevando una vida peligrosa, que estaba jugando fuerte.

¿Por qué le había escogido Gronevelt? ¿Qué había visto en él? ¿Qué tenía previsto? Cully Cross, con la cartera metálica sobre el regazo, intentaba adivinar su destino. Lo mismo que había contabilizado las cartas del zapato del veintiuno, igual que había esperado que la fuerza fluyese de su vigoroso brazo derecho para lanzar innumerables pases con los dados, utilizaba ahora todo el poder de su memoria y de su intuición para leer lo que añadía cada azar de su vida y lo que pudiese quedar en el pasado.

Gronevelt había empezado a convertir a Cully en su brazo derecho casi cuatro años atrás. Cully había sido ya espía suyo en el Hotel Xanadú mucho antes de que llegasen Merlyn y Jordan, y había hecho bien su trabajo. Gronevelt se sintió algo desilusionado con él al ver que se hacía amigo de Merlyn y Jordan y se enfadó cuando Cully se puso de lado de Jordan en la ya famosa noche de la mesa de bacarrá. Cully pensó que su carrera había terminado, pero, incomprensiblemente, después del incidente Gronevelt pasó a darle trabajo en serio. A veces Cully se preguntaba por qué.

Durante el primer año, Gronevelt hizo a Cully tallador del veintiuno, lo cual parecía un magnífico medio de empezar una carrera como brazo derecho. Cully sospechaba que se utilizarían de nuevo sus servicios como espía. Pero Gronevelt tenía un objetivo más concreto. Había elegido a Cully como primer peón en la operación de evasión fiscal del hotel.

Gronevelt pensaba que los propietarios de hoteles que evadían dinero en los departamentos de contabilidad de los casinos eran imbéciles, que tarde o temprano el FBI les cazaría. Era un sistema demasiado obvio. Los propietarios o sus representantes se reunían allí en persona y cada uno cogía un paquete de dinero antes de informar a la comisión de juego de Nevada. Esto a Gronevelt le parecía una estupidez. Sobre todo cuando había cinco o seis propietarios que se ponían a discutir sobre las cantidades. Gronevelt había creado lo que en su opinión era un sistema muy superior. O al menos eso le dijo a Cully.

Él sabía que Cully era un «mecánico». No un mecánico de altos vuelos, sino uno que fácilmente podía dar segundas. Es decir, Cully podía reservarse la carta de arriba y dar la segunda carta. Y así, una hora antes de su turno de medianoche a la mañana, Cully se pasaba por la suite de Gronevelt y recibía instrucciones. A determinada hora, a la una o a las cuatro, un jugador del veintiuno, vestido con un traje de determinado color, haría cierto número de apuestas seguidas, empezando con una de cien dólares, siguiendo con una de quinientos y haciendo luego una de veinticinco. Eso identificaría al cliente privilegiado que ganaría diez o veinte mil dólares en unas horas de juego. El individuo jugaría con las cartas boca arriba, lo cual no era insólito entre los grandes jugadores de veintiuno. Al ver la mano del jugador, Cully podría reservarle una buena carta dando segundas al resto. Cully no sabía cómo volvía por fin el dinero a Gronevelt y a sus socios. Él se limitaba a hacer su trabajo sin preguntar nada. Y nunca abrió la boca.

Pero, igual como podía contabilizar todas las cartas del zapato, también seguía fácilmente el rastro de las ganancias de estos jugadores manufacturados, y al cabo del año calculaba que había perdido como media unos diez mil dólares por semana frente a aquellos jugadores de Gronevelt. En el año que trabajó como tallador, pudo saber con bastante precisión la cifra exacta. Rondaba el medio millón de dólares, diez grandes más o menos. Una magnífica cifra, sin tener que pagar impuestos y sin tener que repartir con los accionistas oficiales del hotel y del casino. Gronevelt burlaba también a algunos de sus socios.

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