Sinceramente, Kellino.»
– De nada servirá -dijo Malomar.
– Puede -dijo Houlinan.
– Tendrás que ir detrás de ella y tirártela -dijo Malomar-. Y es demasiado lista para que puedas engatusarla.
– La admiro realmente -dijo Kellino-. De verdad me gustaría aprender de ella.
– No te preocupes por eso -casi le gritó Houlinan-. Tíratela. Dios mío. Ésa es la solución. Jódela bien jodida.
De pronto, a Malomar los dos le parecieron insoportables.
– No lo hagas en mi oficina -dijo-. Salid de aquí y dejadme trabajar.
Se fueron. No se molestó en acompañarles a la puerta.
A la mañana siguiente, en el circuito especial de oficinas de los estudios TriCultura, Houlinan estaba haciendo lo que más le gustaba. Estaba preparando declaraciones de prensa que harían que uno de sus clientes pareciera Dios. Había consultado el contrato de Kellino para cerciorarse de que tenía autoridad legal para hacer lo que tenía que hacer, y luego escribió:
ESTUDIOS TRICULTURA & MALOMAR FILMS
PRESENTAN
UNA PRODUCCIÓN MALOMAR KELLINO
PROTAGONIZADA POR
UGO KELLINO
FAY MEADOWS
EN UNA PELÍCULA DE UGO KELLINO
"JOYRIDE"
DIRIGIDA POR BERNARD MALOMAR
Luego garrapateó unos cuantos nombres en letras muy pequeñas para indicar que debían imprimirse en tipos pequeños. Luego puso: «Productores ejecutivos: Ugo Kellino y Hagan Cord». Luego: «Producción de Malomar y Kellino». Y luego, con letras mucho más pequeñas: «Guión de John Merlyn, basado en la novela de John Merlyn».
Se hundió en su asiento y admiró su obra. Llamó a su secretaria para que lo pasara a máquina y luego le pidió que trajese el archivo necrológico de Kellino.
Le encantaba mirar aquel archivo. En él se enumeraban las operaciones que habrían de efectuarse a la muerte de Kellino. Él y Kellino habían trabajado un mes en Palm Springs perfeccionando el plan. No era que Kellino esperara morir pronto, sino que quería cerciorarse de que cuando lo hiciera, todo el mundo supiera que había sido un gran hombre. Había una gruesa carpeta con los nombres de todas las personas a quienes conocía en el negocio del espectáculo y a las que habría de pedirse un comentario sobre su muerte. Había un plan completo sobre el tributo televisivo. Un especial de dos horas.
Se pediría la aparición de todos los astros del cine amigos suyos. En otra carpeta había recortes de prensa concretos y fotos de Kellino en sus mejores papeles que se exhibirían en aquel programa especial. Había una foto en la que aparecía recogiendo sus dos premios de la Academia como actor. Había escrito un breve cuadro cómico en el que sus amigos se burlaban de sus aspiraciones de convertirse en director.
Había una lista de todas las personas a las que Kellino había ayudado para que pudiesen explicar pequeñas anécdotas de cómo Kellino les había rescatado de las profundidades de la desesperación a condición de que no se lo dijesen a nadie.
Había una nota sobre las ex esposas a las que habría que pedirles un comentario y aquellas otras a las que no. Había planes para una esposa concreta: sacarla del país en avión, llevarla a hacer un safari a África el día que muriese Kellino, de modo que los informadores no pudiesen ponerse en contacto con ella. Había un ex presidente de Estados Unidos que había aportado ya su comentario.
En el archivo había una carta reciente de Clara Ford pidiéndole una contribución al obituario de Kellino. Estaba escrita en papel impreso del Times de Los Angeles, y era legítima, pero estaba inspirada por Houlinan. Había obtenido su copia de la respuesta de Clara Ford, pero nunca se la había enseñado a Kellino. La leyó otra vez:
«Kellino es un actor de grandes dotes que ha hecho interpretaciones maravillosas en algunas películas, y es una lástima que muriese demasiado pronto para alcanzar la grandeza que podría haber desplegado en el papel adecuado y con la dirección adecuada.»
Cada vez que leía aquella carta, Houlinan tenía que tomar otro trago. No sabía a quién odiaba más, si a Clara Ford o a John Merlyn. Houlinan odiaba a los escritores engreídos nada más verlos, y Merlyn era uno de ellos. ¿Quién diablos era aquel hijo de puta para no poder esperar a que le sacaran una foto con Kellino? Pero a él al menos podría controlarle. Ford quedaba fuera de su alcance. Intentó conseguir que la echasen organizando una campaña de correspondencia contra ella a través de admiradores, utilizando toda la presión de los estudios TriCultura, pero ella era sencillamente demasiado poderosa. Esperaba que Kellino tuviese mejor suerte; pronto lo sabría. Kellino había estado viéndola. La había invitado a cenar la noche anterior y estaba seguro de que le llamaría y le informaría de cuanto hubiese pasado.
28
En mis primeras semanas en Hollywood empecé a considerar aquello como la Tierra de los Empidos. Un concepto curioso, al menos para mí, aunque fuese un tanto despectivo.
El empido es un insecto. La hembra es caníbal, y el acto sexual despierta su apetito de tal modo que, en el último momento del éxtasis del macho, éste se encuentra de pronto sin cabeza.
Pero por uno de esos maravillosos procesos de la evolución, el macho aprendió a llevar un poquito de comida envuelto en una red tejida con sustancia de su propio cuerpo. Mientras la hembra criminal va quitando la red, la monta, copula y se larga.
Un empido macho más evolucionado pensó que lo único que tenía que hacer era tejer una red alrededor de una piedrecita o cualquier trocito de basura. En un gran salto evolutivo, el macho de esta especie se convirtió en productor de Hollywood. Cuando le expliqué esto a Malomar, hizo una mueca y me lanzó una mirada malévola. Luego se echó a reír.
– De acuerdo -dijo-. ¿Quieres que te arranquen la cabeza de un mordisco por un polvo?
Al principio, casi toda la gente que conocía me daba la sensación de que sería capaz de comer una oreja, un pie o un codo a cualquiera con tal de conseguir el éxito. Y, sin embargo, con el paso del tiempo, me asombró el apasionamiento de la gente dedicada al cine. Realmente lo amaban. Las redactoras, las secretarias, los contables, los cámaras, los publicistas, los técnicos, los actores y las actrices, los directores e incluso los productores. Todos decían «la película que yo hice». Todos se consideraban artistas. Me di cuenta de que los únicos relacionados con el cine que no hablaban así solían ser los guionistas. Esto quizás se debiese a que todo el mundo reescribía sus guiones. Todo el mundo aportaba su maldito grano de arena. Hasta la redactora se atrevía a cambiar una línea o dos, o la mujer de un actor que representara un papel maduro, a reescribir el papel de su marido; y él llegaba al día siguiente y decía que así era como creía él que debía ser. Naturalmente, las modificaciones hacían destacar el talento del actor olvidando el objetivo de la película. Para un escritor resultaba irritante. Todo el mundo quería su trabajo.
Pensé que hacer cine es una forma artística diletante en grado sumo, y esto de modo bastante inocente debido a lo poderoso que es el medio mismo. Utilizando una combinación de fotografías, trajes, música y un guión simple, gente que carecía por completo de talento podía crear auténticas obras de arte. Pero quizás aquello estuviese yendo demasiado lejos. Podían al menos producir algo lo bastante bueno como para darles a ellos mismos una sensación de importancia, cierto valor.
Las películas pueden proporcionarte gran placer y conmoverte emocionalmente. Pero te pueden enseñar muy poco. No podían sondear las profundidades de un personaje como podría hacerlo una novela. Ni enseñarte como podrían hacerlo los libros. Sólo podían hacerte sentir, y no hacerte entender la vida. El cine es tan mágico que puede dar cierto valor a casi todo. Para muchas personas podría ser una forma de droga, una cocaína inofensiva. Para otros podría ser una forma de valiosa terapia. ¿Quién no desea registrar su vida pasada o cosas del futuro en la forma en que querría que fuese, de modo de poder amarse a sí mismo?