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Estaban todos a punto de agotar sus fondos. Tendrían que irse pronto, salvo quizás Cully. Cully era en parte un gancho y en parte un espía. Intentaba siempre trabajarse a alguien para conseguir ventajas en los casinos. A veces, conseguía que un tallador de veintiuno fuese a medias con él contra la caja, un juego peligroso.

La chica, Diane, era en realidad una marginada. Trabajaba como señuelo de la casa y hacía un descanso de su mesa de bacarrá. Con ellos, porque ellos eran los tres únicos hombres de Las Vegas que se preocupaban por ella.

Hacía de señuelo o gancho, jugaba con dinero del casino, perdía y ganaba dinero del casino. No estaba sometida al destino sino al salario semanal fijo que el casino le pagaba. Su presencia era necesaria en la mesa de bacarrá sólo en horas de poco público, porque los jugadores se apartan de una mesa vacía. Diane era el papel atrapamoscas para las moscas. Vestía, en consecuencia, provocativamente. Tenía un largo pelo negro azabache que utilizaba como látigo, una boca plena y sensual y un cuerpo de largas piernas casi perfecto. El busto era pequeño, pero no desentonaba con lo demás. Y el jefe del sector de bacarrá daba su número de teléfono a los jugadores importantes. A veces el jefe o un ayudante le susurraban que a uno de los jugadores le gustaría verla en su habitación. Podía negarse, pero tenía que utilizar con mucho cuidado ese poder. El jefe le daba un vale especial de cincuenta o cien dólares que ella podía hacer efectivo en la caja del casino. Le resultaba insoportable hacerlo. Así que solía pagarle cinco dólares a una de las otras chicas que hacían de señuelo de la casa para que se lo hiciera efectivo. En cuanto Cully se enteró de esto, se hizo amigo de ella. Le gustaban las mujeres blandas, podía manipularlas.

Jordan, con una seña a la camarera, pidió otra ronda. Se sentía relajado. Ser tan afortunado y a hora tan temprana del día le hacía sentirse virtuoso. Como si algún extraño Dios le hubiese amado, le hubiese hallado bueno y le recompensase por los sacrificios que había ofrecido tantas veces al mundo que había dejado atrás. Y notaba además un sentimiento de camaradería hacia Cully y Merlyn.

Desayunaban juntos con frecuencia. Y siempre tomaban algo al final de la tarde, antes de empezar su gran jornada de juego que destruiría la noche. A veces tomaban algo a medianoche para celebrar una victoria, y lo pagaba el afortunado, que debía comprar además billetes de lotería para todos. Las tres últimas semanas se habían hecho amigos, aunque no tuviesen absolutamente nada en común y su amistad muriese con su ansia de juego. Pero de momento, aferrados aún a ella, sentían todos un extraño afecto mutuo. Un día de ganancias, Merlyn el Niño les había llevado a la sastrería del hotel y les había comprado las chaquetas Las Vegas Ganador azul y carmesí. Aquel día habían ganado los tres y desde entonces llevaban siempre, supersticiosamente, aquellas chaquetas.

Jordan había conocido a Diane la noche en que sufrió ésta la humillación más profunda, la misma noche en que conoció a Merlyn. Al día siguiente de conocerla, la había invitado a café en uno de sus descansos, y habían hablado pero él no había prestado atención a lo que decía ella. Diane percibió su falta de interés y se enfadó. No hubo, en consecuencia, ninguna continuación. Lo lamentó aquella noche solo en su habitación profusamente decorada, solo e incapaz de dormir. Tan incapaz de dormir como todas las noches.

El conjunto de jazz saldría en seguida, el salón del bar estaba llenándose. Jordan advirtió cómo le miraban al dar una ficha roja de cinco dólares a la camarera. Le consideraban generoso. Pero era simplemente que no quería molestarse calculando cuál debía ser la propina. Le divertía comprobar cómo habían cambiado sus valores. Había sido siempre meticuloso y justo pero jamás disparatadamente generoso. En otros tiempos, su sector del mundo era algo reglamentado y medido. Todo tenía su compensación. Pero, al final, no había resultado. Le desconcertaba ahora el absurdo de haber basado en otros tiempos su vida en tal razonamiento.

El conjunto de jazz se abría paso en la penumbra camino del escenario. Pronto tocarían demasiado fuerte para que se pudiese hablar, y ésa era siempre la señal para los tres hombres de que tenían que empezar a jugar en serio.

– Ésta es mi noche de suerte -dijo Cully-. Tengo trece pases en el brazo derecho.

Jordan sonrió. Siempre reaccionaba al entusiasmo de Cully. Jordan sólo le conocía por el nombre de Cully Cuenta Atrás, nombre que se había ganado en las mesas de veintiuno. A Jordan le agradaba Cully porque nunca paraba de hablar y su conversación raras veces exigía respuestas. Lo que le hacía necesario para el grupo, porque Jordan y Merlyn el Niño no hablaban gran cosa. Diane, la chica del bacarrá, sonreía mucho pero apenas hablaba tampoco.

La oscura, limpia y delicada cara de Cully brillaba confiada.

– Voy a tener el dado una hora -dijo-. Sacaré cien números sin ningún siete. Venid conmigo.

El conjunto de jazz lanzó sus floreos de apertura como para respaldar a Cully.

A Cully le encantaban los dados, aunque fuese sobre todo hábil para el veintiuno, juego en el que era capaz de hacer el cuenteo de todo el «zapato». A Jordan le encantaba el bacarrá porque no había en él ni habilidad ni cálculo alguno. A Merlyn le encantaba la ruleta porque para él era el juego más místico y más mágico. Pero Cully había proclamado su infalibilidad aquella noche en los dados y tendrían que jugar todos con él, compartir su suerte. Eran sus amigos, no podían darle mala suerte. Se levantaron camino del sector de los dados para apostar con Cully, y Cully iba flexionando su musculoso brazo izquierdo que mágicamente ocultaba trece pases.

Diane habló entonces por primera vez:

– Jordy tuvo una racha de suerte en el bacarrá. Quizás debiéramos apostar con él.

– No me pareces con suerte hoy -dijo Merlyn a Jordan.

Iba contra las reglas el que ella mencionase la suerte de Jordan a compañeros de juego. Podían pedirle un préstamo o él podía tener la sensación de que eso le daba mala suerte. Pero por entonces Diane conocía ya a Jordan lo bastante para percibir que a él no le preocupaba ninguna de las supersticiones habituales que inquietaban a los jugadores.

Cully Cuenta Atrás movió la cabeza.

– Tengo el presentimiento.

Agitó el brazo derecho, moviendo un dado imaginario.

Atronó la música; no podían ya oírse. Esto les expulsó de su santuario de oscuridad hacia el resplandeciente escenario que era el salón del casino. Había ahora muchos jugadores, pero podían moverse con fluidez por el salón. Diane, terminado su descanso, volvió a la mesa de bacarrá a apostar el dinero de la casa, a llenar espacio. Pero sin pasión. Como señuelo de la casa, ganando y perdiendo dinero de la casa, era aburridamente inmortal. Y así, caminaba mucho más lentamente que los demás.

Cully presidía la comitiva. Eran los Tres Mosqueteros con sus chaquetas deportivas Las Vegas Ganador azul y púrpura. Se sentía animoso y confiado. Merlyn le seguía casi tan animoso como él, su sangre de jugador hirviendo. Jordan caminaba más despacio, sus inmensas ganancias le hacían parecer más pesado que los otros dos. Cully intentaba localizar una mesa interesante. Uno de los indicios por los que se guiaba era si a la casa le quedaban pocas fichas. Por fin les condujo a una baranda abierta y los tres hicieron cola para que Cully cogiese el dado primero del recogedor. Hicieron pequeñas apuestas hasta que Cully tuvo por fin los cubos rojos en sus amorosas y rosadas manos.

El Niño puso veinte dólares. Jordan, doscientos. Cully Cuenta Atrás, cincuenta. Lanzó un seis. Todos respaldaron sus apuestas y compraron todos los números. Cully cogió los dados, apasionadamente seguro, y los arrojó con fuerza contra el extremo de la mesa. Contemplaron incrédulos el resultado. Era la peor de las catástrofes. Siete fuera. Barridos. Sin siquiera coger otro número. El Niño había perdido ciento cincuenta. Cully mil trescientos cincuenta. Jordan había tirado por el desagüe mil cuatrocientos dólares.

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