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El señor Hemsi se levantó y extendió la mano, inclinando su corpulenta estructura con grata solicitud.

– Ojalá mi hijo tuviese un amigo como usted.

Cully le sonrió, le estrechó la mano.

– No conozco a su hijo, pero su hermano es amigo mío. Irá a visitarme a Las Vegas a fin de mes. Pero no se preocupe, yo me ocuparé de él. No tendrá problemas.

Vio que Eli Hemsi le miraba calculadoramente. Sí, era el momento de contárselo todo.

– Ya que no puede usted ayudarme -dijo Cully-, tendré que proporcionarle a Merlyn un buen abogado. Supongo que el fiscal del distrito le habrá dicho que Merlyn se confesará culpable y obtendrá una condena condicional. Y se descubrirá todo el pastel, con lo que su hijo no sólo obtendrá inmunidad sino que nunca tendrá que volver al ejército. Puede ser que suceda eso. Pero Merlyn no se declarará culpable. Habrá un juicio. Su hijo deberá comparecer ante un tribunal público. Y tendrá que declarar. Habrá mucha publicidad. Sé que eso a usted no le molesta, pero los periódicos querrán saber dónde está su hijo Paul y qué hace. Me da igual quién le haya prometido lo que le hayan prometido, su hijo tendrá que ir al ejército. La prensa presionará demasiado. Y luego, además de todo eso, usted y su hijo tendrán enemigos. Utilizando su propia frase: «Le haré a usted desgraciado el resto de su vida».

Una vez expuesta abiertamente la amenaza, Hemsi se retrepó en la silla y miró fijamente a Cully. Su rostro macizo y arrugado revelaba más tristeza que cólera. Así que Cully insistió:

– Usted tiene contactos. Hable con ellos y escuche sus consejos. Infórmese sobre mí. Dígales que trabajo para Gronevelt, del Hotel Xanadú. Si ellos están de acuerdo con usted y llaman a Gronevelt, nada podré hacer yo, pero estará en deuda con ellos.

– ¿Dice usted que todo irá bien si mi hijo hace lo que usted pide?

– Se lo garantizo -dijo Cully.

– ¿No tendrá que volver al ejército? -volvió a preguntar Hemsi.

– Le garantizo también eso -dijo Cully-. Tengo amigos en Washington, igual que usted. Pero mis amigos pueden hacer cosas que los suyos no pueden hacer. Aunque sólo fuese porque no pueden tener contactos con usted.

Eli Hemsi acompañó a Cully hasta la puerta.

– Gracias -dijo-. Muchísimas gracias. Tengo que pensar detenidamente todo lo que me ha dicho. Le tendré informado.

Volvieron a estrecharse la mano.

– Estoy en el Plaza -dijo Cully-. Y salgo para Las Vegas mañana por la mañana. Le agradecería que me dijese algo esta noche.

Pero fue Charlie Hemsi quien le llamó. Estaba borracho y muy contento.

– Cully, viejo cabrón. No sé cómo te las arreglaste, pero mi hermano me ha dicho que te diga que no habrá problema. Está totalmente de acuerdo contigo.

Cully se tranquilizó. Eli Hemsi había hecho sus llamadas telefónicas para comprobar. Gronevelt debía haber respaldado la operación. Sintió gran afecto y gratitud hacia Gronevelt.

– Eso está muy bien -le dijo a Charlie-. Te veré en Las Vegas a fin de mes, Charlie. Lo pasarás como nunca.

– No me lo perderé -dijo Charlie Hemsi-. Y no te olvides de esa bailarina.

– No me olvidaré -dijo Cully.

Tras esto, se vistió y salió a cenar. Llamó a Merlyn desde el teléfono automático del vestíbulo del restaurante.

– Todo está resuelto, no era más que un mal entendido. No te preocupes de nada, no habrá ningún problema.

La voz de Merlyn parecía muy lejana, remota, y no había en ella el agradecimiento que a Cully le hubiese gustado percibir.

– Gracias -dijo Merlyn-. Te veré pronto en Las Vegas. Y luego colgó.

22

Cully Cross me resolvió todos los problemas, pero el pobre Frank Alcore, pese a su patriotismo, fue procesado, condenado, retirado del servicio activo y expulsado del ejército y condenado a un año de cárcel. Una semana después, el comandante me llamó. No estaba enfadado conmigo, ni indignado; en realidad, sonreía burlón.

– No sé cómo lo hiciste, Merlyn -me dijo-. Pero conseguiste librarte. Te felicito. Y no me importa nada todo este asunto, es como un chiste. Deberían haber metido a aquellos chicos en la cárcel. Me alegro por ti, pero he recibido órdenes de controlar este asunto y de cerciorarme de que lo ocurrido no se repita. Te hablo como amigo. No quiero presionarte. Pero te aconsejo que dimitas de tu cargo en el gobierno. Inmediatamente.

Esto me sorprendió y me conmovió un poco. Creí que no tendría ya ningún problema y de pronto me veía sin trabajo. ¿Cómo demonios iba a pagar todas mis facturas? ¿Cómo iba a mantener a mi mujer y a mis hijos? ¿Cómo iba a pagar la hipoteca de la nueva casa de Long Island, a la que me iba a trasladar en unos meses?

Procuré mantenerme impasible cuando dije:

– El gran jurado me declaró inocente. ¿Por qué he de dimitir?

El comandante pareció leer el pensamiento. Recordé que Jordan y Cully se burlaban de mí en Las Vegas diciéndome que cualquiera podía darse cuenta de lo que yo pensaba. Porque el comandante me miraba con lástima mientras me decía:

– Te lo digo por tu propio bien. Los jefes pondrán a los servicios de investigación internos a investigar este asunto. El FBI seguirá husmeando. Y todos los chicos de la reserva querrán seguir utilizándote, intentarán que les hagas otros favores. Mantendrán la olla hirviendo. Pero si te vas, todo se olvidará en seguida. Los investigadores se cansarán y, al no tener nada que investigar, acabarán dejándolo.

Quería preguntarle sobre los otros civiles que habían estado aceptando sobornos, pero el comandante se me adelantó:

– Sé por lo menos de otros diez asesores como tú, administrativos de unidad, que van a dimitir. Algunos ya lo han hecho. Créeme, estoy de tu parte. Y además será mejor para ti. Estás perdiendo el tiempo en este trabajo. A tu edad, deberías haber conseguido algo mejor.

Asentí. Yo también pensaba lo mismo. Que no había aprovechado gran cosa mi vida hasta entonces. Tenía una novela publicada, pero estaba ganando cien pavos semanales de salario neto por mi trabajo como funcionario. Ganaba, claro, otros tres o cuatrocientos al mes con artículos que publicaba en las revistas; pero, una vez cerrada la mina de oro ilegal, tenía que moverme.

– De acuerdo -dije-. Escribiré una carta dando dos semanas de plazo.

El comandante asintió y me estrechó la mano.

– Tienes pendiente un permiso por enfermedad pagado. Utilízalo estas dos semanas y búscate otro trabajo. Te ayudaré. Sólo tendrás que venir un par de veces a la semana, para poner al día el papeleo -dijo.

Volví a mi mesa y escribí la carta de dimisión. Las cosas no estaban tan mal como parecía. Tenía por delante unos veinte días de vacaciones pagadas, que significaban unos cuatrocientos dólares. Tenía, según mis cálculos, unos mil quinientos dólares en mi fondo de la pensión del gobierno, que podría retirar, aunque perdiese mis derechos al retiro cuando tuviese sesenta y cinco años. Pero eso quedaba a más de treinta años de distancia. Podría morirme antes. Un total de dos grandes. Y luego estaba el dinero de los sobornos que me tenía guardado Cully en Las Vegas. Aquello eran treinta grandes. Por un instante, tuve una abrumadora sensación de pánico. ¿Y si Cully renegaba de mí y no me daba mi dinero? Nada podría hacer. Éramos buenos amigos, él me había ayudado a resolver mis problemas, pero no me hacía ilusiones respecto a Cully. Era un pandillero de Las Vegas. ¿Y si me decía que se quedaba con mi dinero por el favor que me había hecho? No podría discutírselo. Habría pagado con gusto aquel dinero para no ir a la cárcel. ¡Lo habría pagado sin duda, Dios mío!

Pero lo que más temía era tener que decirle a Valerie que me había quedado sin trabajo, y tener que explicárselo a su padre. El viejo empezaría a hacer preguntas y descubriría la verdad.

No se lo dije a Valerie aquella noche. Al día siguiente, salí del trabajo y fui a ver a Eddie Lancer a su trabajo. Se lo conté todo y él se quedó sentado allí moviendo la cabeza y riéndose. Cuando terminé, dijo, casi admirado:

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