– Sabes, voy de sorpresa en sorpresa. Creía que eras el tipo más honrado del mundo después de tu hermano Artie.
Le conté a Eddie Lancer lo de los sobornos, cómo me había convertido en un delincuente de tres al cuarto, y cómo esto me había hecho sentirme mejor psicológicamente. En cierto modo, había descargado así gran parte de la amargura que sentía. El rechazo de mi novela por el público, la monotonía de mi vida, su fracaso básico, el haber sido siempre, en realidad, desgraciado.
Lancer me miraba con una sonrisilla.
– Y yo que creía que eras el tipo menos neurótico que había conocido -dijo-. Un matrimonio feliz, hijos, una vida segura, un trabajo. Estás escribiendo otra novela. ¿Qué más quieres?
– Necesitaré un trabajo -le dije.
Eddie Lancer se lo pensó un momento. Curiosamente, yo no sentía el menor embarazo por acudir a él.
– Te diré de modo confidencial que me voy de aquí dentro de unos seis meses -dijo-. Pondrán a otro editor en mi lugar. Le diré a mi sucesor que te dé trabajo y lo hará porque me debe un favor. Le diré que te dé trabajo suficiente para que puedas vivir de ello.
– Eso sería estupendo -dije.
Luego Eddie añadió, animosamente:
– Hasta entonces, yo puedo cargarte de trabajo. Relatos de aventuras, algo de basura romántica y algunas críticas de libros que suelo hacer yo. ¿De acuerdo?
– Por supuesto -dije-. ¿Cuándo calculas que acabarás tu libro?
– En un par de meses -dijo Lancer-. ¿Y tú?
Era una pregunta que me molestaba siempre. La verdad era que yo sólo tenía un esquema de novela, de una novela que quería escribir sobre un crimen famoso de Arizona. Pero no había escrito nada. Había presentado el esquema a mi editor, pero él se había negado a darme un anticipo. Dijo que era el tipo de novela que no daría dinero porque trataba del rapto de un niño que acaba asesinado. No habría la menor simpatía por el raptor, que era el héroe del libro. Yo perseguía otro Crimen y castigo, y esto había asustado al editor.
– Trabajo en ella -dije-. Pero aún me queda mucho. Lancer sonrió comprensivo.
– Eres un buen escritor -dijo-. Harás algo grande un día. No te preocupes.
Hablamos un rato más sobre escribir y sobre libros. Los dos estábamos de acuerdo en que éramos mejores novelistas que la mayoría de los famosos que estaban haciendo fortuna en las listas de éxitos. Cuando me fui, me sentía contento y seguro. Siempre que hablaba con Lancer me ocurría lo mismo. Por alguna razón, era una de las pocas personas con las que me sentía a gusto, y, como sabía que era un individuo listo e inteligente, su buena opinión sobre mi talento me animaba.
Y así, todo había salido del mejor modo posible. Podía escribir durante todo el día y podía llevar una vida honrada. Había eludido la cárcel y en unos meses estaría instalado en una casa propia. Por primera vez en mi vida. Quizás un pequeño delito compense.
Dos meses después, me trasladé a mi nueva casa de Long Island. Cada niño tenía su dormitorio. Teníamos tres baños y un cuarto de lavandería especial. No tendría ya que bañarme con ropa tendida goteándome en la cara. No tendría ya que esperar que los niños terminaran. Disponía del inmenso lujo de la intimidad. Tenía un cubil propio para escribir, jardín propio, un césped propio. Estaba separado de las otras personas. Aquello era el paraíso. Y, sin embargo, era algo que muchísimas personas daban por supuesto.
Y lo más importante de todo era que tenía la sensación de que mi familia estaba segura. Habíamos dejado atrás a los pobres y a los desesperados. Jamás nos alcanzarían, sus desgracias nunca provocarían la nuestra. Mis hijos jamás serían huérfanos.
Un día, sentado en el porche trasero, me di cuenta de que era completamente feliz, quizá más feliz de lo que volviera a serlo en mi vida. Y eso me fastidiaba un poco. Si era un artista, ¿por qué me hacían tan feliz placeres tan vulgares, una mujer a la que amaba, hijos que me encantaban, una casita en una zona aceptable de la ciudad? Había algo cierto: no era ningún Gauguin. Quizá por eso no escribiese. Era demasiado feliz. Y sentí un resquemor de resentimiento contra Valerie. Me tenía atrapado. Dios mío.
Pero aun así, me sentía feliz. Todo iba tan bien. Y el placer que me proporcionaban mis hijos era tan vulgar. Eran tan repugnantemente «lindos». Cuando mi hijo tenía cinco años, le llevé a dar un paseo por la calle y de pronto saltó un gato de un sótano y cayó casi literalmente delante nuestro. Mi hijo se volvió a mí y me dijo:
– ¿Es eso un «gato escaldado»?
Cuando se lo conté a Vallie, se emocionó y quería mandar la historia a una de esas revistas que pagan por anécdotas divertidas de este género. Mi reacción fue distinta. Me pregunté si uno de sus amigos le habría ridiculizado diciéndole que era un gato escaldado y a él le había desconcertado aquello más por lo que pudiera significar la frase que por el insulto. Pensé entonces en todos los misterios del lenguaje y en las experiencias con que mi hijo se enfrentaba por primera vez. Y envidié la inocencia de la niñez, lo mismo que le envidiaba la suerte de tener padres a quienes poder decir aquello y que se preocupasen por él.
Y recuerdo un día que habíamos ido en familia a dar un paseo por la Quinta Avenida, un domingo por la tarde, en que Valerie miraba los escaparates contemplando vestidos que jamás podría comprarse. De pronto, vimos venir hacia nosotros a una mujer como de un metro de altura pero elegantemente vestida con un chaquetón de ante y una blusa blanca de frunces y una falda oscura de cuadros escoceses. Mi hija tiró de la manga de Valerie, señaló a la enana y dijo:
– ¿Qué es eso, mamá?
Valerie se quedó horrorizada. Le aterraba siempre herir los sentimientos de alguien. Hizo callar a la niña hasta que la mujer pasó. Luego le explicó que se trataba de una de esas personas que no crecían nunca. Mi hija no captó muy bien la idea. Por fin preguntó:
– Quieres decir que no creció. ¿Entonces es una señora mayor como tú?
Valerie me sonrió:
– Sí, cariño -dijo-. Pero no pienses más en eso. Eso les pasa a muy pocas personas.
Aquella noche en casa, mientras les contaba un cuento a mis hijos antes de mandarles a la cama, mi hija parecía ensimismada, no me escuchaba. Le pregunté qué pasaba. Entonces, con los ojos muy abiertos, dijo:
– Papá, ¿soy una niña pequeña o una señora mayor que no creció?
Sabía que había millones de personas que podían contar historias como éstas de sus hijos, que todo era terriblemente vulgar. Y, sin embargo, no podía evitar la sensación de que el compartir la vida de mis hijos me enriquecía. Que la estructura de mi vida se componía de aquellas cosas pequeñas que parecían no tener la menor importancia.
Más sobre mi hija: Una noche estábamos cenando y consiguió enfurecer a Valerie portándose muy mal. Le tiró comida a su hermano, volcó deliberadamente un vaso y luego, una salsera.
– Como hagas otra cosa más te mato -le gritó Valerie.
Era un decir, por supuesto. Pero la niña la miró fijamente y preguntó:
– ¿Tienes pistola?
Fue divertido, porque ella estaba convencida de que su madre no podía matarla si no tenía pistola. Nada sabía aún de guerras y pestes, de violadores y asesinos, de accidentes de automóvil y desastres aéreos; de palizas, cáncer, venenos; de las personas a las que tiran por una ventana. Valerie y yo nos echamos a reír, y Valerie dijo:
– Claro que no tengo pistola, no seas tonta.
Y la expresión preocupada desapareció de la cara de la niña.
Observé que Valerie no volvió a hacer ningún tipo de comentario parecido.
Valerie también me asombraba a veces. Con el paso de los años, era cada vez más católica y más conservadora. Nada quedaba ya de la chica bohemia de Greenwich Village que había querido ser escritora. En la urbanización donde habíamos vivido no estaban permitidos los animales domésticos, y Vallie jamás me dijo que le gustaran. Pero ahora que teníamos casa propia, compró un perrito y un gato. Lo que no me gustó gran cosa, aunque los niños formaban un cuadro perfecto jugando con ellos en el césped. La verdad es que a mí nunca me habían gustado los perros ni los gatos. Eran casi caricaturas de huérfanos.