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– Bueno, a lo mejor a él no le cambia la voz -dijo Bascombe.

– Sí, a lo mejor no le cambia -dijo Doran, y dejó las cosas así.

Dos días después, Bascombe se dejó caer por el apartamento de Doran. Janelle le hizo pasar y le dio una copa. La miraba atenta y ávidamente, pero ella le ignoró.

Y cuando empezó a hablar con Doran, les dejó solos.

Aquella noche en la cama, después de hacer el amor, Janelle le preguntó a Doran:

– ¿Cómo va tu sucio plan?

Doran sonrió. Sabía que Janelle le despreciaba por lo que estaba haciendo, pero era una tía tan equilibrada que aun así seguía acostándose con él como siempre. Como Rory, Janelle aún no sabía lo grande que era. Doran se sentía satisfecho. Eso era lo que le gustaba a él, un buen servicio. Gente que no conociera su valor.

– Tengo enganchado a ese avaro cabrón -dijo-. Ahora tengo que trabajarme a la madre y al chico.

Doran, que se consideraba el mejor vendedor al este de las Rocosas, atribuyó su éxito final a esos poderes. Pero la verdad fue que tuvo suerte. Al señor Bascombe le había suavizado y convencido la vida extremadamente dura que había llevado antes del milagro de la voz de su hijo. No podía renunciar al sueño dorado y volver a la esclavitud. Eso no era tan insólito. En lo que de veras tuvo suerte Doran fue en lo de la madre.

La señora Bascombe había sido una beldad sureña de pueblo, y, ligeramente promiscua en su adolescencia, se había visto arrastrada al matrimonio por la simpatía pueblerina y sureña y la habilidad para tocar el piano de Horatio Bascombe. Al irse marchitando su belleza, sucumbió al miasma pantanoso de la religiosidad sureña. Al hacerse menos atractivo su marido, la señora Bascombe encontró más atractivo a Jesús. La voz de su hijo era su ofrenda amorosa a Jesús. Doran explotó esto. Retuvo a Janelle en la habitación mientras hablaba con la señora Bascombe, sabiendo que aquel tema delicado pondría nerviosa a la vieja si estaba sola con un hombre.

Doran fue respetuosamente simpático y atento con la señora Bascombe. Indicó que en los años futuros cien millones de personas de todo el mundo oirían a su hijo Rory cantar las glorias de Jesús. En los países católicos, en los países musulmanes, en Israel, en las ciudades africanas. Su hijo sería el evangelista más importante de la religión cristiana desde Lutero. Sería superior a Billy Graham, superior a Oral Roberts, dos de los santos de este mundo para la señora Bascombe. Y su hijo se vería a salvo del pecado más grave y más tentador. Era, sin lugar a dudas, la voluntad de Dios.

Janelle les miraba a los dos. La fascinaba Doran, el que pudiera hacer algo así sin ser malvado, simplemente con ánimo mercenario. Era como un niño robando centavos del bolso de su madre. Y la señora Bascombe, tras una hora de enfebrecidas súplicas de Doran, se debilitó. Y Doran pudo rematarla.

– Señora Bascombe, sé que hará usted este sacrificio por Jesús. El gran problema es su hijo. Es sólo un niño y ya sabe usted cómo son los niños.

La señora Bascombe esbozó una amarga sonrisa.

– Sí -dijo-. Lo sé.

Lanzó una rápida y venenosa mirada a Janelle.

– Pero mi Rory es un buen chico. Hará lo que yo le diga.

Doran suspiró con alivio.

– Sabía que podría contar con usted.

Entonces, la señora Bascombe dijo fríamente:

– Hago esto por Jesús. Pero me gustaría redactar un nuevo contrato. Quiero el quince por ciento de su treinta por ciento, como socia suya.

Hizo una pausa y luego añadió:

– Y mi marido no tiene por qué saberlo.

Doran suspiró de nuevo.

– No hay nada como la vieja religión tradicional -dijo-. Sólo espero que pueda arreglarlo usted todo.

La mamá de Rory lo resolvió. Nadie supo cómo. Todo quedó dispuesto. A la única que no le gustaba la idea era a Janelle. En realidad, estaba horrorizada; tanto, que dejó de dormir con Doran y él consideró la idea de librarse de ella. Además, Doran tenía un último problema: conseguir un médico que le cortase las bolas a un chaval de catorce años.

Pero la idea era ésa. Si lo habían hecho los antiguos Papas, ¿por qué no iba a hacerlo Doran? Fue Janelle quien estropeó el plan. Estaban todos reunidos en el apartamento de Doran. Doran estaba intentando quitarle a la señora Bascombe aquel quince por ciento de comisión, así que no prestaba atención. Janelle se levantó, cogió de la mano a Rory y se lo llevó al dormitorio.

– ¿Qué hace usted con mi chico? -protestó la señora Bascombe.

– Acabamos enseguida -dijo Janelle dulcemente-. Sólo quiero enseñarle una cosa.

Una vez dentro del dormitorio, cerró la puerta. Luego, condujo con firmeza a Rory a la cama, le soltó el cinturón, le bajó los pantalones y los calzoncillos. Le tomó la mano, se la colocó entre las piernas y luego le apoyó la cabeza entre sus pechos desnudos.

En tres minutos acabaron, y luego el chaval sorprendió a Janelle. Se puso los pantalones, olvidando los calzoncillos, abrió la puerta del dormitorio e irrumpió en el salón. El primer puñetazo enganchó a Doran de lleno en la boca, y luego se dedicó a dar mamporros como las aspas de un molino de viento hasta que su padre le sujetó.

Janelle me sonreía, desnuda en la cama.

– Doran me odia, aunque ya hace seis años de eso. Le costé millones de dólares.

Yo también sonreía.

– ¿Y qué pasó con el juicio?

Janelle se encogió de hombros.

– Nos tocó un juez civilizado. Habló conmigo y con el chico a solas y luego desestimó el caso. Advirtió a los padres y a Doran que podía procesarles pero aconsejó a todo el mundo que mantuviesen la boca cerrada.

Pensé un rato en silencio.

– ¿Y a ti qué te dijo?

Janelle sonrió de nuevo.

– Me dijo que si él tuviera treinta años menos, daría cualquier cosa porque yo fuese su chica.

Lancé un suspiro.

– Dios mío, no sé cómo te las arreglas para hacer que todo parezca bien. Pero ahora quiero que me contestes con sinceridad. ¿Lo harás?

– Lo haré -dijo Janelle.

Hice una pausa, mirándola. Luego dije:

– ¿Disfrutaste haciéndolo con aquel chaval de catorce años?

Janelle no vaciló.

– Fue tremendo -dijo.

– Bien, bien -dije.

Me puse muy ceñudo y Janelle se echó a reír. Le encantaba verme realmente interesado en saber lo que pensaba ella.

– Veamos -dije-. Él tenía el pelo rizado y era corpulento. La piel agradable, sin granos aún. Las pestañas largas y virginidad de monaguillo. En fin.

Lo pensé un poco más.

– Dime la verdad. Tú estabas indignada, pero en el fondo sabías que tenías una excusa magnífica para tirarte a un chaval de catorce años. De otra forma no podrías haberlo hecho. Aunque fuese lo que realmente querías hacer. El chico debió gustarte desde el principio. Y así podías tener cubiertas las dos partes. Salvabas al chaval jodiéndotelo. Magnífico, ¿no?

– No -dijo Janelle, con una dulce sonrisa.

– Ay -dije de nuevo, y me eché a reír-, qué falsa eres.

Pero estaba vencido y lo sabía. Ella había realizado un acto generoso, había salvado la virilidad de un muchacho. El que al mismo tiempo la experiencia hubiera sido emocionante era, después de todo, merecida recompensa a la virtud. En el profundo sur todo el mundo sirve a Dios… a su modo.

Y, Dios mío, yo realmente la quise más.

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