Después de divorciarse, Janelle había tenido un amante: Doran Rudd. Doran Rudd era disc-jockey de la emisora de radio local. Era un tipo más bien alto, algo mayor que Janelle. Desbordaba energía, y era simpático y divertido y acabó consiguiéndole a Janelle un trabajo como locutora de los partes meteorológicos de la emisora en la que él trabajaba. Era un trabajo divertido y bien pagado para una ciudad como Johnson City.
Lo que a Doran le obsesionaba era llegar a ser el personaje del pueblo. Tenía un enorme Cadillac, compraba la ropa en Nueva York y proclamaba que algún día triunfaría por lo alto. Los intérpretes le sobrecogían y le encantaban. Iba a ver todas las compañías ambulantes de todas las obras de Broadway y siempre enviaba notas a una de las actrices, seguidas de flores y de invitaciones a cenar. Le sorprendió descubrir lo fácil que era llevárselas a la cama. Gradualmente, comprendió lo solas que estaban. Aunque resultasen deslumbrantes en escena, tenían un aire insignificante y patético en sus habitaciones de hotel de segunda con neveras anticuadas. Siempre le contaba a Janelle sus aventuras. Eran más amigos que amantes.
Un día, Doran consiguió su oportunidad. Un dúo formado por padre e hijo estaba contratado para actuar en la sala de conciertos del pueblo. El padre era un pianista improvisado que se había ganado laboriosamente la vida descargando trenes de mercancías en Nashville hasta que descubrió que su hijo de nueve años podía cantar. El padre, un tenaz sureño que odiaba su trabajo, vio inmediatamente que su hijo podía ser el medio de hacer realidad un sueño imposible. A través de él podía eludir una vida de trabajo duro y rutinario.
Sabía que su hijo era bueno, pero no hasta qué punto. Le enseñó con gran entusiasmo todas las canciones evangélicas y luego hicieron una gira con éxito por el sur. Un joven querubín alabando a Jesús con una purísima voz de soprano era irresistible para aquel público provinciano. Aquella nueva vida le resultó sumamente agradable al padre. Era un individuo sociable, le gustaban las chicas guapas y aquello significaba unas agradables vacaciones lejos de su ya agotada mujer, que, por supuesto, se quedó en casa.
Pero también la madre soñaba con todos los lujos que la voz pura de su hijo pudiese proporcionarle. Los dos eran codiciosos, aunque no como lo son los ricos, como forma de vida, sino como lo son los pobres, como lo puede ser un hombre hambriento en una isla desierta, al que de pronto rescatan y puede por fin hacer realidad todas sus fantasías.
Así que cuando Doran fue al camerino a ensalzar la voz del muchacho, y cuando hizo luego una proposición a los padres, sus palabras hallaron buena acogida. Doran sabía muy bien lo que valía el chico y pronto se dio cuenta de que era el único. Les convenció de que no quería ningún porcentaje de las ganancias. Se encargaría del muchacho y sólo se llevaría el treinta por ciento de lo que pasase de los veinticinco mil dólares anuales.
Era, por supuesto, una oferta irresistible. Si conseguían veinticinco mil dólares al año, suma increíble, ¿a qué preocuparse de que Doran se llevase el treinta por ciento del resto? Y, ¿cómo podía su chico, Rory, ganar más de esa suma? Imposible. No podía haber tanto dinero. Doran aseguró también al señor Horatio Bascombe y a la señora Edith Bascombe que no les cobraría ningún gasto. Así que prepararon enseguida el contrato y lo firmaron.
Doran se puso en acción de inmediato. Consiguió dinero prestado para sacar un álbum de canciones evangélicas. Fue un gran éxito. Aquel primer año, el chico ganó cincuenta mil dólares. Doran se trasladó a Nashville y estableció contacto con el mundo de la música. Se llevó con él a Janelle y la hizo ayudante administrativa de su nueva empresa musical. El segundo año, Rory ganó más de cien mil dólares, casi todo con un disco pequeño de una antigua balada religiosa que Janelle encontró en los archivos de discos de Doran. Doran carecía por completo de gusto creador; jamás habría reconocido el mérito de una canción.
Doran y Janelle vivían juntos ya, pero ella no le veía mucho. Él viajaba a Hollywood para tratar de una película o a Nueva York para conseguir un contrato en exclusiva con una de las grandes empresas discográficas. Todos serían millonarios. Entonces llegó la catástrofe. Rory cogió un catarro grave y empezó a perder voz. Doran le llevó al mejor especialista de Nueva York. El especialista curó por completo a Rory, pero luego le dijo a Doran de pasada:
– Supongo que sabe que su voz cambiará cuando alcance la pubertad.
Era algo en lo que Doran no había pensado. Quizás porque Rory era alto para su edad. Quizás porque Rory era un niño completamente inocente, sin experiencia del mundo. Sus padres le habían protegido de las chicas. Amaba la música y era realmente un músico dotado. Además, había estado siempre enfermo hasta los once años. Doran se puso furioso. Un hombre que tiene el plano de una mina de oro secreta y lo extravía. Tenía planes para hacer millones con Rory; y ahora todo se le iba por el desagüe. Millones de dólares perdidos, millones de dólares.
Entonces a Doran se le ocurrió una de sus grandes ideas. Comprobó con los médicos. Después de hacerse con toda la droga, le propuso el plan a Janelle. Ella se quedó horrorizada.
– Estás hecho un buen hijoputa -le dijo, casi llorando.
Doran no podía entender su horror.
– Escucha -dijo-. La Iglesia Católica lo hacía.
– Lo hacían por Dios -dijo Janelle-. No por un disco de oro.
Doran meneó la cabeza.
– Cíñete al asunto, por favor. Tengo que convencer al chico, a su madre y a su padre. Va a ser un buen trabajo.
Janelle se echó a reír.
– Estás completamente loco. Yo no te ayudaré, y aunque lo hiciera, a ellos nunca les convencerías.
Doran sonrió.
– La clave es el padre. Pensé que podrías ser amable con él, suavizarle un poco.
Era antes de que Doran hubiese adquirido la cremosa y luminosa suavidad extra de California. Así que cuando Janelle le tiró un pesado cenicero, estaba demasiado sorprendido para agacharse. Le rompió un diente y le hizo sangrar por la boca. No se enfadó. Sólo meneó de nuevo la cabeza ante la rectitud de Janelle.
Janelle le habría dejado entonces, pero era demasiado curiosa. Quería ver si Doran llegaba a plantear de veras el asunto.
Doran era, en general, un buen juez del carácter de las personas, y era realmente listo para dar con el umbral de la codicia. Sabía que una clave era el señor Horatio Bascombe. El padre podía convencer a la mujer y al hijo. Además, el padre era el más vulnerable a la vida. Si su hijo no ganaba dinero, era volver a ir a la iglesia para el señor Bascombe. Se acababan los viajes por el país, el tocar el piano, las chicas guapas, las comidas exóticas. Volvería al aburrimiento de siempre con su mujer. El padre se jugaba más cosas; el que Rory perdiese la voz era más importante para él que para nadie.
Doran suavizó al señor Bascombe con una linda cantante de un club de jazz barato de Nashville. Luego, una buena cena con puros al día siguiente. Mientras fumaban los puros, le explicó los planes que tenía para Rory. Un musical en Broadway, un álbum con canciones especiales escritas por los famosos hermanos Dean. Luego, un gran papel en una película que podría convertir a Rory en otro Judy Garland o Elvis Presley. Dinero a espuertas. Bascombe devoraba aquello, ronroneando como un gato. Ni siquiera codicioso, porque todo estaba allí. Era inevitable. Él era millonario. Luego Doran cayó sobre él.
– Sólo hay un problema -le dijo-. Los médicos dicen que su voz está a punto de cambiar. Está entrando en la pubertad.
Bascombe pareció algo inquieto.
– Se le hará la voz algo más profunda. Quizás resulte mejor.
Doran meneó la cabeza.
– Lo que le convierte a él en una superestrella es esa dulzura aguda y clara. Sí que podría mejorar. Pero tardaría cinco años en prepararse y salir con una nueva imagen. Y entonces, será difícil que lo consiga. Yo se lo he vendido a todo el mundo con la voz que tiene ahora.