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– De acuerdo -dijo Valerie.

Parecía horrorizada. Fue a ver a los niños y luego entró en nuestro dormitorio. La oí entrar en el baño y prepararse para irse a la cama. Me quedé hasta tarde leyendo y tomando notas, y cuando me acosté ella estaba profundamente dormida.

Todo terminó en un par de meses. Artie me llamó un día y me contó que su madre había desaparecido otra vez. Quedamos en vernos en la ciudad y cenar juntos para poder hablar a solas. Nunca podíamos hablar de aquello con nuestras esposas delante, como si nos diese demasiada vergüenza que ellas se enteraran. Artie parecía contento. Me dijo que ella había dejado una nota. Me explicó también que ella bebía muchísimo y que siempre quería ir a los bares a buscar hombres. Que era una buscona de mediana edad, pero que le agradaba. Había conseguido que dejara de beber, le había comprado ropa nueva, le había alquilado un apartamento muy bien amueblado, le había estado pasando una pensión. Ella le había contado cuanto le había sucedido. En realidad, no había sido culpa suya. Ahí le interrumpí. No quería oír más.

– ¿Vas a buscarla otra vez? -le pregunté.

Artie esbozó su triste y dulce sonrisa.

– No -dijo-. Sabes, en realidad no hice más que molestarla. En el fondo no le agradaba tenerme al lado. Al principio, cuando la encontré, se dedicó a interpretar el papel que yo quería que interpretase, creo, por cierto sentimiento de culpabilidad, pensando quizás que de algún modo me ayudaba dejándome que me cuidara de ella. Pero creo que no le gustaba. Incluso se me insinuó una vez, creo, sólo por divertirse un poco -se echó a reír-. Yo quería que viniese a casa, pero no quiso. En realidad, da igual.

– ¿Y cómo se tomó Pam todo el asunto? -pregunté.

Artie soltó una carcajada.

– Ay Dios mío, estaba celosa hasta de mi madre. Tendrías que haber visto qué cara de alegría puso cuando le dije que todo había terminado. Y he de confesarte algo, hermano, recibiste la noticia sin inmutarte.

– Porque de todos modos me importa un carajo -dije.

– Sí -dijo Artie-. Ya sé. Da igual. Además, no creo que te hubiese gustado ella.

Seis meses después, Artie tuvo un ataque al corazón. Fue un ataque de gravedad media, pero se pasó varias semanas en el hospital y luego un mes sin trabajar. Iba a verle todos los días al hospital, y él no hacía más que insistir en que había sido una especie de indigestión, en que se trataba de un caso indefinido. Yo bajé a la biblioteca y leí cuanto pude sobre ataques cardíacos. Descubrí que su reacción era corriente entre las víctimas de ataques cardíacos y que a veces tenían razón. Pero Pam estaba aterrada. Cuando Artie salió del hospital, le sometió a una dieta rigurosa, tiró todos los cigarrillos que había en casa y dejó de fumar para que Artie pudiese hacerlo también. A él le resultó duro, pero lo dejó. Y puede que el ataque le asustara porque a partir de entonces empezó a cuidarse más. Daba los largos paseos que le había recomendado el médico, comía moderadamente y ni siquiera tocaba el tabaco. Seis meses después, tenía mejor aspecto que nunca en su vida. Y Pam y yo dejamos de dirigirnos miradas asustadas siempre que él salía de la habitación.

– Ha dejado de fumar, gracias a Dios -decía Pam-. Fumaba tres paquetes al día. Ésa fue la causa.

Yo decía que sí, pero no lo creía. Siempre creí que la verdadera causa fueron aquellos dos meses que se pasó intentando recuperar a su madre.

Y en cuanto Artie se puso bien, empezaron los problemas para mí. Me quedé sin trabajo en la publicación literaria. No por culpa mía, sino porque echaron a Osano y tuvieron que echar también a su brazo derecho.

Osano había capeado todas las tormentas. Su desprecio por los círculos literarios más poderosos del país, la intelectualidad política, los fanáticos de la cultura, los liberales, los ecologistas, el movimiento de liberación de la mujer, los izquierdistas; sus escapadas sexuales, sus apuestas, su utilización del puesto que ocupaba para prestigiarse con vistas al Nobel. Más un libro de ensayo que publicó en defensa de la pornografía, no por su valor social redentor, sino como placer antielitista de los intelectualmente pobres. Por todo ello, a los editores les hubiese gustado echarle, pero la circulación del suplemento se había duplicado desde que él se hiciera cargo de la dirección.

Por entonces, yo ganaba bastante dinero. Escribía muchos artículos que firmaba Osano. Podía imitar perfectamente su estilo y él me adoctrinaba con una charla de quince minutos indicándome lo que pensaba sobre un tema particular, opiniones siempre brillantes y disparatadas. Me resultaba fácil escribir el artículo basándome en lo que él me explicaba. Luego, él llegaba, le daba unos toques magistrales y nos repartíamos el dinero. Y ese dinero, la mitad de lo que él cobraba, era el doble de lo que me pagaban a mí por un artículo.

Pero ni siquiera fue éste el motivo de que nos echaran. La causante fue Wendy, su ex mujer. Aunque quizá sea injusto decir esto, Osano nos liquidó; Wendy le dio el cuchillo.

Osano había pasado cuatro semanas en Hollywood y entre tanto yo había dirigido la publicación en su lugar. Él estaba completando una especie de acuerdo con la gente del cine, y durante las cuatro semanas utilizamos un correo para pasarle los artículos de crítica con el fin de que les diese el visto bueno antes de publicarlos. Cuando Osano volvió por fin a Nueva York, dio una fiesta a los amigos para celebrar su regreso y la gran cantidad de dinero que había ganado en Hollywood. La fiesta se hizo en su casa del East Side, que utilizaba su última mujer con sus tres hijos. Osano vivía en un pequeño apartamento-estudio del Village, todo lo que podía permitirse, que era demasiado pequeño para la fiesta.

Yo fui porque él insistió en que fuese. Valerie no fue. No le gustaba Osano ni le gustaban las fiestas fuera de su círculo familiar. Con el tiempo, habíamos llegado a un acuerdo tácito. Nos excusábamos mutuamente las vidas sociales respectivas siempre que era posible. Mi motivo era que estaba demasiado ocupado trabajando en mi novela, mi trabajo fijo y las colaboraciones libres en las revistas. Su excusa era que tenía que cuidar de los niños y no confiaba en baby-sitters. Ambos estábamos satisfechos del acuerdo. Para ella era más fácil que para mí, puesto que yo no tenía ninguna vida social, salvo mi hermano Artie y la oficina.

En fin, la fiesta de Osano fue uno de los grandes acontecimientos del mundo literario de Nueva York. Acudió la gente más destacada de New York Times Books Review, los críticos de casi todas las revistas y novelistas con los que Osano aún tenía amistad. Yo estaba sentado en un rincón hablando con la última ex mujer de Osano cuando vi entrar a Wendy y pensé: demonios, problemas. Sabía que no estaba invitada.

Osano la localizó a la vez que yo y se dirigió hacia ella con aquellos andares suyos peculiares que había adoptado los últimos meses. Estaba un poco borracho, y temí que pudiese perder el control y montar un número o hacer una locura, así que me levanté y me uní a ellos. Llegué justo a tiempo de oír a Osano saludarla.

– ¿Qué coño quieres tú? -dijo.

Osano podía ser terrible cuando se enfadaba, pero por lo que me había contado de Wendy sabía que era la única persona que disfrutaba sacándole de quicio. Sin embargo, la reacción de Wendy me sorprendió.

Wendy llevaba vaqueros, jersey y un pañuelo a la cabeza. Esto daba a su carita oscura un aire de Medea. Su pelo negro escapaba del pañuelo como una masa de negras serpientes.

Miró a Osano con una calma mortífera que respiraba malévolo triunfalismo. Estaba comida por el odio. Contempló pausadamente a su alrededor como si bebiese aquello de lo que ahora ya no podía pretender formar parte, el resplandeciente mundo literario de Osano, del que éste la había expulsado materialmente. Y miraba satisfecha a su alrededor. Luego le dijo a Osano:

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