– ¿Tienes cena para mí?
Ella sonrió y asintió con un gesto.
– Por supuesto -dijo.
– Bajaré y le esperaré en la estación -dije-. Y aclararemos todo esto antes de cenar.
Intentando darle un aire cómico al asunto, añadí:
– Mi hermano es inocente.
– Sí, claro -dijo Pam. Pero sonrió.
Abajo, en la estación, mientras esperaba que llegara el tren, sentí lástima de Pam y Artie. Había cierta complacencia en mi piedad. Artie siempre tenía que ayudarme y, por fin, ahora tenía yo que ayudarle a él. Pese a todas las pruebas (el carmín en la camisa, el llegar tarde y las llamadas telefónicas, los gastos extra), yo sabía que Artie era básicamente inocente. Lo más que podía haber era alguna jovencita que hubiese insistido tanto que él al final hubiera cedido un poco. Pero de todos modos, aún no podía creerlo. Y, con la piedad, se mezclaba la envidia que siempre me había producido el hecho de que Artie resultase tan atractivo para las mujeres de una forma que yo no lo sería nunca. Con cierta satisfacción, pensé que no estaba mal del todo ser un poco feo.
Artie no se sorprendió mucho al verme cuando bajó del tren. Había hecho aquello muchas veces: visitarle inesperadamente e ir a esperarle al tren. Me agradaba hacerlo, y él siempre se alegraba de verme. Y siempre me hacía sentirme bien comprobar que él se alegraba de que estuviera esperándole. Pero aquel día, mirándole con detenimiento, pude darme cuenta de que no se alegraba tanto como otras veces.
– Vaya, ¿qué haces tú aquí? -dijo, pero me dio un abrazo y me sonrió.
Tenía una sonrisa sumamente dulce para ser hombre, su sonrisa infantil de siempre que no había cambiado.
– Vine a salvarte -dije alegremente-. Pam te ha descubierto al fin.
Se echó a reír.
– Dios santo, ese cuento otra vez -los celos de Pam eran siempre motivo de risa.
– Sí -dije-. Tus llegadas tarde, esas llamadas telefónicas a las tantas, y ahora, por último, la prueba clásica: carmín en la camisa.
Me sentía muy bien porque, mirando a Artie y hablando con él, me daba cuenta de que todo era un error.
Pero de pronto Artie se sentó en uno de los bancos de la estación. Parecía muy cansado. Me quedé de pie junto a él, y empecé a sentirme un poco inquieto.
Artie alzó la vista hacia mí. Vi en su cara una extraña expresión de lástima.
– No te preocupes -le dije-. Yo lo arreglaré todo.
Intentó sonreír.
– Merlin el Mago -dijo-. Será mejor que te pongas tu jodido sombrero mágico. Por lo menos siéntate, anda.
Encendió un cigarrillo. Pensé de nuevo que Artie fumaba mucho. Me senté a su lado. Oh, demonios, pensé. Mi pensamiento giraba vertiginosamente intentando dar con un medio de arreglar las cosas entre él y Pam. Pero estaba seguro de algo: no quería mentirle a ella ni que Artie le mintiera.
– No estoy engañando a Pam -dijo Artie-. Y eso es todo lo que quiero decirte.
Yo le creía, desde luego. Nunca me había mentido.
– Está bien -dije-. Pero tienes que decirle lo que pasa porque, si no, va a volverse loca. Me llamó al trabajo.
– Si se lo digo a Pam, tendré que decírtelo a ti -dijo Artie-. Y tú no quieres saberlo.
– Vamos, dímelo -dije-. ¿Qué demonios más da? Siempre me lo has contado todo. ¿Qué es lo que pasa?
Artie dejó caer el cigarrillo en el suelo de cemento del andén.
– De acuerdo -dijo.
Me puso una mano en el brazo y sentí de pronto una súbita sensación de amenaza. Cuando éramos niños y estábamos solos, siempre hacía aquello para consolarme.
– Déjame acabar. No me interrumpas -dijo.
– Está bien -dije yo. Sentía de pronto calor en la cara. No podía imaginar qué me iba a decir.
– Durante los últimos dos años he estado intentando encontrar a nuestra madre -dijo Artie-. Saber quién es, dónde está, qué somos. Hace un mes la encontré.
Me levanté. Aparté mi brazo del suyo. Artie se levantó e intentó calmarme.
– Es una borracha -dijo-. Se pinta los labios. Tiene muy buen aspecto, pero está absolutamente sola en el mundo. Quiere verte, dice que no pudo evitar…
Pero le interrumpí.
– No me digas más -dije-. No vuelvas a decirme nunca nada de este asunto. Tú haz lo que quieras, pero yo la veré en el infierno antes de verla viva.
– Bueno, vamos, vamos -dijo Artie.
Intentó cogerme del brazo otra vez, pero me aparté y enfilé hacia el coche. Artie me siguió. Entramos y conduje hasta la casa. Cuando llegamos, ya me había tranquilizado y pude darme cuenta de que Artie estaba nervioso, así que le dije:
– Será mejor que se lo cuentes a Pam.
– Lo haré -dijo Artie.
Paré frente a la entrada.
– ¿Vienes a cenar? -preguntó Artie.
Estaba de pie junto a la ventanilla abierta, y de nuevo me apoyó la mano en el brazo.
– No -dije.
Le vi entrar en su casa, con el mayor de los niños, que aún estaba jugando en el césped cuando llegamos. Entonces me fui. Conduje lenta y cuidadosamente; había procurado acostumbrarme durante toda mi vida a ser más cuidadoso cuando la mayoría de la gente lo era menos. Cuando llegué a casa, me di cuenta por la cara de Vallie que sabía lo ocurrido. Los niños estaban en la cama, y ella me había puesto mi cena en la mesa de la cocina. Cuando estaba comiendo, me acarició la nuca y el cuello al pasar. Luego se sentó enfrente, a tomar café, esperando que yo empezase a hablar del asunto. De pronto, recordó algo:
– Pam quiere que la llames.
Llamé. Pam quería disculparse por haberme metido en aquel lío. Le dije que no era ningún lío, y le pregunté si se sentía mejor ahora que sabía la verdad. Rió entre dientes y dijo:
– Demonios, creo que hubiese preferido una amante.
Estaba contenta de nuevo. Y ahora nuestros papeles se habían invertido. Por la mañana de aquel día, había sentido lástima por ella. Ella era quien estaba en un terrible peligro y yo el que iba a rescatarla o a intentar ayudarla. Ahora ella parecía pensar que era injusto el que los papeles se hubiesen cambiado. Por eso quería disculparse. Le dije que no se preocupara.
Pam pasó a lo que quería decirme después:
– Merlyn, supongo que no dirás en serio lo de tu madre, lo de que no quieres verla.
– ¿Me cree Artie? -le pregunté.
– Dice que lo ha sabido siempre -dijo Pam-. Que no te lo habría dicho antes de prepararte. Que yo fui la causa de que lo hiciera. Ahora me echa a mí la culpa de todo.
Me eché a reír.
– Mira -dije-, el día empezó mal para ti y ahora acaba mal para mí. Él es la parte ofendida. Mejor él que tú.
– Sí, claro -dijo Pam-. Mira, de veras que lo siento.
– No tiene nada que ver conmigo -dije.
Y Pam dijo que muy bien, que muchas gracias, y colgó.
Valerie estaba esperándome. Me miraba atentamente. Pam le había informado y puede que hubiese hablado incluso con Artie y éste le hubiese explicado cómo debía manejar las cosas. Por eso ella actuaba con precaución. Pero creo que no captaba realmente el asunto. Sin duda, ella y Pam eran buenas mujeres, pero no entendían. Sus padres habían puesto objeciones a que se casaran con huérfanos sin antecedentes rastreables. Yo imaginaba las historias horribles que debían contarse sobre casos similares. ¿Y si hubiese una enfermedad o locura hereditaria en nuestra familia? O sangre negra o sangre judía, o sangre protestante, en fin toda esa mierda. Pues bien, ahora aparecía una magnífica prueba cuando ya no hacía falta. Pensé que Pam y Valerie no debían sentirse demasiado felices con el romanticismo de Artie y su afán de dar con el eslabón perdido de una madre.
– ¿Quieres que venga a casa para que vea a los niños? -preguntó Valerie.
– No -dije yo.
Parecía apesadumbrada y un poco temerosa. Me di cuenta que pensaba en la posibilidad de que sus hijos la rechazasen algún día.
– Es tu madre -dijo Valerie-. Ha tenido que ser muy desgraciada.
– ¿Sabes lo que significa la palabra huérfano? -dije yo-. ¿La has buscado alguna vez en el diccionario? Significa un niño que ha perdido a sus padres por muerte. O la cría de un animal que ha sido abandonada o que ha perdido a su madre. ¿Cuál prefieres?