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– Aprecio el regalo, pero en mis manos es un desperdicio.

Gronevelt cabeceó y no dijo nada. Cully pensó que le había decepcionado, pero, curiosamente, eso ayudó a cimentar su relación. Unos días después vio el libro en la biblioteca especial de Gronevelt. Se dio cuenta entonces de que no había cometido un error y le complació mucho que Gronevelt le hubiese dado una prueba tan genuina de afecto, aunque no hubiese acertado.

Pero luego vio otro aspecto de Gronevelt que siempre había sabido que tenía que existir. Cully había convertido en costumbre estar presente las tres veces al día que se contaban las fichas del casino. Acompañaba a los jefes de sección cuando contaban las fichas de todas las mesas, de veintiuno, de la ruleta, de los dados y la caja del bacarrá. Incluso iba a la caja del casino a contar allí las fichas. El encargado de caja se ponía siempre un poco nervioso, a criterio de Cully, pero Cully lo atribuyó a su carácter suspicaz, porque las liquidaciones y las cuentas eran siempre correctas. Y el encargado de caja del casino era un veterano en quien Gronevelt confiaba plenamente.

Pero un día, movido por un impulso extraño, Cully decidió sacar las bandejas de fichas de la caja. Nunca pudo entender más tarde el motivo de este impulso. Pero al sacar las bandejas de fichas de la oscuridad de la caja de caudales e inspeccionarlas detenidamente descubrió que dos bandejas de fichas negras de cien dólares eran falsas. Eran cilindros negros vacíos. En la oscuridad de la caja de caudales, allí metidas, al fondo, sin que nunca se utilizaran, habían pasado por legítimas en los cuenteos diarios. El encargado de caja del casino fingió horror y asombro, pero los dos sabían que el fraude no se habría intentado siquiera sin su consentimiento. Cully cogió el teléfono y llamó a Gronevelt. Gronevelt bajó inmediatamente a caja e inspeccionó las fichas. Las dos bandejas totalizaban cien mil dólares. Gronevelt señaló al encargado de caja. Fue un momento terrible. El rostro rojizo y tostado de Gronevelt estaba blanco, pero su voz era controlada y medida:

– Lárgate de esta caja -dijo; luego, se volvió a Cully y añadió-: Que te entregue todas las llaves. Y luego que vengan todos los jefes de sección de los tres turnos a mi oficina inmediatamente. Me importa un carajo dónde estén. Los que estén de vacaciones que vuelvan de inmediato en avión a Las Vegas y pasen a verme nada más llegar.

Luego Gronevelt salió de la sección de caja y desapareció.

Mientras Cully y el encargado de caja del casino cumplimentaban los trámites de entrega de las llaves, entraron dos hombres que Cully no había visto nunca. El encargado de caja del casino les conocía, porque se puso muy pálido y empezaron a temblarle las manos.

Los dos hombres le saludaron con un gesto y él contestó también con un gesto. Uno de ellos dijo:

– Cuando acabes, el jefe quiere verte, arriba en su oficina.

Hablaban con el encargado de caja e ignoraban a Cully. Cully cogió el teléfono y llamó a la oficina de Gronevelt.

– Han llegado aquí dos tipos que dicen que los mandaste tú -le dijo a Gronevelt.

– Yo les mandé, sí -dijo él. Su voz era como hielo.

– Sólo quería comprobarlo -dijo Cully.

Gronevelt suavizó la voz:

– Buena idea -dijo-. Hiciste un buen trabajo además. Hubo una breve pausa.

– Pero esto no es asunto tuyo, Cully. Olvídalo. ¿Entendido?

Su voz era casi suave ya, y había en ella, incluso, un matiz de cansina tristeza.

El encargado de caja anduvo unos cuantos días más por Las Vegas y luego desapareció. Al cabo de un mes, Cully se enteró de que su mujer había pedido información sobre él a la sección de personas desaparecidas. Al principio, no podía creer lo que implícitamente pudiese significar aquello, junto con los chismes que oía en la ciudad sobre un encargado de caja que estaba enterrado en el desierto. Ni siquiera se atrevió a mencionárselo nunca a Gronevelt y Gronevelt jamás habló con él del asunto. Ni siquiera para felicitarle por su buen trabajo. Lo cual era justo, además. Cully no quería pensar que su buen trabajo hubiese tenido como consecuencia que el encargado de caja acabase enterrado en el desierto.

Pero en los últimos meses Gronevelt había mostrado su temple de un modo menos macabro. Con la típica agilidad y agudeza de ingenio de Las Vegas.

Todos los propietarios de casinos de Las Vegas andaban a la caza de jugadores extranjeros. Los ingleses estaban descartados, pese a su fama de ser los mayores perdedores del siglo xix. El final del Imperio Británico había significado el final de sus grandes jugadores. Los millones de hindúes, australianos, isleños del Pacífico y canadienses no vertían dinero en los cofres de los milords jugadores. Inglaterra era ahora un país pobre, cuyos ricos se esforzaban por evadir impuestos y por mantener en pie sus propiedades. Los pocos que podían permitirse jugar preferían los aristocráticos y elegantes clubs de Francia y Alemania y de su propio Londres.

Los franceses quedaban también descartados. Los franceses no viajaban y jamás aceptarían el doble cero extra de la casa de las ruletas de Las Vegas.

Pero se perseguía a los italianos y a los alemanes. Alemania, con su economía de postguerra en expansión, tenía muchos millonarios, y a los alemanes les encantaba viajar, les encantaba jugar y les encantaban las mujeres de Las Vegas. Había algo en el estilo de Las Vegas que atraía al espíritu teutónico. Los alemanes eran, además, jugadores de buen carácter y más hábiles que la mayoría.

Los millonarios italianos eran premios muy apreciados en Las Vegas. Jugaban sin control en cuanto se emborrachaban; dejaban que las hábiles busconas empleadas por los casinos les retuviesen en la ciudad seis o siete días suicidas. Parecían tener inagotables sumas de dinero porque ninguno de ellos pagaba impuestos. Lo que debería haber ido a las arcas públicas de Roma, pasaba a las cajas de los casinos de aire acondicionado. A las chicas de Las Vegas les encantaban los millonarios italianos por sus regalos generosos y porque en aquellos seis o siete días se enamoraban con el mismo abandono con que se lanzaban a las absurdas y cuantiosas apuestas que hacían en las mesas de dados.

Los jugadores mexicanos y sudamericanos eran más estimados aún. Nadie sabía lo que pasaba realmente allá abajo en Sudamérica, pero se enviaban allí aviones especiales para traer a Las Vegas a los millonarios de las pampas. Todo era gratis para aquellos caballeros que dejaban las pieles de millones de reses en las mesas de bacarrá. Venían con sus mujeres y con sus amantes, con sus hijos adolescentes ansiosos de convertirse en jugadores. Estos clientes eran también los favoritos de las chicas de Las Vegas. Eran menos sinceros que los italianos, quizás algo menos corteses en sus galanteos según algunos informes, pero, desde luego, mucho más voraces. Cully estaba un día en la oficina de Gronevelt y llegó el encargado del casino con un problema especial. Un jugador sudamericano, un jugador de primera fila, había pedido que le enviasen ocho chicas a su suite, rubias, pelirrojas, pero no de pelo oscuro y ninguna más baja del uno sesenta y cinco que medía él.

Gronevelt recibió la petición con frialdad.

– ¿Y a qué hora quiere que suceda ese milagro? -preguntó Gronevelt.

– Sobre las cinco -dijo el encargado del casino-. Quiere llevarlas a todas a cenar después y quedarse con ellas toda la noche.

Gronevelt esbozó una sonrisa.

– ¿Qué costará?

– Unos tres grandes -dijo el encargado del casino-. Las chicas saben que él les dará dinero para jugar a la ruleta y al bacarrá.

– De acuerdo. Hazlo -dijo Gronevelt-. Pero diles a las chicas que le retengan en el hotel todo lo que puedan. No quiero que ande perdiendo la pasta en otros locales.

Cuando el encargado del casino se iba ya, Gronevelt dijo:

– ¿Y qué demonios va a hacer con ocho mujeres?

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