Gronevelt explicaba a todo el mundo que él no creía en la suerte. Que su dios veraz e infalible era el porcentaje. Y se mantenía fiel a su creencia. Siempre que el juego de keno del casino adjudicaba el gran premio de veinticinco mil dólares, Gronevelt despedía a todo el personal de la sección de keno.
Dos años después de que el Hotel Xanadú empezase a funcionar, hubo una racha de mala suerte. El casino estuvo tres semanas sin ganar un solo día y perdió casi un millón de dólares. Gronevelt despidió a todo el mundo, salvo al encargado del casino, el que era de Steubenville.
Y pareció dar resultado. Después de despedir al personal, empezó a haber beneficios y se acabó la racha de mala suerte. El casino tenía que ganar una media de cincuenta grandes por día para que el hotel cubriera gastos. Y, que Cully supiese, el Hotel Xanadú no había cerrado un solo año con pérdidas. Pese a las operaciones de evasión de dinero de Gronevelt.
En el año que había estado trabajando en el casino y evadiendo dinero para Gronevelt, Cully nunca se había visto tentado a cometer el error que podía haber cometido cualquier otro hombre en su situación. Evadir por su cuenta. Después de todo, era tan fácil, ¿por qué no podía Cully tener un amigo al que pudiese soltarle unos cuantos pavos? Pero Cully sabía que esto sería fatal. Y estaba jugando fuerte. Percibía que Gronevelt se sentía solo, que necesitaba amistad. Y se la proporcionaba. Y esto compensaba.
Unas dos veces por mes, Gronevelt se llevaba a Cully a Los Angeles a comprar antigüedades. Compraban viejos relojes de oro, fotografías de marco dorado del antiguo Los Angeles y del antiguo Las Vegas. Buscaban viejos molinillos de café, automóviles de juguete antiguos, huchas infantiles que tenían forma de locomotoras y campanarios de iglesias hechos en el siglo pasado, un monedero de oro antiguo, en el que Gronevelt metía dinero de la casa, una ficha negra de cien dólares o una moneda rara. Para meter fajos de billetes elegía pequeñas y exquisitas muñecas hechas en la antigua China, vistosos joyeros Victorianos. Viejos chales de encaje, de seda, grises por el tiempo, antiguas jarras de cerveza nórdicas.
Estos artículos costaban por lo menos cien dólares cada uno pero raras veces más de doscientos. En esos viajes, Gronevelt gastaba unos miles de dólares. Él y Cully cenaban en Los Angeles, dormían en el Hotel Beverly Hills y volvían a Las Vegas en un avión de primera hora de la mañana.
Cully llevaba las antigüedades en su maleta, y una vez en el Xanadú las hacía envolver en papel de regalo y las enviaba al apartamento de Gronevelt. Y Gronevelt, todas las noches, o casi todas, se metía uno de estos objetos en el bolsillo, bajaba al casino y se lo regalaba a uno de sus grandes clientes, un petrolero de Texas, o un industrial de la confección de Nueva York que se dejaban de cincuenta a cien de los grandes por año en las mesas.
A Cully le maravillaba la habilidad de Gronevelt en tales ocasiones. Gronevelt desenvolvía el regalo y sacaba el reloj de oro y se lo regalaba al jugador.
– Estuve en Los Angeles, vi esto y pensé en ti -le decía-. Se ajusta a tu personalidad. He hecho que lo repasaran y lo limpiaran. Funciona perfectamente.
Luego añadía, en tono despectivo:
– Me dijeron que era de 1870, pero ¿quién se fía? Ya se sabe que los anticuarios son unos tramposos.
Daba así la impresión de que había prestado una atención extraordinaria a aquel jugador y que había pensado mucho en él. Insinuaba la idea de que el reloj era sumamente valioso. Y que se había tomado mucho trabajo con el fin de que lo pusieran en perfecto uso. Y había en todo ello una parte de verdad. El reloj funcionaba perfectamente y él había pensado mucho en el jugador. Más que nada era la sensación de amistad personal. Gronevelt tenía el don de transpirar afecto cuando regalaba uno de aquellos presentes, prueba de su estima, y eso hacía que el regalo resultase aún más halagador.
Y Gronevelt utilizaba «el lápiz» liberalmente. Los grandes jugadores disponían, por supuesto, de bebida y comida y habitación gratis. Pero Gronevelt garantizaba también este privilegio a los ricos que jugaban fichas de cinco dólares. Era un maestro en la tarea de convertir a esos clientes en grandes jugadores.
Otra lección que Gronevelt enseñó a Cully fue no aprovecharse de las chicas. Gronevelt se indignaba con esto. Adoctrinó a Cully muy severamente:
– ¿Adónde coño vas a llegar dedicándote a engañar a esas chicas? ¿Quieres convertirte en un ladrón de tres al cuarto? ¿Serías capaz de hurgar en sus bolsos y robarles la calderilla? ¿Qué clase de individuo eres? ¿Les robarías el coche? ¿Entrarías en su casa de invitado y te llevarías los cubiertos de plata? Entonces, ¿adónde esperas llegar robándoles el coño? Es su único capital, especialmente si son guapas. Y recuerda que en cuanto les entregues su billete, quedarás en paz con ellas. Libre. Sin ningún lío de relación. Sin tonterías de matrimonio o de divorciarte de tu mujer. No habrá peticiones de préstamos de mil dólares. Ni obligaciones de fidelidad. Y recuerda que por cinco de esos billetes, siempre estará a tu disposición, hasta el día de su boda.
A Cully le había divertido este exabrupto. Evidentemente, Gronevelt se había enterado de sus actividades con las mujeres, pero era evidente, asimismo, que Gronevelt no entendía tan bien a las mujeres como el propio Cully. Gronevelt no comprendía el masoquismo de las mujeres. Su deseo, su necesidad de depender de un hombre.
Pero no protestó. Dijo irónicamente:
– No es tan fácil como tú lo pintas, ni siquiera siguiendo tu método. Con algunas no serviría ni un millar de billetes.
Y, sorprendentemente, Gronevelt se echó a reír, y dijo que estaba de acuerdo. Incluso contó una curiosa historia que le había sucedido a él mismo. Al principio de la historia del Hotel Xanadú una mujer de Texas se había jugado varios millones en el casino y él le regaló un antiguo abanico japonés que le costó cincuenta dólares. La heredera tejana, una guapa mujer de unos cuarenta años, viuda, se enamoró de él. Gronevelt se asustó muchísimo. Aunque le llevaba diez años a ella, le gustaban las jovencitas. Pero, obligado por los intereses del negocio, la había subido una noche a la suite del hotel y se había acostado con ella. Cuando ella se fue, por costumbre y quizá por estúpida perversidad o quizá con el cruel sentido del humor de Las Vegas, le dio un billete de cien dólares y le dijo que se comprara un regalo. Jamás supo por qué lo hizo.
La heredera tejana contempló el billete y luego se lo guardó en el bolso. Le dio afectuosamente las gracias. Siguió acudiendo al hotel y jugando en el casino, pero no estaba ya enamorada de él.
Tres años después, Gronevelt buscaba inversores para construir habitaciones adicionales en el hotel. Como Gronevelt explicaba, siempre era deseable tener habitaciones extra.
– Los jugadores juegan donde cagan -decía-. No les gusta andar por ahí. Dales una sala de espectáculos, un bar, varios restaurantes. Mantenlos en el hotel las primeras cuarenta y ocho horas. Para entonces ya están liquidados.
Y acudió a la heredera tejana. Ella le dijo que sí, que por supuesto. Extendió inmediatamente un cheque y se lo entregó con una sonrisa de lo más dulce. El cheque era de cien dólares.
– La moraleja de esta historia -dijo Gronevelt- es que nunca debes tratar a una tía rica y lista como a un pobre coño tonto.
A veces, en Los Angeles, Gronevelt iba a comprar libros antiguos. Pero normalmente, cuando estaba de humor, iba en avión a Chicago a subastas de libros raros. Tenía una magnífica colección guardada en una biblioteca cerrada con paneles de cristal en su habitación. Cuando Cully se trasladó a su nueva oficina, encontró un regalo de Gronevelt: una primera edición de un libro sobre juego publicado en 1847. Cully lo leyó con interés y lo dejó un tiempo en su mesa. Luego, sin saber qué hacer con él, lo llevó al apartamento de Gronevelt y se lo devolvió.