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Al cabo de cinco minutos, el camino acababa frente a una cabaña de madera. La casa de seguridad. No tenía vistas al mar pero, a través de los árboles, Rowan oía el rugido distante de las olas rompiendo en las rocas. No sonaba nada lejos. Era exactamente el tipo de lugar con que había soñado.

La cabaña era abierta y espaciosa, con dos dormitorios abajo y un ático. Todo lo demás, el salón, el comedor y la cocina, era un solo espacio abierto con grandes ventanales que miraban hacia el oeste, hacia el bosque y el mar invisible.

Se parecía a su cabaña de Colorado, aunque más grande. Rowan se sentía como si hubiera vuelto a casa.

John acabó su ronda para comprobar la seguridad y entró las maletas. El equipaje de Rowan era ligero. Un pequeño bolso y su ordenador portátil. John también tenía dos bolsas, una para la ropa, la otra para las armas. Rowan llevaba consigo su Glock y su cuchillo.

John descargó las armas de fuego.

– Voy a dejar este pequeño cuarenta y cinco en la cocina, aquí, junto a la caja del pan -dijo, cruzando el pequeño espacio de la cocina-. Y -siguió, hasta llegar al sofá más grande de los dos que había en el salón-, la nueve milímetros debajo de este cojín-. Apenas asomaba la empuñadura, y no se podía ver a menos que uno supiera que estaba ahí.

Rowan asintió con la cabeza. John llevaba su favorita, una pistola de diez milímetros, en el nacimiento de la espalda, y trasladó el rifle plegable y una segunda arma a su habitación, además de una caja de municiones.

Ella lo vio alejarse por el breve pasillo y entrar en la habitación de la derecha. Estaban en una fortaleza, pero alguien se había quedado para ocupar su lugar. Otros le darían caza a Bobby.

Aquello no le procuraba ningún consuelo.

Adam volvió a tener el mismo sueño esa noche.

Era un sueño que se repetía desde que había visto la foto del hombre que le dijo que comprara los lirios a Rowan. En el puesto de flores junto al mar, tenía la impresión de que había algo familiar en aquel desconocido, pero no sabía qué era ni por qué esa sensación.

Siempre empezaba con las flores. Adam quería comprar rosas. El hombre quería que comprara lirios.

En el sueño, Rowan decía que no, que a Rowan no le gustaban los lirios. Rompía los lirios y se enfadaba. No quería comprárselos.

– Le gustan los lirios, lo que pasa es que no lo sabe -decía el hombre, y su voz sonaba rara, como a través de la niebla.

Adam sacudía la cabeza una y otra vez. Y luego, como sucede en los sueños, ya no estaba en el puesto de flores sino en el balcón de Rowan mirando la puesta de sol. Rowan estaba contenta y sonreía. Sostenía un tallo grueso y verde coronado por un lirio de cala blanco.

Él fruncía el ceño.

– Tú odias los lirios.

– No, es que sencillamente no sabía lo bonitos que eran.

Adam oía cómo las olas rompían y se derramaban en la orilla. Era un ruido que lo calmaba.

Y luego se despertaba y tenía que ir al baño.

Tenía el sueño todas las noches y, a veces, más de una vez en una noche. Pero siempre se despertaba, como si estuviera olvidando algo, algo muy, muy importante.

– Estúpido -se decía a sí mismo-. No eres más que un chaval estúpido.


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