– Verá, señor, hemos verificado su expediente, y es él -dijo el alcaide Cullen con un movimiento rígido de la cabeza y pasándose la mano por la calva suave-. Lleva aquí catorce meses. Nuestros nuevos protocolos de seguridad nos obligan a analizar una muestra de ADN al ingresar el reo. Cuando usted llamó hace tres semanas, tomamos otra muestra de ADN. Es Robert MacIntosh, sin lugar a dudas.
– Tiene que haber hecho el cambiazo durante el traslado -dijo Roger, como si hablara solo.
– ¿Perdón? -dijo John.
– La seguridad es muy estricta -explicó el alcaide Cullen. Desde hace dos años, los presos nuevos deben tener un análisis de ADN registrado en sus expedientes. Además de fotos recientes y huellas dactilares, desde luego. Antes, las huellas dactilares y las marcas corporales eran las principales características distintivas.
»Todo está en el ordenador -prosiguió, ahora más seguro-. Así que cuando ingresamos a Robert MacIntosh en esta prisión hace catorce meses, comparamos su foto, sus marcas y huellas dactilares con los registros informáticos. Coincidían perfectamente.
– ¿Y qué hay del ADN? -preguntó Roger.
– Tomamos una muestra de su ADN cuando ingresó -dijo el alcaide, frunciendo el ceño.
– De modo que no tenían nada con que compararlo.
– Las muestras de ADN son caras, director Collins. A los nuevos presos se les hace la prueba por defecto. MacIntosh está en el sistema desde hace veinte años. A los presos ya existentes se les aplica el examen a medida que se consiguen fondos.
»MacIntosh estuvo en Louisiana desde que lo condenaron hasta hace catorce meses, cuando fue trasladado aquí. No le habían hecho una muestra de ADN -explicó el alcaide.
– Yo no me entere de que lo habían trasladado aquí hasta hace tres semanas -dijo Roger, sin mirar a Rowan a los ojos. Al contrario, se quedó mirando al impostor.
– Trasladado -repitió John, incapaz de disimular su frustración.
Roger asintió con gesto tímido.
– Me enviaron una copia del expediente. Una pandilla en la prisión le había dado una paliza, y no era la primera vez. Louisiana ha tenido ciertos problemas, y el abogado de MacIntosh solicitó un traslado. Se lo concedieron. Se supone que me lo tenían que notificar, pero no lo hicieron.
– No hay motivo para creer que no sea Robert MacIntosh, junior -dijo el alcaide, con la voz tensa de indignación-. Todos los datos coinciden.
– Registros informáticos -masculló John, y se pasó la mano por el pelo-. Puede que los hayan cambiado.
– Perdón, señor Flynn -dijo el alcaide-, pero la seguridad informática es muy rigurosa. Estamos en una penitenciaría federal. Contamos con una buena protección contra los piratas informáticos.
– No hay ningún sistema seguro -sentenció John, con la mandíbula tensa.
Rowan señaló con un gesto de la cabeza al hombre al otro lado del espejo, el hombre que pasaba por ser su hermano.
– Él sabe la respuesta.
Dos minutos más tarde, Rowan estaba sentada frente al hombre que se hacía pasar por su hermano desde hacía catorce meses. John se quedó de pie junto a la pared y al lado de uno de los dos guardias. Roger se sentó a la derecha de Rowan, y el alcaide Cullen, ya bastante nervioso, permaneció a su izquierda.
– ¿Quién eres? -preguntó Rowan.
– Bobby MacIntosh, pero eso ya lo sabéis -dijo el impostor, mirándola e intentando parecer feroz, aunque sin éxito.
– No, tú no eres Bobby -dijo ella, sacudiendo la cabeza-. Bobby es mi hermano. Yo lo conozco. Tú no eres Bobby.
– Oye, muñeca, he cambiado.
– Cuéntanos cómo hicisteis el cambio -dijo Roger.
– No sé de que estáis hablando -dijo el preso. Removió los pies y las cadenas tintinearon, dejando un eco en la sala casi vacía.
Rowan le lanzó una mirada furibunda. Aquel hombre había ayudado a su hermano a matar.
– ¿Lo planeasteis juntos? Cómplice de asesinato. Bien. En Texas hay pena de muerte, ¿no es así, alcaide?
– Pues, sí, así es.
– Supongo que un cómplice no puede ser ejecutado -dijo Rowan, con voz neutra y dura.
– Bueno, existen circunstancias especiales en que se puede ejecutar a un cómplice -dijo el alcaide.
Rowan controló su reacción. Era una mentira, pero el impostor no lo sabría. Tenían que aprovechar el escaso margen del que disponían. Además, todos sabían que Texas tenía una de las legislaciones de pena de muerte más duras de todo el país.
El impostor se movía y removía, hasta que se cruzó de brazos sobre el pecho.
– No sé de que estáis hablando.
– Y bien. Te lo explicare. Tenemos tu ADN. Yo tengo mi ADN registrado en el FBI. El director adjunto Collins -dijo, mirando a Roger-, ya ha llamado para pedir que manden mis datos. Si de verdad eres mi hermano, los perfiles de ADN lo demostrarán. -Le lanzó una mirada al alcaide Cullen, que entendió rápidamente el farol.
– Guardia, por favor, llame a mi despacho y pregunte si ha llegado el fax desde Washington.
Uno de los guardias abandonó la sala y el impostor se volvió visiblemente nervioso. Desde luego, había oído de más de un criminal que habían atrapado gracias al ADN. El ADN era la prueba reina en no pocos juicios, y eso pondría inseguro a cualquier preso.
– Yo, este… -dijo.
– Dinos dónde está Bobby MacIntosh -dijo Roger.
– No lo sé -murmuró el preso. Su mirada iba de Rowan a Roger y luego al alcaide-. Creo que necesito un abogado.
Roger dio un puñetazo en la mesa.
– ¡No!
El alcaide Cullen frunció el ceño. Rowan se inclinó hacia delante.
– Señor, ¿cómo se llama?
– Lloyd -respondió él, y sonaron sus cadenas.
– Lloyd, yo soy Rowan Smith.
– Ya lo sé -dijo él, encogiéndose de hombros.
– Es por mí que Bobby quería salir de la cárcel, ¿no es así? -inquirió ella.
Lloyd vaciló, y luego asintió con la cabeza.
Rowan sintió que la cabeza le daba vueltas. Era Bobby. Siempre había sido él, y quería destruirla. Despojarla de lo que no le había podido quitar hacía veintitrés años.
– Bobby le habló de mí -dijo ella, con voz firme y bien modulada.
– De verdad, creo que necesito un… -dijo él, vacilando.
– Mira, Lloyd, te diré una cosa -intervino el alcaide Cullen-. Lo que nos digas aquí no será usado en tu contra, ¿de acuerdo? Contesta a las preguntas.
– Me matará si hablo -dijo Lloyd, que no parecía convencido.
– Y si no hablas, te mataré yo -dijo Rowan, mirándolo fijo.
– Señorita Smith -le advirtió el alcaide.
El guardia volvió con dos folios que parecían documentos oficiales. Se los entregó al alcaide, que los leyó y asintió. Lloyd palideció, y el color pastoso de su tez se volvió aún más blanco.
– Esto demuestra que no eres Robert MacIntosh. ¿Quieres colaborar o prefieres que te acusen de complicidad en un asesinato?
– ¿Asesinato? Pero ¡si todavía no ha muerto!
– Bobby ha empezado por matar a otros -dijo Rowan-. Quiere acabar conmigo. Pero yo no tengo ni la menor intención de dejar que me mate -afirmó, con una expresión rígida y los ojos ocultos. Sabía que parecía temible. Era una expresión que la prensa comentaba con fruición cuando trabajaba en el FBI. También daba buenos resultados con los criminales.
Ahora no podía venirse abajo. No ahora, que habían llegado tan cerca.
Lloyd tragó saliva, le lanzó una mirada al alcaide y luego a ella. Rowan no movió un músculo, pero el corazón le latía con tanta fuerza que estaba segura de que todos lo oían. Esta vez no podía fallar. Y no fallaría.
– Quiero ver por escrito que no me acusarán de nada de esto -dijo. Se reclinó en la silla y cerró la boca.
Roger miró al alcaide, que suspiró y sacó una libreta. Escribió él mismo una declaración en dos hojas de papel, las firmó las dos y le entregó la pluma a Lloyd. Éste las firmó torpemente, con las manos esposadas y el alcaide las guardó. Rowan echó una mirada. Lloyd había firmado con el nombre de «Robert MacIntosh».
Aquella declaración no era legal sin su verdadero nombre, pero nadie dijo nada. Pobre imbécil, pensó Rowan. No le extrañaba que Bobby lo hubiera manipulado tan fácilmente.
– Conocí a Bobby en la cárcel, en Louisiana. En cuanto ingresó. Un chico rebelde. Congeniamos en seguida. Éramos parecidos. Me habló de usted -dijo, mirando a Rowan-. La odia.
– El sentimiento es mutuo -dijo Rowan, apretando los dientes y sintiendo la sequedad de la boca. No iba a dejar que ese tipo hiciera mella en ella.
– Yo salí al cabo de diez años. Me pidió que la encontrara. Claro, ¿por qué no? No tenía nada mejor que hacer. Pero me costó un huevo encontrarla. Hasta que Bobby me habló de este Roger Collins, aquí y me dijo que quizá se habría cambiado de nombre. Pero tenía su número de seguridad social, y con eso encontré su expediente académico. -El tipo sonrió, visiblemente orgulloso de sí mismo-. Y, vaya, me dediqué a seguirla. No siempre, no tenía por qué. Sabía su nombre, podía mirar de vez en cuando. Mantenía a Bobby informado.
– Tú. Me acechabas. -Fue lo único que pudo decir para no abalanzarse y coger al muy cabrón por el pescuezo.
– Joder, no, a mí usted me importaba un rábano. Y tampoco estaba siempre vigilándola. Tenía que pasar desapercibido, ya sabe. Trabajaba, pagaba los impuestos. Volví a chirona por una acusación falsa, en el norte del estado de Nueva York. Estuve dentro casi dos años. Me rebajaron la condena por buena conducta -dijo, con una risilla-. Eso sí, me di cuenta de algo importante.
– ¿De qué? -preguntó Roger, impaciente.
Él se encogió de hombros y miró con una sonrisa torcida.
– La verdad es que me gusta estar en chirona. No tengo que trabajar si no quiero. Tengo un techo, un lugar donde vivir, y gratis. Nunca he matado a nadie, así que no tengo que vivir en el corredor de la muerte. Quiero decir, la libertad está sobrevalorada. Intenté explicárselo todo a Bobby, pero él no me hacía caso.
»Durante un tiempo, le perdí la pista, y Bobby se puso nervioso. Cuando se enteró de que era una escritora de éxito, o así, y que ganaba mucha pasta, alucinó. Se inventó todo esto, pero le llevó su tiempo. Dos años para planearlo y hacer que todo encajara.
– ¿Cómo os habéis cambiado? -preguntó Roger.
– Eso fue más fácil de lo que me pensaba. No creí que Bobby fuera capaz de apañarse, pero él estaba tan seguro de que funcionaría, y yo pensé, ¿qué más da? Si me atrapaban, me darían lo que yo quería, una temporada en la cárcel. Si funcionaba, me traerían aquí a Beaumont. Bonito lugar. Mucho mejor que allá en Louisiana.