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Capítulo 10

John esperaba fuera del despacho de Rowan sin quitarle el ojo a la cerradura. La culpa le roía la conciencia. Sabía que no debía invadir su espacio. Pero ya había estado en su dormitorio y ahí no había nada de interés, salvo dos cargadores de su Glock en el cajón de su mesilla de noche y una escopeta debajo de la cama.

¿A qué le temía?

Rowan pasaba mucho tiempo en su estudio. Ahí tenía su ordenador. Cuando quería estar sola, se iba al estudio. ¿Por qué?

¿Y por qué él se sentía culpable? Había hecho cosas mucho peores en la vida que hurgar entre los objetos personales de una mujer de cuya protección era responsable. Desde luego, no era su caso sino el de Michael. Pero ella ocultaba algo, algo importante, aunque no lo supiera. Y quizá sería Michael el que pagara por su silencio.

O, quizá, sería la propia Rowan.

John no iba a dejar que eso ocurriera. Abrió la puerta antes de que pudiera cambiar de opinión, y la cerró tras entrar, con el corazón acelerado. No pretendía curiosear en la vida de Rowan. Sin su invitación, no.

La decoración del estudio era diferente del blanco desnudo que imperaba en el resto de la casa. Revestimientos de madera de cerezo, estanterías empotradas y una gran mesa esquinera dominaban la pequeña sala. Había dos sillones de cuero frente a frente en el medio. Una silla de lectura, una mesa y una lámpara en un rincón. El suelo de baldosas del estudio era el mismo del pasillo, pero estaba casi todo cubierto por una gruesa alfombra de tripe blanca.

Era un ambiente convencional y acogedor, decididamente más adecuado para Rowan que el vacío blanco inmaculado de la casa de la playa en Malibú.

Al ver la mesa desordenada, montones de libros en la mesa de lectura y una taza con un fondo frío de café, John pensó que ése era el verdadero hogar de Rowan. Se sentía peor invadiendo ese espacio que entrando en su dormitorio.

La mayoría de los libros versaban sobre crímenes de la vida real, novelas policiacas y clásicos literarios. Sobre su mesa había un ejemplar ajado de Alguien voló sobre el nido del cuco . En las estanterías había más clásicos conocidos. Puede que fuera una casa de alquiler, pero era evidente que ella había traído muchas cajas de libros. Por alguna razón, John sospechaba que el dueño de aquella aséptica casa no era lector de Steinbeck y Las uvas de la ira , o de A sangre fría , de Truman Capote.

John se quedó mirando la mesa. Encendió el ordenador. Mientras acababa de ponerse en marcha, buscó cualquier cosa que le diera una pista sobre Rowan y su pasado.

El montón de periódicos junto al ordenador eran copias de periódicos en Internet que trataban del reciente asesinato. Denver, Los Ángeles, Portland. Él ya los había leído. La policía se había guardado de revelar el detalle de los libros abandonados en la escena del crimen, pero la prensa ya había relacionado los asesinatos con los libros de Rowan.

Aquella asociación debía torturarla. Haber pasado seis años luchando contra los asesinos en serie y asesinatos múltiples para acabar siendo protagonista de un caso similar.

John sabía cómo se sentía. Había perdido la cuenta de los años que llevaba librando una guerra interminable contra las drogas, y en ocasiones había perdido de vista el límite entre los buenos y los malos, donde acababan unos y empezaban otros. Sin embargo, era una guerra que se había jurado librar hasta que el último desalmado que se colara por los resquicios de la ley estuviera muerto y quemando en el infierno.

Los otros montones de papeles parecían copias de facturas, notas para sus libros, impresiones de capítulos. Sabía por Michael que trabajaba en un nuevo libro y en el guión de la película que estaban rodando. Mencionó algo sobre su primera película, que había sido rechazada, y le dijo que Rowan no estaba dispuesta a dejar que nadie reescribiera sus libros para transformarlos en algo que no eran.

John también entendía eso. En realidad, creía haber encontrado algo profundo en Rowan que no podía explicar. Era como si supiera cómo iba a reaccionar, qué pensaría en una situación cualquiera, y sospechaba que esos asesinatos la estaban corroyendo por dentro. Se la veía irritada y se mostraba inflexible en su actitud más superficial, pero cuando él miraba en sus ojos, veía en ellos todo lo que ella no decía.

Rowan Smith ocultaba sus emociones muy en sus adentros. Igual que él.

John se sentó ante el ordenador cuando no encontró nada más entre los papeles. Su correspondencia electrónica era principalmente con la gente de los estudios, y la mayoría de ella versaba sobre el guión en que Rowan trabajaba. No guardaba los correos antiguos. Él podía encender su portátil y copiar sus archivos antiguos pero, por algún motivo, no pensaba que tuviera nada importante en su ordenador. Al parecer, sólo lo usaba para escribir.

Crimen de pasión era la película que se estrenaría ese fin de semana. Crimen de claridad era la que estaban rodando ahora. Hojeando sus documentos, vio que Crimen de riesgo era la novela que saldría a la calle la próxima semana y que La casa de los horrores era la novela en que trabajaba ahora.

John se sentía confundido. Rowan estaba segura de que habría una víctima más, de su cuarta novela, Corrupción , y que luego el asesino vendría a por ella. Pero, ¿qué había de la última novela? Ese libro no había conservado el título de la serie «Crimen de…» Se preguntó a qué se debería eso. Tendría que preguntárselo. Pero si se lo preguntaba, ella sabría que había entrado en su ordenador.

¿Era posible que el asesino se hubiera hecho con una copia del manuscrito del libro? ¿Se trataba de alguien que Rowan conocía bien? ¿Lo bastante como para invitarlo a casa?

John apagó el ordenador y echó un vistazo a su mesa de trabajo. El cajón de los archivos contenía casi únicamente correspondencia personal o relacionada directamente con sus libros.

Excepto una carpeta.

Noticias de periódicos, ligeramente amarillentos, de hacía unos cuatro años, informaban de una masacre en Nashville, Tennessee.

El empresario Karl Franklin asesina a toda su familia y se suicida.

La noticia informaba que Karl Franklin llegó a casa tarde un lunes por la noche después del trabajo y mató a su mujer y a sus cuatro hijos mientras dormían. Todo el mundo estaba espantado. Franklin era un hombre de negocios exitoso, no tenía problemas económicos y siempre hablaba con entusiasmo de su familia.

No había motivos visibles, ninguna razón. El hombre se había quebrado y asesinado a su familia cuando nada debería haberlo quebrado. Y luego se quitó la vida, y nadie pudo preguntarle por qué.

Hacía cuatro años. Era el caso que aparecía en las pesadillas de Rowan. Era el caso que estaba revisando en el FBI en ese preciso momento.

Algo se insinuó vagamente en su conciencia. Sacó su teléfono móvil y llamó a un contacto en Washington.

– Hola, Andy, soy John Flynn.

– Flynn. Es la segunda vez que me llamas esta semana. Parece que estás trabajando.

– Se podría decir. Estoy ayudando a mi hermano con un caso. ¿Tienes algo para mí?

– No. Te dije que tardaría lo suyo. Meterme a averiguar cosas sobre la vida del director adjunto me podría costar el empleo, amigo. Espero que tengas un empleo para mí en el comando Delta.

John rió.

– Puedes acompañarme la próxima vez que vaya a América del Sur.

– No, gracias. Prefiero trabajar en un McDonald's. Querías un informe de la situación. Ahora no tengo nada. Llámame la semana que viene.

– No. Otra pregunta, que debería ser fácil.

– Dime.

John oyó que un vehículo se detenía frente a la casa. Se acercó a la cortina y miró, pero no vio nada.

– ¿Cuándo dejó Rowan Smith el FBI? Fue hace cuatro años. Quiero una fecha exacta.

– Eso te lo puedo decir. No cuelgues.

– Gracias.

Mientras esperaba, John siguió mirando por la ventana. Sólo podía ver los techos de los coches que pasaban por la autopista a unos quince metros, por un elevado terraplén que la separaba de la casa de Rowan. Era una carretera muy transitada.

Antes de que Andy volviera al teléfono, un camión viejo pasó lentamente delante de la casa pero sin detenerse. Si el conductor buscaba una casa, podía ser cualquiera de las docenas que había en ese trozo de la carretera del Pacífico. El camión pasó de largo y salió de su campo visual. Pero John nunca dudaba de su intuición y esperó junto a la ventana, ajustando la veneciana para ver sin ser visto.

– ¿John?

– Sigo aquí.

– Su finiquito data del treinta y uno de agosto, pero ella renunció a toda actividad el dos de mayo.

John no tenía que volver a mirar el periódico para saber que Franklin mató a su familia el primero de mayo. No sólo había sido su último caso sino también el motivo de su renuncia. ¿Por qué? John había leído los demás expedientes. Algunos eran crímenes mucho más brutales, y ella los había investigado sin titubear.

– Una cosa más.

Andy suspiró con un resoplido trágico.

– Me van a despedir.

– Puedes mirar a ver si hay otros crímenes similares al de Franklin.

– ¿Dónde? ¿Cuándo?

– Estados Unidos. Cuando sea.

– Mierda, John. Suerte que tus preguntas no son nada difíciles.

John no pudo evitar una sonrisa.

– Te debo una -dijo.

– Ya lo creo que sí. Te llamaré. No sé cuándo. Es un asunto muy extenso que cubrir.

– Gracias, colega. Lo ideal sería lo más pronto posible.

– Ya no sé si seguimos siendo colegas -dijo Andy, y colgó.

John sonrió. Andy nunca cambiaría. Era agradable cuando la reacción de las personas se volvía predecible.

Se quedó junto a la ventana y esperó. Al cabo de diez minutos, pensó que el conductor había venido de visita a otra casa en la calle. Se apartó de la ventana y paseó la mirada por el estudio una última vez.

Aquel lugar no podía revelarle nada más. Pero John salió con la sensación de que conocía mucho mejor a Rowan Smith.

Salió del estudio, no sin antes asegurarse de que todo estaba tal como lo había encontrado. El ordenador apagado, el montón de papeles, los cajones cerrados. Todo en orden.

Era pasada la hora de comer, y tenía hambre. Aunque no sabía cocinar ni la mitad de bien que su hermano, sabía hacer unos bocadillos muy suculentos. Tess le había dicho que Rowan tenía poca comida en casa hasta que llegó Michael. Mientras John miraba en la nevera y en la despensa bien surtidas, no pudo evitar preguntarse hasta cuándo se quedaría Michael. Por la cantidad de comida, parecía que pensaba quedarse para siempre.

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