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– Johnny, no sé dónde vive ahora -dijo, encogiéndose de hombros -. Viene de vez en cuando, me entrega un fajo de billetes y se va. No sé dónde lo consigue. -La mujer hizo una pausa y lo miró con ojos llorosos -. No puedo gastarlo. Creo que… creo que está metido en algo feo.

– Le seguí la pista gracias a viejos amigos. Enseguida supe que estaba tramando algo. Uno de sus planes para enriquecerse de golpe. Uno de sus grandes planes. Desde luego, él no me lo contó. No me dio a entender que estuviera pasando drogas a chavales en el instituto. Y a otros, más jóvenes. -La voz se le quebró-. No, tuve que descubrirlo solo. Cuando lo seguí.

– Lo siento mucho. Te debió doler saberlo.

– No, no me hizo daño. Estaba demasiado cabreado para que me hiciera daño. Denny no me hizo caso, así que conseguí que mi padre fuera a hablar con él, que intentara llevarlo por buen camino. Mi padre podía hacer cualquier cosa. Era ese tipo de hombre. Sabía cómo inculcarles algo de sentido a los jóvenes delincuentes que se jactaban de saberlo todo. Delincuentes como Denny. Porque eso era precisamente en lo que se había convertido. En un delincuente traficante de drogas.

– Denny, chico -dijo Pat Flynn, mirando la opulenta casa de Malibú que, inexplicablemente, Denny había comprado a la edad de veinticuatro años, sin tener un empleo conocido ni medios de ganarse la vida -. Creo que te has metido en un charco demasiado profundo.

John observaba desde la perspectiva de su padre, seguro de que podía hacerle reflexionar. Denny tenía los brazos cruzados, en actitud desafiante.

– Oiga, señor Flynn, usted no debería haber venido. -Más allá de su actitud arrogante, daba la impresión de que Denny tenía miedo.

Tenía motivos para estar asustado, pensó John. Se le habían muerto varios chavales de sobredosis. Él mismo ahora consumía esa porquería, a juzgar por la nariz irritada y sus ojos inyectados en sangre. Maldita sea, habían vivido juntos los cuatro años de instituto, sin haber cedido jamás a la tentación de la droga, excepto en una ocasión, a los dieciséis años, cuando la bella Mandy Sayers había compartido con ellos un porro.

– Denny, yo te puedo ayudar. Te puedo sacar de todo este lío.

– No sé de qué está hablando, señor Flynn. No estoy metido en ningún lío.

Denny se pasó la mano por el pelo y sonrió con una mueca mientras con la otra mano se tocaba la oreja. Nunca había sabido mentir convincentemente.

– Mi padre lo intentó. Por Dios que lo intentó. Nunca lo había visto tan frustrado. Acabó gritándole a Denny. Mi padre nunca gritaba. No así, enrabietado. Pero Denny negaba rotundamente que estuviera metido en algo ilegal. Le mintió a mi padre. Me mintió a .

– Era como si te hubiera traicionado.

– Sí -convino John, con voz queda, y le apretó la mano.

– ¿Qué le pasó? -preguntó Rowan al cabo de un rato.

– Fue ejecutado.

Hacía una semana que intentaba convencer a Denny de que delatara a sus camellos y jugara del lado de los buenos para variar. Cuando eso no surtió efecto, sólo quería que Denny saliera de la droga antes de que lo matara. Denny ni siquiera reconoció que traficaba, nunca reconoció que estaba metido hasta el cuello en esa mierda.

– Fue culpa mía.

– ¿Por qué? Denny tomó sus propias decisiones. Nadie lo obligó a comenzar a traficar.

– Ni mi padre ni yo abandonamos. Una noche, la noche antes de que lo mataran, me dijo que era un hombre marcado. Que su jefe había visto a los polis en su casa. Yo sabía que se refería a mi padre, pero no lo dijo.

– Yo les contaré toda la verdad. No es lo que te piensas, Johnny. Pero, pero… creo que será mejor que dejes de venir por aquí, ¿vale? Simplemente esfúmate durante un tiempo, ¿vale?

– No quería nada más que ver conmigo, dijo. Me marché. Me sentía herido, tenía mucha rabia y no sabía qué hacer. Volví a hablar con mi padre. Entonces él me contó que había hablado de Denny con los de Estupefacientes. Desde entonces le seguían la pista, esperando que los llevara hasta Reinaldo Pomera.

– Pomera -murmuró Rowan, que conocía el nombre.

– Así es. Por aquel entonces, Pomera todavía no era el capo que es ahora, pero ya era letal. El principal traficante de América del Sur a California. Mi padre no me habló de los detalles. En ese momento, no. Nunca me lo contó. Después, supe que Pomera estaba en el país y que la policía tenía intención de atraparlo. Denny era la mejor pista. Le habían ofrecido acogerse al programa de protección de testigos, pero él negó que necesitara nada, insistió en que no estaba metido en nada ilícito.

»La noche siguiente, ya no lo soportaba más. No quería traicionar a mi padre, pero sabía que algo malo le pasaba a Denny. Tenía que escapar, y tenía que hacerlo rápido. Yo no tenía demasiado dinero, pero era suficiente para llevarlo a alguna ciudad donde esconderle y yo pudiera inculcarle alguna cordura, maldito gilipollas. -La voz se le volvió a quebrar, y el escozor de las lágrimas no derramadas le hizo arder la garganta.

Un recuerdo de él y Denny. Tenían doce años, y montaban en bicicleta por el canal del control de inundaciones. Riendo, dando saltos que no debían practicar. Tuvieron suerte de no romperse un brazo, o una pierna, o algo peor. Denny siempre llevaba el pelo demasiado largo, y le colgaba por encima de los ojos como un perro ovejero.

– Volví, por última vez, y ahí lo encontré.

La casa estaba toda iluminada, como si se estuviera incendiando. Pero no era fuego. Era la muerte, y era fría.

El olor de la muerte no le era desconocido. Había perdido a un par de amigos en la línea de fuego. El olor cobrizo de la sangre, mezclado con el hedor de los fluidos corporales cuando, en el momento de la muerte, el cuerpo se relajaba… la muerte tenía rodeada la casa de Denny.

La muerte de Denny.

– Lo habían matado como si fuera una ejecución. Lo toqué, lo examiné para ver si podía salvarlo.

Los ojos vidriosos lo miraban, oscuros y vacíos. Él le devolvió la mirada, como si viera a su mejor amigo por primera vez.

– Ya estaba muerto. Pero el cuerpo todavía estaba tibio. Había llegado sólo minutos después de que el asesino huyera.

– También te habrían matado a ti -dijo Rowan, con la voz teñida por la emoción.

– Lo sé. -John respiró hondo, y acabó su relato-. Contra los deseos de mi padre, investigué por mi cuenta. Descubrí que Pomera estaba en la ciudad. Supe por los amigos de la movida de Denny que Pomera había ordenado la ejecución porque Denny estaba robando parte de la mercancía.

»Sin embargo -siguió, con la voz marcada por un odio intenso-, creo que fue el propio Pomera el que apretó el gatillo. Por todo lo que he sabido acerca de ese cabrón de mierda, se lo habría pasado muy bien matando a un patético camello de medio pelo y drogota como Denny.

– ¿Y por eso ingresaste en la DEA?

– Sí.

– ¿Y por qué lo dejaste?

Mierda, Rowan hacía las preguntas más difíciles. Hacía mucho tiempo que John no pensaba en todo eso, pero se lo debía, sobre todo después de que ella arrancara el velo de su propio pasado. Después de lo que habían compartido.

– ¿Acaso no dijo alguien que la confesión era buena para el alma?

– Es un poco complicado.

– No tienes que contármelo.

– Quiero contártelo.

Sonaron las campanillas del timbre y el momento se interrumpió. Rowan se puso tensa junto a él, y acto seguido se apartó de él y dejó la cama de un salto. Fue deprisa hacia el armario empotrado y cerró la puerta firmemente a sus espaldas.

Fallo en el cálculo del tiempo. Fallo de planificación, también, Pensó él, mientras recogía su pantalón de chándal sucio, todavía húmedo del sudor. Se lo puso rápidamente, hizo lo mismo con su camiseta, cogió su pistola y bajó corriendo. El sexo, y luego la purga de los demonios… Recuperó la compostura y esperó que Michael no pudiera leer en su rostro lo que había vivido en las últimas doce horas.

Miró por la mirilla y frunció el ceño. Quinn Peterson, el agente federal. Su aspecto desaliñado y su barba incipiente daban a entender que no había dormido demasiado la pasada noche.

No podía tratarse de otro asesinato. Eso quería decir que la siguiente era Rowan. John se puso tenso con sólo pensar en ello. No, Rowan no. Él no dejaría que el asesino ni se le acercara.

Se preparó para la mala noticia y abrió la puerta.

– Peterson.

– Flynn. -Peterson entró y John echó el cerrojo a la puerta y volvió a activar la alarma.

– ¿Dónde está Rowan?

– En la ducha -dijo John.

– Estoy aquí -dijo Rowan, que bajaba las escaleras.

John le lanzó una mirada de reojo. Estaba muy compuesta, vestida con un pantalón vaquero y una camiseta blanca, el pelo peinado y recogido en una cola mojada. Su piel tenía una pátina de color ausente el día anterior. John no pudo sino alegrarse de ser la causa de esa mejoría de ánimo.

Pero ese brillo desapareció cuando vio la cara de Peterson. John se giró para volver a mirar al federal.

– ¿Qué ha pasado?

– Sentémonos -dijo Peterson. Cruzó el vestíbulo y se acercó a las ventanas que miraban al mar. No los miró.

– Quinn, dinos ¿qué ha ocurrido? ¿Ha asesinado a alguien más? -preguntó Rowan, con voz temblorosa.

Peterson se volvió para mirarlos, con los ojos enrojecidos.

– Es Michael. El muy cabrón le ha disparado.

John ni siquiera oyó el sobresalto en la respiración de Rowan. Sintió el corazón como un martillo en el pecho, un zumbido en los oídos. Su hermano. No.

– ¿Qué hospital? ¿Dónde?

– Michael ha muerto.

– No. -John sacudió la cabeza-. ¡Maldita sea! ¡No! -Lanzó una patada a la mesa de centro de vidrio con el pie descalzo, y ésta cayó y se hizo trizas contra la mesa del fondo de la sala.

Michael. No, Michael, no. John miró a Peterson y supo que no había ningún error.

Michael estaba muerto.

Un intenso vacío físico se apoderó de su pecho, diez veces peor que cualquier dolor vivido antes. La muerte de su padre fue un golpe que sacudió a toda la familia. La muerte de sus compañeros en el ejército era una herida en el alma. La muerte absurda de Denny había trastocado todo aquello en lo que John creía, y había acabado de forjar su camino.

Pero, Michael. Su mejor amigo. Su hermano.

Todas las muertes, todos los asesinatos absurdos por cuestiones de drogas. Había visto más sangre y entrañas al desnudo que cualquiera en toda su vida. Nada lo había preparado para esto.

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