– Sun Gao tuvo graves problemas durante lo que podríamos llamar la época del caos -dijo el hombre del centro-, pero en vez de intentar salvarse, solicitó al primer ministro Chu En-lai que protegiera uno de nuestros tesoros. Si hubieras visitado el templo Jinci de la provincia de Shanxi, famoso por sus Tres Manantiales Eternos, sabrías que el primer ministro Chu envió un ejército para proteger…
Otra pieza que encajaba, ésta del propio pasado de Hu-lan. Recordaba una excursión a Jinci con la granja Tierra Roja.
Los monjes fueron ridiculizados y golpeados. En los edificios más modernos Hu-lan y sus camaradas destruyeron pinturas y esculturas, pero no pudieron tocar el edificio más antiguo y hermoso de Jinci, el famoso Templo Madre, defendido por la guardia personal de Chu En-lai. Como Henry Knight dijo el día que volvían a Taiyuan: Sun Gao, incluso en las peores circunstancias “se mantuvo firme”. Al contrario que otras personas en al sala, incluida ella, nunca había renegado de sus principios y deberes.
Hu-lan era consciente de que los demás la observaban con atención, juzgando, comprobando su lealtad y sus recuerdos.
– Le queda una petición, Liu Hu-lan -dijo una voz al fondo. Era Sun Gao-. Quizá le sea más útil personalmente.
– Hay un hombre, Bi Peng. Trabajaba en el Periódico del Pueblo.
– Lo conocemos.
– Seguro. Le han instigado a escribir cosas sobre mí y mi familia.
Cuatro de los hombres se removieron inquietos en el sillón hasta que el hombre del centro dijo riendo:
– ¿Quiere que le enviemos a un campo de trabajo?
– Tal vez bastaría con destinarle a un puesto menos perjudicial.
– Eso no la hará libre -comentó alguien.
– No quiero que se utilicen mentiras para tenerme controlada -contestó Hu-lan, intentando reconocer al que había hablado.
– ¿Qué sugiere?
– Acepto sus condiciones y ustedes aceptan las mías. Yo tengo mucho más que perder. Creo que me llevan ventaja en el juego. ¿Podríamos dejarlo así?
Al cabo de unos minutos, Hu-lan volvía a estar tras la ventanillas ahumadas del Mercedes. Esta vez no se despejó el callejón enfrente de su casa. Bajó del coche, no hizo caso de las miradas curiosas de los vecinos, y entró en la mansión familiar. Su madre y la enfermera no habían vuelto. David seguía al otro lado del Pacífico. Confiaba en que nunca supieran de su visita al otro lado del lago.
En su casa de Los Ángeles, David estaba con el agente especial Eddie Wiley. Había pasado poco más de un mes desde su viaje a China, pero la ciudad, la casa, su propia cama, le parecían extrañas.
Deseaba estar en su hogar con Hu-lan. Pero no desatendía sus asuntos. Iba todos los días a Phillips amp; MacKenzie, el “ amp; Stout” había desaparecido. Habían tenido mala publicidad, pero tal como Phil Collingsworth y los otros socios le aseguraron, no sabían nada de los tejemanejes de Miles. se desvivían por demostrar que su oferta de volver al bufete no sólo era sincera, sino que hacía tiempo que o deseaban. Al mirar atrás, Phil recordó que Miles, cuando por fin de unió a la votación, había sido el único socio en presentar el veto a última hora. Cuando David estuvo dentro, Miles manipulo la situación como sólo una mente privilegiada, aunque a fin de cuentas corrupta, podía hacerlo. Miles había sido el artífice, pero la empresa era más que un hombre. De hecho, la facturación había aumentado gracias a Randall Craig y a las diversas investigaciones federales de que era objeto Tartan. El único coste real fue cambiar el rótulo de la puerta y reimprimir el membrete de la correspondencia.
Phil y los demás lo animaron a quedarse en el bufete y a mantener abierta la oficina de Pekín. David, cuya fe en la ley había sido tan duramente puesta a prueba durante el último año, se dejó llevar pos los sentimientos de sus socios. Como mínimo, reafirmó su pasión por el derecho. La justicia no siempre seguía el libreto. El resultado podía ser a menudo poco satisfactorio e insuficiente, pero esta vez sentía que, pese a todo, la justicia podía estar contenta.
Su tarea no había concluido. Los principales responsables estaban muertos o esperando la ejecución en China. Sin embargo, el asunto había despertado el interés del procurador general de Estados Unidos, que inició una investigación a fondo de las operaciones transoceánicas de Tartan. Como resultado, David pasó varios días testificando ante un gran jurado, pero la mayoría de sus respuestas consistieron en alegar que no podía responder, acogiéndose al privilegio de la confidencialidad abogado-cliente. Como ya no tenía despacho en el edificio del tribunal, se refugió en el de Rob Butler. No había muchos testigos a los que se les concediera tal tratamiento de VIP, pero David y Rob eran amigos. La amistad todavía hizo más difícil preguntarle a Rob por qué no le había dicho lo de Keith.
– ¿Decirte qué? -dijo Rob-. ¿Qué habría podido explicarte? Entró aquí solicitando asilo político para esa chica, pero no tenía pruebas de que corriera peligro ni de que fuera una disidente destacada.
“Después me preguntó si el motivo por el que no le ayudaba era que lo estábamos investigando. Le contesté que habíamos comprobado lo que había escrito esa periodista meses atrás y no habíamos encontrado nada. Pero Keith no me creyó.
David reflexionó sobre la actitud de Keith durante su última noche: su desesperación, su angustia, incluso su ira. Tanto dolor podría haberse evitado si Keith hubiera dicho la verdad. Y también Rob y él mismo.
– Antes de viajar a China te preguntó directamente…
– Si se estaba investigando a Keith Baxter y si había alguna posibilidad de que fueran por él y no por ti esa noche. En primer lugar, quiero que sepas que no te hubiera dejado ir a China de haber pensado que Keith era la víctima prevista. Pero ¿cómo iba a imaginarlo? Keith acudió a mí por esa chica y…
– ¿Qué me dices de la investigación?
– Ese día Madeleine dijo que no había ninguna investigación y era cierto. Pero también dije que tal vez su nombre se había citado en otro asunto.
– ¿Y qué se supone que entendería yo con eso?
– Lo mismo que yo, si hubiera estado en tu lugar. Nada. No podía decirte por qué estuvo aquí, tú tampoco podías decirnos qué estaba ocurriendo en China. Tenemos ese fastidio llamado confidencialidad. Además, Keith era también amigo mío. Estaba muerto. ¿Tenía que decirte que se había presentado con una idea descabellada, mintiéndome desde el principio, por cierto, para traer a su novia? Pensé que lo mínimo que podía hacer para preservar su memoria era mantener la boca cerrada. No me digas que no habrías hecho lo mismo.
David reflexionó sobre sus propias acciones. ¿Y si se hubiera enfrentado a Miles en el funeral, dejando de lado los tópicos y las excusas fáciles? Pero igual que Rob, había considerado prioritario preservar la memoria de su amigo. Después, cuando llegó la oferta de trabajo, había resultado fácil enterrar las preocupaciones, obsesionado con la idea de volver con Hu-lan. Tendría que vivir el resto de su vida asumiendo ese momento de egoísmo.
Dos días más tarde, después de terminar su declaración, David se dirigió a la finca de los Stout al enterarse de que Mary Elisabeth volvía a Michigan. La entrada estaba bloqueada por camiones de mudanzas, casa de subastas y organizaciones caritativas. Entró y encontró a Mary Elisabeth, con vaqueros y camiseta, organizando el embalaje y regalando los bienes familiares.
Al verlo, asomó a su rostro una sonrisa triste y le indicó que la siguiera. Salieron a la terraza. Era un precioso día de finales de verano y el aire olía a rosas.
– Yo no quería todo esto. -El ademán de Mary Elisabeth abarcó los jardines, la mansión, el paisaje, el sistema de vida que ella y Miles habían construido-. Pero él sí. A toda costa.
– ¿Sabías algo?
– Sólo conocía sus sueños e incluso éstos siempre eran… sabía que no era feliz. ¿Recuerdas cuando Michael Ovitz dejó la CAA y fichó por Disney? Era el hombre más poderoso de Hollywood, pero tenía que llevarle un vaso de agua a Julia Roberts si ella se lo pedía. Bueno, así es como se sentía Miles. Ganaba una fortuna, pero tenía que estar siempre a disposición del cliente.
David pensó en lo que Doug le había dicho sobre Miles.
– ¿Es cierto que Tartan le había ofrecido un empleo?
– Sí, como asesor general. Él habría sido el cliente, ¿te das cuenta?
No quedaba nada más que decir y volvieron a entrar en la casa. Mary Elisabeth le puso una mano temblorosa en el brazo-. David sabía lo que quería preguntarle.
– No, no sufrió. Ni siquiera se dio cuenta.
A principios de septiembre, Hu-lan estaba descansando en una tumbona en el patio cuando se presentó la señora Zhang, la directora del Comité de Vecinos, para la visita acostumbrada. La anciana, vestida con chaqueta y pantalón negros, se colgó del brazo de David y sonrió encantada mientras la acompañaba fuera. Se sentó enfrente de Hu-lan en un taburete de porcelana. Tan pronto David entró a preparar el té, la señora Zhang dijo:
– Es simpático ese hombre. Veo que practica el mandarín, pero habla de una manera espantosa y divertida a la vez.
Hu-lan había intentado enseñarle a David frases elementales: “Bienvenido. ¿Cómo está usted? Bien. ¿Cuánto cuesta? Es demasiado caro. ¿cómo está su hijo? ¿Podría decirme…?” Pero no estaba dotado para los idiomas. En los últimos tiempos empezó a pensar que sería mejor para él olvidarse, ya que las inflexiones de voz era pésimas, y como la señora Zhang había notado, daban como resultado divertidas confusiones.
– ¿Qué ha dicho hoy?
– Qing Wen… La señora Zhang sustituyó a propósito la cuarta inflexión de Wen por la tercera, cambiando el significado de “Por favor, le ruego” por “Por favor, béseme”.
Hu-lan sonrió mientras la anciana reía a carcajadas.
– Puede besarme si quiere -añadió la mujer-. No me parece tan desagradable como antes.
David volvió con el servicio de té, lo dejó encima de la mesa y se retiró al otro lado del patio, donde la madre de Hu-lan, su enfermera y el viceministro Zai estaban sentados bajo las ramas retorcidas de un yoyoba. Jin-li no sabia quién era David, aunque aceptaba su presencia sin cuestionarla; tampoco entendía que pronto sería abuela. Pero parecía feliz en al casa de su infancia y, aunque seguían sin gustarle los címbalos, los gongs y los tambores del grupo Yan Ge, se había acostumbrado a la algarabía matutina. David encontró otra forma de sobrellevarlo: uniéndose a la banda.