Esa mañana, como todas las de ese verano en Pekín, Liu Hu-lan despertó antes del amanecer con el estrépito ensordecedor de tambores, címbalos, gongs y, lo peor, los horribles chillidos de un suo na, un instrumento de viento de muchos tubos que resonaba espantosamente. Al tiempo que las voces exuberantes, los aplausos y los gritos del Grupo Folklórico de Música y Danza Shisha Hutong Yan Ge competían por superar el ruido de los instrumentos. Se trataba del principio de lo que iba a ser una sesión de tres horas y esta vez parecía tener lugar justo en la puerta de la residencia de la familia Hu-lan.
Hu-lan se puso la bata de seda y unas zapatilla de deporte y salió al a galería cubierta, contigua a su cuarto. Aunque sólo eran las cuatro, el aire ya estaba espeso de calor, humedad y contaminación. Pasado el solsticio de verano, los pequineses se preparaban para la llegada del Xiao Shu, el Calor Menor. Pero el Da Shu de este año, el Gran Calor, se había adelantado. La semana anterior hubo cinco días seguidos con temperaturas de más de 42° C y una humedad de alrededor del 98 por ciento.
Hu-lan cruzó deprisa el patio interior y pasó por delante de otros pabellones donde en los viejos tiempos habían vivido las diferentes ramas de su extensa familia. En la escalinata de uno de ellos la esperaba la enfermera de su madre, ataviada con un sencillo pantalón de algodón y una blusa blanca de manga corta.
– Aprisa, Hu-lan, hágalos callar. Su madre está muy mal esta mañana.
Hu-lan no respondió. No le hacía falta. Hacía tres semanas que repetían la misma rutina.
Llegó al primer patio, empujó la puerta y salió al callejón al que daba la casa de su familia. Había unas setenta personas, todas ellas mayores. La mayoría llevaba túnicas de seda rosa y unos pocos iban de verde eléctrico. Estos últimos, por lo que se había enterado Hu-lan la semana anterior, habían venido de la Brigada de Baile de la Puerta Celestial por una discusión sobre quién dirigiría la danza en su propio barrio. La gente, con sus disfraces, tenía un aspecto muy colorido y -debía reconocerlo- bastante agradable: abanicos decorados con lentejuelas, espumillones brillantes, penachos blancos que se movían al compás de la música. Los cuerpos de los ancianos giraban alegremente con los tambores y los címbalos, en una danza mezcla de saltos de conejito y paseo.
– Amigos, vecinos -gritó Hu-lan intentando hacerse oír-, por favor, debo pedirles que se vayan.
Por supuesto que nadie le prestó atención. Hu-lan se metió entre los bailarines, precisamente cuando empezaban a abrir el círculo y a formar filas.
– ¡Ah, inspectora! ¡Qué bonita mañana! -el saludo provenía de Ri Li-han, una mujer octogenaria que vivía cinco casas más allá. Antes de que Hu-lan respondiera, la anciana se alejó dando vueltas.
Hu-lan trató de parar a un bailarín y luego a otro, pero todos se escabullían riendo, con las caras ruborizadas y sudorosas. Se abrió paso entre los bailarines hasta llegar a los músicos. Los hombres que soplaban el suo na tenían las mejillas hinchadas y enrojecidas. El sonido que emitía el instrumento era agudo, fuerte y disonante. Resultaba imposible hablar, pero cuando los músicos vieron a Hu-lan palparse los bolsillos de la bata, intercambiaron miradas de complicidad. No era la primera vez que veían a su vecina hacer lo mismo. Liu Hu-lan buscaba su credencial del Ministerio de Seguridad Pública, pero como otras veces a esas horas del a mañana, la había olvidado. Le sonrieron a la inspectora con una inclinación de cabeza.
Los músicos, sin parar de repiquetear los tambores y de soplar emprendieron la marcha despacio por el callejón. Los ancianos, como si respondieran a una indicación y sin abandonar su danza rítmica, desfilaron delante de Hu-lan. Ésta esperaba que la señora Zhang hiciera piruetas, pero como no lo hizo, caminó hasta la casa de la anciana maldiciendo en voz baja la ola de nostalgia que recorría actualmente la ciudad. Un mes eran los restaurantes que celebraban “los lejanos buenos tiempos” de la Revolución Cultural; al mes siguiente una demanda enloquecida de botones coleccionables Mao.
Después, una especie de furor por el estilo occidental consistente en vino blanco mezclado con coca-cola y hielo; otro mes, los ancianos sacaban de baúles y armarios sus disfraces Yan Ge arrugados e instrumentos y se los llevaban a la calle como un puñado de adolescentes.
La música Yan Ge era originaria del a China nororiental y el Ejército Popular de Liberación la había llevado a Pekín en 1949. Ahora, tras años de privaciones y revueltas políticas, los ancianos habían hecho renacer dos pasiones gemelas: bailar y cantar. Los únicos problemas -y ambos eran muy importantes, al menos para Hu-lan- eran la hora del día y el ruido. China, aunque era un país muy grande, funcionaba con el mismo huso horario. Mientras que los campesinos del extremo oriental no empezaban a trabajar el campo hasta las nueve, cuando salía el sol, en Pekín el día comenzaba desmesuradamente temprano. Hu-lan detestaba levantarse antes de las seis, y no hablemos del a cuatro de la madrugada por culpa del infame barullo de la trouppe de llana Ge.
Ese constante jaleo había sido de lo más perturbador para la madre de Hu-lan. En lugar de llenar a Ling Jin-li de nostalgias sentimentales o de despreocupados recuerdos, esos ruidos escandalosos la ponían quejumbrosa. Jin-li estaba confinada en una silla de ruedas desde la Revolución Cultural y aún sufría de accesos de catatonía. Durante las primeras semanas, desde su regreso a la tranquilidad del Hutong, su salud había mejorado mucho. Pero con esa música Yan Ge que le removía el pasado, el estado de Jin-li había vuelto a empeorar y era la razón por la cual Hu-lan había tenido que ir varias veces durante aquel verano a quejarse a la directora del Comité Vecinal Zhang. Pero esta anciana, cuyo trabajo consistía en vigilar las entradas y salidas de los residentes de ese vecindario de Pekín, también se había unido al grupo de bailarines y parecía absolutamente inmune a las imprecaciones de Hu-lan.
– Huan-ying, Huan-ying -dijo la señora Zhang Ju-ning al abrirle la puerta. Aunque al ver cómo iba vestida su vecina, la anciana la hizo entrar de un tirón-. ¿Pero dónde está tu ropa de calle? ¿Intentas asustar a los vecinos?
– No van a ver nada que no hayan visto antes -dijo Hu-lan arrebujándose un poco más en la bata.
La señora Zhang se quedó pensando en esas palabras.
– Para la mayoría es verdad -dijo-. Después de todo, ¿qué sorpresa podemos dar ninguna de nosotras? Pero en tu caso… -la directora del comité meneó la cabeza con maternal expresión de censura-. Ven, siéntate. ¿Quieres un té?
Hu-lan, como mandaban las costumbres, rehusó educadamente.
Pero la señora Zhang no se inmutó.
– Siéntate aquí, pobrecita. Ahora aparto esos papeles. -Hu-lan le obedeció y la anciana continuó-: Hoy tengo mucho trabajo, debo preparar mi informe. Un montón de papeleo. ¿Comprendes, Hu-lan?
– Tengo algo para que añada a su informe.
– Descuida -sonrió la directora-, ya he puesto tus quejas en él. Formalmente, como has pedido.
– ¿Por qué no se ha hecho nada entonces?
– ¿Crees que eres la única que se queja? ¿Recuerdas el teléfono que habilitó el gobierno para que la gente efectuara sus quejas? Recibieron casi dos mil llamadas el primer día. Después quitaron la línea! -la señora Zhang se golpeó las rodillas con las manos.
– Los músicos no pueden tocar cerca de las casas…
– Ni de los hospitales, ya sé. No hace falta que me lo digas. Pero tienes que verle el lado positivo. Unos sesenta mil ancianos nos hemos unido en diferentes grupos de baile. Salimos de casa y los jóvenes pueden quedarse solos. Las nueras están contentas. Los hijos también. A lo mejor el año próximo tenemos un nieto o un bisnieto…
– Tía -la interrumpió Hu-lan severamente.
La señora Zhang volvió a ponerse seria.
– Recuerdo cuando tu madre volvió del campo a este vecindario, después de tantos años -dijo-. Ella nos ha enseñado estas canciones y estos bailes. ¿Y ahora nos dices que no quiere que hagamos ruido? ¡Ja!
– ¿Pero tienen que hacerlo tan temprano por la mañana?
La señora Zhang se echó a reír.
– Estamos en verano, Hu-lan. Estamos en Pekín. ¿Qué temperatura hace a esta hora? ¿Treinta y ocho grados? La gente quiere ensayar antes de que haga demasiado calor.
La anciana observó la cara de Hu-lan, que se esforzaba por sacar otro argumento. Al fin, la anciana se inclinó y le puso una mano sobre la rodilla.
– Comprendo que ha de ser duro para tu madre, pero es sólo una persona, y la gente quiere divertirse. -Su voz se hizo más áspera, más grave-. Todos hemos sufrido mucho. Sólo queremos disfrutar lo que nos queda de vida.
Más tarde, mientras Hu-lan regresaba a su casa, volvió a pensar en las palabras de la señora Zhang. Era verdad, todos habían sufrido mucho, demasiado. En China, el pasado siempre era parte del presente. Pero Hu-lan, a diferencia de sus vecinos, tenía dinero y relaciones que le permitían que su familia pudiera escaparse de vez en cuando. Por tanto, preparó un plan. Cuando llegó a su casa, fue a las habitaciones de su madre. La enfermera la había vestido y estaba sentada en una silla de ruedas. Tenía los ojos rojos e hinchados de llorar. Hu-lan trató de hablarle, peor Jin-li se había parapetado tras el silencio. Se sentó en la cama, marcó un número de teléfono e hizo arreglos para mandar a su madre y a la enfermera al centro turístico de Beidaihe, a orillas del mar. No haría tanto calor y estarían lejos del os ruidos molestos de los grupos de Yan Ge.
A las siete, Liu Hu-lan se puso el vestido de seda crudo y salió nuevamente por la puerta de su Hutong en dirección al Mercedes negro que la esperaba. El joven que estaba apoyado contra la puerta de detrás, se apresuró a abrírsela y a apartarse para que ella entrara.
– Buenos días, inspectora -la saludó-. Entre, deprisa, ya verá qué fresco está el coche. He dejado el aire acondicionado en marcha.
Hu-lan se hundió en la suavidad de la tapicería de piel. Su chófer, el inspector Lo, pisó el acelerador y enfilaron hacia la plaza de Tiananmen y de allí al edificio del Ministerio de Seguridad Pública. Lo era un hombre robusto, bajo, musculoso y prudente con sus ideas y emociones. Hu-lan, por lo que había leído en su expediente personal sabía que era de la provincia de Fujian, soltero y experto en artes marciales.
En varias ocasiones durante los últimos dos meses, desde que le habían asignado al inspector Lo, Hu-lan había intentado hacerlo participar en los aspectos analíticos de su trabajo, pero éste se había mostrado muy circunspecto, como si prefiriera ocuparse sólo de sus deberes de chófer. Hu-lan lo invitaba a tomar algo, con la esperanza de que con una cerveza pudieran empezar una amistad, pero Lo también rechazaba educadamente las invitaciones. Era todo muy extraño. ¿Quién rechazaba una oferta para trepar en el ministerio? Los inspectores solían ganarse un ascenso gracias a los éxitos en la resolución de casos, a recomendaciones de superiores o actividades políticas.