El domingo amaneció húmedo y con niebla. David, en calzoncillos y con una camiseta vieja, fue a la cocina y preparó una cafetera para él y los agentes George Baldwin y Eddie Wiley, que habían vuelto a la casa pocas horas después de la muerte de Keith, George y Hedí eran buenos tipos, y durante los meses que habían pasado juntos en el caso del Ave Fénix habían aprendido a adaptarse los unos a los otros. Eddie, que había pasado años haciendo trabajos secretos, era bastante atlético y acompañaba a David en sus carreras matutinas alrededor del lago Hollywood. George, por el contrario, salía de la brigada de robos de banco y estaba acostumbrado a pasarse el día sentado en juzgados y salas de espera, por lo que tenía una enorme paciencia con el trabajo habitual de David. Durante los últimos meses había surgido en la casa una especie de camaradería. Pero las circunstancias habían cambiado.
La vez anterior, a David le parecía que su vida era de lo más limitada, pero esta vez, tras dos días con George y Eddie, se sentía como si estuviera en la cárcel. Después del tiroteo en la puerta del Walter Grill, los agentes se tomaban todo mucho más en serio. David nunca estaba solo en casa. Nunca comía solo. Nunca salía solo a buscar el periódico. Nunca iba solo a caminar, correo trabajar. Y ahora escuchaba a George organizar los cambios de guardia por teléfono, lo que significaba nuevos agentes por conocer, más movimiento en la periferia de su vida, e incluso menos libertad.
Eddie entró en la habitación, acercó la mano a la sobaquera donde tenía el arma, abrió la puerta, miró alrededor, recogió el periódico y lo dejó sobre la mesa de la cocina.
A continuación, sin decir palabra, abrió el armario y se sirvió un bol de Cheettos. Ya se había duchado, afeitado y vestido para el funeral con un traje no muy diferente del que usaba día sí, día no: pantalones grises perfectamente planchados, camisa azul celeste almidonada, chaqueta y corbata con un dibujo azul y rojo. Tenía treinta y tantos y, debido a su trabajo secreto, llevaba el pelo un poco más largo que la mayoría de los agentes. Tenía una novia con la que hablaba todas las noches por su teléfono móvil. David había oído sin querer más de una conversación entre los dos agentes sobre cómo y cuándo Eddie le propondría matrimonio.
David esperó que el café estuviera listo, se sirvió una taza, cogió el periódico y volvió a su habitación. Se quedó un instante contemplando la vista. Por lo general le producía una sensación de amplitud, pero ese día sólo sentía la opresión de las cuatro paredes. Poder hablar con Hu-lan le habría levantado el ánimo, pero no había vuelto a llamarlo desde el día del tren y él no podía hacerlo -no porque estuviera fuera de cobertura, sino porque no había encendido el teléfono-. Hu-lan tenía un teléfono celular que le permitía llamar y recibir llamadas de todo el mundo. Como los teléfonos eran tan poco comunes, tanto en el campo como en las grandes ciudades como Pekín y Shanghai, la mayoría de las personas que podía permitirse un teléfono móvil se lo compraba, aunque el precio de éstos y sus tarifas eran escandalosamente altos en China, pero minúsculos en comparación con los de Estados Unidos. El gobierno lo había facilitado garantizando que los satélites cubrieran hasta las zonas más remotas o inaccesibles, como las Tres Gargantas. Con Hu-lan separa de él por… ¿elección? La idea lo deprimió aún más. Ella ni siquiera sabía que Keith había muerto, ni que David era el responsable.
Todavía faltaban dos horas para el funeral, así que se incorporó en la cama y abrió el periódico, donde encontró los artículos de siempre: problemas en Oriente Medio en la primera sección, el perfil de uno de los Dodger en deportes, la segunda y última parte de un reportaje sobre infidelidad en sociedad, y, como era la ciudad de la industria del cien, un artículo sobre una película que se había pasado de presupuesto. Estaba en medio de la sección economía y negocios, cuando vio Knight International en negrita.
A pesar de los problemas de los mercados asiáticos, leyó, las acciones de Knight habían subido otros diecisiete puntos la semana anterior.
La periodista, una tal Pearl Jenner, había entrevistado a un par de agentes de bolsa que afirmaban que la reciente subida se debía a que el consejo de administración de Knight y los accionistas minoritarios habían aceptado la oferta de compra del gigante de medios de comunicación e industria Tartan Incorporated. También entrevistaba a Henry Knight, el pintoresco presidente de la compañía que decía: “He dedicado mi vida a construir esta empresa. Siempre nos ha ido muy bien, pero en este último año nuestras ventas se han disparado gracias a Sam y sus amigos. Éste es el mejor momento para vender”.
La reportera no lo veía así. ¿Por qué vender una compañía con un pronóstico económico tan halagüeño y cuando las nuevas tecnologías Knight garantizaban que los beneficios aumentarían geométricamente durante el próximo siglo? Ella misma respondía la pregunta. Henry Knight ya no era tan joven. Durante los últimos dos años lo habían internado varias veces en el hospital por problemas cardíacos. Y, lo más importante, varias fuentes que preferían permanecer en el anonimato, indicaban que Henry no quería dejarle la empresa a su hijo Douglas Knight. “El padre es un visionario, pero también un hombre duro -manifestaba un observador-. Henry es el tipo de hombre que salió adelante sin ayuda de nadie. Si eso fue bueno para él, también tiene que ser bueno para su hijo”. Pearl Jenner señalaba varios ejemplos de otras empresas familiares cuyos fundadores preferían vender o pasar la gestión a personas ajenas a la familia, en lugar de dársela a unos vástagos menos talentosos. Sin embargo, en este caso la ironía era que Henry no había fundado Knight, sino su padre. Quizá la explicación más lógica fuera que en aquel momento -cuando los beneficios eran los mayores de todos los tiempos- el precio de la empresa era el mejor, lo que tenía el valor añadido de permitir a Henry la posibilidad de ayudar a su hijo con los impuestos mientras aún estaba vivo.
En el último párrafo, David vio algo que lo obligó a incorporarse de golpe. “Dejando a un lado las consideraciones de la familia, es posible que últimamente hayan disminuido las preocupaciones del señor Knight -escribía Pearl Jenner-. Hace apenas dos días, Keith Baxter, un abogado de Phillips, MacKenzie amp; Stout, el bufete que representa a Tartan Incorporated, murió en un accidente de tráfico. Baxter había sido objeto recientemente de una investigación por presuntas violaciones del Acta de Prácticas Corruptas en el Extranjero, que tuvieron lugar durante las negociaciones de venta de Knight.
Hasta ahora, Henry Knight se ha negado a hacer comentarios sobre la investigación, pero ayer, por teléfono, manifestó: “Siempre he creído que las acusaciones eran infundadas. Ahora el gobierno no tendrá más alternativa que retirar los cargos. Quiero añadir de Keith Baxter era un hombre excelente y que su muerte nos ha impresionado mucho a mí y a mi hijo. Acompañamos a la familia Baxter en el sentimiento. Para honrar su memoria, vamos a seguir adelante con la venta; sé que es lo que le hubiera gustado a Keith”. El artículo concluía con un resumen de las ventas brutas anuales y los beneficios netos de Knight International.
David dejó el periódico y cerró los ojos. En China, el soborno era prácticamente una forma de vida que se remontaba a miles de años atrás. Keith debió de haber soltado un par de sobornos a algunos funcionarios con la esperanza de resolver algún problema o hacer la vista gorda a algún error burocrático. La práctica podía ser habitual en China, pero aquí era una cosa más que estúpida. No era de extrañar que Keith reaccionara de una manera tan rara a las preguntas de David sobre lo que hacía en el bufete y sugiriera que formara parte de la investigación federal. Si hubiera confiado en él, David le habría aconsejado que acudiera directamente a la oficina del fiscal general. Teniendo en cuenta el historial de Keith -un abogado sin antecedentes- se habría librado con una libertad vigilada y una fianza.
El servicio religioso se celebraba en el cementerio de Westwood. David firmó en el libro y buscó un asiento. Con la esperanza de llamar lo menos posible la atención, se sentó junto con los dos agentes del FBI que lo acompañaban en un banco al fondo de la capilla. Pero ¿hasta qué punto pasaban desapercibidos? Aunque el tiroteo no hubiese salido en las noticias, aunque David no hubiera sido el blanco del asesinato que había provocado la muerte de Keith, los compañeros de David le habrían echado al menos un par de miradas. ¿Qué culpa tenían los agentes del FBI de parecer agentes del FBI?
El ataúd descansaba sobre una plataforma elevada junto al altar de la capilla, rodeado de algunos ramos de flores -margaritas, rosas y hasta una de esas coronas de claveles en un caballete-. Un hombre se dirigió al podio y se presentó como el reverendo Roland Graft de la Iglesia presbiteriana de Westwood.
Empezó con unos comentarios superficiales sobre la naturaleza de la muerte y la tragedia de una vida cercenada tan joven y con tanta violencia. Sin embargo, era evidente que el reverendo jamás había visto a Keith y enseguida le pasó el micrófono a Miles Stout.
David había visto a Miles por última vez en al cena anual de ayudantes y ex ayudantes de la fiscalía. No había cambiado; nunca cambiaba. Su origen escandinavo se notaba claramente en los rasgos: alto, rubio, de ojos azules, bronceado, de aspecto atlético a pesar de sus casi sesenta años. Decían que aún jugaba a tenis todos los días antes de ir a la oficina. Pasaba las vacaciones esquiando en Vail, o haciendo rafting en un río remoto.
Miles, en el podio, se tomó un momento para ordenar las ideas. Probablemente la mitad de la gente de la capilla sabía que era puro teatro. Miles era un orador brillante, ya fuera en un juzgado o en una sobremesa.
– ¿Qué puedo decir de Keith? -se preguntó con ese tono meloso que tanto cautivaba a los jurados-. ¿Cómo se puede resumir una vida? -dejó la pregunta en el aire y bajó la voz-. Keith llegó al bufete sin ninguna experiencia, pero era un alumno rápido. Yo aprendí a confiar en su criterio y a admirar su perspicacia.
Era el clásico Miles Stout: sinceridad combinada con imágenes manidas, falsos lamentos y una ligera manipulación de los hechos. Miles, como conocía a su audiencia y reconocía que nadie se lo creía, continuó.