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Si Hu-lan hubiera estado en Pekín, habría acabado todos los interrogatorios en un día. Pero estaba en el campo, donde el ritmo era más lento. La actividad se desarrollaba temprano por la mañana o a última hora de la tarde, para evitar el espantoso calor. Parte de incorporarse a la vida de pueblo significaba que debía confundirse con ese ritmo. Por lo tanto, el lunes por la mañana se encaminó otra vez hacia el pueblo, donde pensaba trabar una conversación fortuita -y ojalá informativa- con el dueño del bar.

El bar Hebra de Seda, con su cartel en inglés en la puerta, parecía especialmente receptivo para la gente que venía de lejos:

BIENVENIDOS DISTINGUIDOS CLIENTES

BUENA COMIDA

CAFÉ

Hacía demasiado calor para sentarse en la acera, por lo que Hu-lan decidió entrar en el local, donde varios hombres se apiñaban en dos mesas. En el momento de entrar vio que uno de ellos cogía el mando a distancia y cambiaba de canal. Desde el lugar en que se sentó se veía el televisor, ubicado en uno de los rincones, justo debajo del techo. En la pantalla reconoció Los tres amigos, una serie norteamericana de mucho éxito en China.

La propietaria le tomó el pedido y volvió con una tetera, un bol grande de con gee y condimentos. El bol y la cuchara todavía tenían restos de la cena de la noche anterior. Hu-lan sirvió un poco de té en el bol, revolvió con la cuchara y tiró el té sucio al mismo suelo al que los demás arrojaban y tiraban el té que usaban para lavar los utensilios de la misma forma que ella.

Los hombres se olvidaron de su presencia -probablemente porque les pareció poco importante- y volvieron a poner la CNN. Mientras Hu-lan comía, uno de ellos la llamó:

– ¡Eh! ¡Tú! -era un maleducado, pero a pesar de todo ella le respondió con una ligera inclinación de la cabeza-. ¿Estás buscando trabajo? -le preguntó.

– No.

– No tienes por qué tener vergüenza.

– Pero no necesito trabajo.

– ¿Entonces para qué has venido?

– Para comer.

– Las mujeres no vienen aquí a comer -dijo con una voz llena de insinuaciones. Los demás se echaron a reír.

Hu-lan decidió pasar por alto la indirecta.

– No soy de aquí. No conozco las costumbres de este pueblo.

El hombre preguntó:

– ¿Tienes los papeles de trabajo en regla?

Ante tanta insistencia y las miradas de curiosidad de sus compañeros de mesa, decidió ver adónde quería llegar ese hombre.

– Por supuesto -respondió. Efectivamente tenía permiso de trabajo y de residencia para Pekín, pero para ninguna otra parte de China, así que agregó-: Pero no para a Shui.

– No te preocupes. -El hombre hizo un gesto con la mano restándole importancia-. Es un pequeño problema muy fácil de arreglar. -Apartó la silla arrastrando las patas y se puso de pie bajo la atenta mirada de los otros. Cruzó hasta Hu-lan y le tendió unos papeles-. ¿Sabes leer?

Hu-lan asintió.

– Está bien pero no es imprescindible -continuó el hombre-. Aquí -dijo señalando alrededor- vemos mujeres como tú todos los días. Algunas vienen de cerca, pero otras llegan de lugares tan lejanos como la provincia de Qinghai. Últimamente hay mucha gente del campo que se va a Pekín o Shanghai a buscar trabajo, pero nosotros les decimos que no hace falta. Que vengan aquí y tendrán trabajo.

– ¿Pero hay que pagar? Porque no tengo dinero -dijo Hu-lan sin saber muy bien a qué atenerse.

El hombre le dedicó una amplia sonrisa, satisfecho de lo listo que había sido para que el pez picara el anzuelo.

– A ti no te cuesta nada. La compañía nos paga a nosotros una pequeña cantidad.

– ¿Qué compañía? ¿Cuál es el trabajo? No quiero trabajar más en el campo. Por eso me fui de mi pueblo.

– Es una fábrica americana. Te dan casa, comida y un sueldo muy bueno.

– ¿Cuánto?

– Quinientos yuanes por mes.

Eran unos sesenta dólares por mes, setecientos veinte por año. Para el mercado estadounidense era un salario esclavista. Para el mercado de Pekín, donde había muchos empleos en empresas norteamericanas, seguía siendo bastante bajo. Pero en el campo, donde un agricultor como mucho podía ganar trescientos yuanes por mes, apenas más de un dólar por día, era un sueldo fantástico, especialmente si se trataba del segundo, el tercero o hasta el cuarto que se añadía la cesta familiar.

– ¿Cuándo puedes empezar? -preguntó el hombre.

Hu-lan estudió el contrato. Parecía legal.

– Llévatelo y estúdialo -dijo el hombre como si le hubiera leído el pensamiento-. Vuelve mañana, pasado mañana o cuando quieras. Aquí estaremos. -Y regresó a su mesa.

Hu-lan acabó de comer, pagó y salió del bar. Mientras se alejaba del pueblo, sintió la opresión no sólo del calor, sino de Da Shui en sí. La visita del día anterior a Tsai Bing y a Siang había sido desconcertante; el personal del Departamento de Seguridad Pública, grosero. Los aldeanos y la propietaria del Hilo de Seda no habían abierto la boca. Pero nadie había resultado tan inquietante como los hombres del bar. Ese día, mientras Hu-lan seguía su costumbre de volver una y otra vez a la escena del crimen para investigar, no encontró ninguna respuesta sino más preguntas. La que más le daba vueltas en la cabeza era el papel de la fábrica Knight en todo aquello. Miao-shan había trabajado allí. Los hombres del pueblo no ocultaban que sacaban algún tipo de tajada colocando en la fábrica a mujeres con o sin los debidos papeles.

Así como tenía un método para examinar la escena de un crimen, también tenía rutinas para responder las preguntas. Una era directa, las otras más tortuosas. Para tranquilizar su mente tendría que seguir ambas. Esa tarde haría una visita “oficial” a la fábrica Knight. Y al día siguiente volvería al bar, firmaría el contrato y vería qué pasaba. La idea de que alguno de esos dos planes pudiera ser peligroso para ella o el niño no le pasó por la cabeza.

Una hora más tarde, con un sencillo vestido de lino y una chaqueta liviana, Hu-lan volvió a coger el autobús a Taiyuan. En la parada del autobús llamó un taxi y se dirigió al Shanxi Grand Hotel, donde contrató un chofer para todo el día. Una hora más tarde estaba otra vez en la autopista.

Al cabo de un rato, el coche salió de la autopista y empezó a seguir unos carteles con personajes de dibujos animados que Hu-lan supuso Sam y sus amigos. El coche volvió a girar por última vez y apareció la fábrica Knight, blanca y austera, recortada contra el cielo. A la manera tradicional china, todo el terreno estaba vallado por un muro. El coche se detuvo en la garita del guardia. Hu-lan se presentó y mostró sus credenciales del ministerio. El guardia palideció y volvió a entrar a la garita, desde donde hizo una llamada. Al cabo de un momento se levantó la barrera y el vehículo entró en el recinto.

El chofer condujo por el camino principal del complejo, a ambos lados había edificios -algunos inmensos, otros de sólo una habitación- y cada uno con su respectivo rótulo: DORMITORIO, MONTAJE, CAFETERÍA, EXPEDICIÓN, ALMACÉN, ECONOMATO. Cada rótulo iba ilustrado con un personaje distinto. Como el complejo era bastante nuevo, los árboles aún eran bajos y poco frondoso para dar sombra. Unos pocos arbustos se marchitaban contra las paredes blancas de los edificios.

El coche se detuvo frente a una puerta con el rótulo ADMINISTRACIÓN. Un hombre de cabello rubio y piel clara salió a abrirle la puerta.

– Buenos días y bienvenida a Knight International. Me llamo Sandy Newheart y soy director de proyectos.

Hu-lan se presentó y le enseñó la credencial del Ministerio de Seguridad Pública. No le llamó la atención que Sandy Newheart no demostrara el mismo miedo que el guardia de la puerta. Era lógico que Sandy nunca hubiese oído hablar del MSP, o que si lo conocía, no fuera consciente del poder que tenía.

– Ojalá nos hubiera avisado de su llegada -dijo-, porque le habríamos preparado una bienvenida apropiada, un banquete incluso.

– No es necesario -respondió Hu-lan.

Sandy arrugó la frente como si no hubiera entendido lo que le decía, pero enseguida aflojó la cara.

– Pues bien. ¿Usted dirá?

– He venido para informarme de una de sus empleadas, Ling Miao-shan.

– No sé nada del asunto, así que dudo que pueda ser de gran ayuda.

– A pesar de todo… ¿No podríamos hablar en algún lugar?

– Por supuesto. Adelante, por favor. -Sandy miró atrás mientras subían por la escalinata-. ¿Quiere que le ofrezca algo a su chófer?

– No, no hace falta.

Gracias al aire acondicionado, el vestíbulo estaba unos cinco grados más fresco que el exterior y Hu-lan sintió que se le ponía carne de gallina en los brazos, debajo de la ligera chaqueta. En China, el aire acondicionado era una extravagancia y lo usaban casi exclusivamente os hoteles y las compañías occidentales. Mientras caminaban por el pasillo, Sandy iba recitando una especie de monólogo.

– Nuestro fundador, Henry Knight, vino a China por primera vez durante la Segunda Guerra Mundial. No volvió hasta 1990, poco después de los disturbios de la plaza de Tiananmen. Era una época en que la mayoría de los empresarios estadounidenses se marchaban.

– Sí, lo recuerdo -comentó Hu-lan mientras pensaba que era extraño que Sandy se sintiera obligado a sacar un tema tan delicado aún, especialmente para los funcionarios del gobierno.

– Pero hacía mucho tiempo que el señor Knight se sentía fascinado por China -continuó él mientras cruzaban un salón grande dividido en cubículos individuales, en los cuales había mujeres chinas muy bien vestidas, sentadas delante de ordenadores. Por los pasillos que separaban los cubículos caminaba un grupo de supervisoras, también chinas. Desde esta sala central se veían cuatro corredores que salían hacia los cuatro puntos cardinales y entraron por el de la izquierda.

“Así que en el momento en que los demás se sentían inseguros, en el momento en que incluso nuestro propio gobierno nos decía que tuviéramos cuidado con China, el señor Knight aprovechó la oportunidad.

Hu-lan estaba segura de que también esperaba hacer un negocio extraordinariamente rentable.

– Pero como usted sabe, aquí las cosas van despacio, y no pudimos tener esta fábrica en marcha hasta al cabo de dos años. -Sandy se detuvo delante de unas vitrinas con tiras cómicas, juguetes y la historia de la compañía-. En esta pared alardeamos -explicó mientras señalaba los éxitos más sonados de la historia de la empresa.

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