Hu-lan había olvidado lo fácil que era viajar con un extranjero. La señorita Quo, pagando casi el doble de lo que pagaría un chino, había comprado dos billetes de avión ida y vuelta en una agencia de viajes. David le dio instrucciones al inspector Lo de que cogiera el avión al día siguiente, alquilara un coche y se reuniera con él en el Shanxi Grand Hotel. Hu-lan preparó el equipaje con ropa apropiada para cualquier reunión oficial que surgiera y con un poco de ropa de trabajo que encontró en el fondo de su armario.
Llegaron a Taiyuan una hora y veinte minutos después del despegue. Al cabo de media hora se habían registrado en el hotel. El conserje le dio varios faxes a David, que éste leyó en la habitación mientras Hu-lan deshacía las maletas. No eran importantes, salvo dos. Uno de Miles que decía que Tartan no tenía problemas en que David representara al gobernador Sun. De hecho, hasta podía resultar útil. El segundo era el prometido documento de renuncia de Tartan. El último era de Rob Butler; no había habido nuevas pistas en la investigación del Ave Fénix. David escribió un par de cartas y se las dio al conserje para que las mandara por fax.
Comieron en el salón del hotel, donde pidieron las especialidades de la región: una sopa espesa, tou nao, cerdo estofado con verduras adobadas y un plato de fideos con especias. Hu-lan tomó té y David fen jiu, un vino fuerte de los viñedos del norte de la ciudad. Después de la cena, Hu-lan preparó una bolsa con ropa sencilla, le dio un beso de despedida, le prometió que estaría de regreso a la noche siguiente y se marchó. Tomó el autobús local hasta el cruce cercano al pueblo de Da Shui y caminó los últimos li hasta casa de Su-chee.
A la mañana siguiente, mientras David se daba una ducha caliente, Hu-lan se lavaba la cara con agua fría. Mientras David se afeitaba, Hu-lan cogió las tijeras de Su-chee y se cortó el pelo para que las puntas le quedaran desparejas. Mientras él se ponía un traje ligero, ella se enfundaba en unos pantalones grises holgados que le llegaban a la pantorrilla y una blusa blanca de manga corta, ambas prendas gastadas por años de uso y lavados. (Como decía el dicho: “Nuevo durante tres años, viejo durante otros tres, zurcido y remendado durante otros tres”. Esa ropa entraba en la última categoría). Luego, mientras David examinaba los platos que adornaban el elaborado comedor del hotel, Hu-lan se sentó con Su-chee para tomar un sencillo desayuno compuesto de un bollo con cebolla tierna recién recogida de la huerta. Más o menos en el momento en que David encendió el ordenador portátil para comprobar el correo electrónico, Hu-lan se miró por última vez en el espejo de mano de Su-chee y se dirigió hacia los campos.
A las siete, cuando Hu-lan llegó al bar Hebra de Seda, los ancianos ya aposentados en sus respectivos sitios para pasar el día, bebían té a sorbos, se escarbaban los dientes con un palillo y fumaban cigarrillos. El hombre que tan descaradamente le había hablado la vez anterior, la saludó en voz muy alta:
– Buenos días, has venido a vernos de nuevo. ¿Te has vuelto a pensar nuestra oferta?
Hu-lan mantuvo la cabeza gacha y respondió en voz baja, con modestia.
– Sí, así es.
El hombre se acercó a Hu-lan.
– ¿Y dónde has estado todo este tiempo?
– En Pekín. La gente de mi pueblo me dijo que allí era fácil encontrar trabajo. Pero nadie quiso contratarme. -La voz de Hu-lan se llenó de ansiedad-. Son muy antipáticos con las campesinas incultas como yo.
– ¿Cómo tú? ¡Y como yo también! -el hombre hizo señas a la camarera de que llevara té-. Siéntate -dijo-, yo puedo ayudarte.
La camarera les sirvió té y se alejó sin decir palabra. Los dedos de Hu-lan se deslizaron vacilantes por encima de la mesa hasta la taza.
– Bébete el té, eso te tranquilizará. Después hablaremos. -Hu-lan tomó un sorbo sin apartar los ojos del mantel sucio, consciente en todo momento de la mirada apreciativa del hombre clavada en ella-. ¿Todavía tienes los papeles que te di? -preguntó al fin.
Hu-lan asintió y se lo devolvió ya rellenados. Había tratado de responder cada pregunta lo más sencillamente posible, con la idea de que cuanto más cerca de la verdad estuvieran sus mentiras, más fáciles de recordar serían.
– Liu Hu-lan -leyó el hombre en voz alta-. Un nombre normal y corriente para una mujer de tu edad. Seguro que habrá otras Liu Hu-lan en la fábrica. Te alegrará conocerlas. ¿Lugar de nacimiento? Eh… -Tachó lo que Hu-lan había escrito y escribió encima-. Pondremos en el pueblo de Da Shui. Así es menos complicado. Bien, ¿qué sabes hacer?
– Hasta la muerte de mi marido trabajaba en el campo. También sé cocinar, coser, lavar, limpiar…
El hombre meneó la cabeza.
– Ya te enseñarán todo lo que necesitas saber. ¿Alguna enfermedad?
No.
– Muy bien. Firma aquí. -Al ver que Hu-lan dudaba, le preguntó-: ¿Qué pasa?
– ¿Cuánto voy a ganar?
– Ahhh -exclamó arrastrando la sílaba mientras volvía a sopesarla-. Eres una mujer que piensa. Imprudente pero pensante.
Hu-lan lo miró evasivamente.
– El contrato es por tres años -explicó-. Como te he dicho antes, en la fábrica te pagarán quinientos yuanes por mes, además de casa y comida. Tendrás los sábados y domingos libres y esos dos días puedes salir del complejo, pero como no vives cerca, te dejarán quedarte en el dormitorio por una pequeña suma. No estarás sola porque la mayoría de las trabajadoras son de lejos.
Hu-lan cogió la pluma y firmó.
La actitud amable de hombre se evaporó instantáneamente.
– El autobús llega a las ocho en punto. Para justo a la salida del pueblo. Espera allí. -Y recogió el contrato y se alejó para volver a instalarse con su grupo.
Hu-lan cogió su bolsa, salió de la aldea y se quedó esperando en una especie de aparcamiento junto a un camino polvoriento. A las ocho menos cuarto llegaron otras dos mujeres. Hu-lan se enteró de que una de ellas, Jin-gren, de unos dieciocho años, había vuelto sobre sus pasos -igual que Hu-lan en su falsa historia- porque no había encontrado trabajo en Pekín.
La otra, May-li, tenía unos quince años. Había llegado de la provincia de Sicuani después de que unos buscadores de mano de obra pasaran por su pueblo y le prometieran trabajo en la provincia de Guangdong o de Shanxi, a pesar de que era menor de edad. Los sueldos eran iguales, explicó May-li, pero aquel lugar estaba a sólo seis días de autobús de su pueblo.
– ¿Y no ha venido ninguna otra mujer contigo?
– Sí, hay muchas chicas de mi pueblo en los autobuses. ¿Has viajado alguna vez en autobús? -Como Hu-lan respondió que no, May-li explicó-: Todo el mundo lleva su comida. El primer día está bien, pero al segundo, con los olores y las curvas, muchas se marean. Yo me puse muy mala. Las otras chicas protestaron porque yo no paraba de vomitar. Al final, el conductor no aguantó más y me dejó en otro pueblo, donde estuve cinco días. ¿Te imaginas? Pero como había firmado el contrato, el autobús tuvo que volver a buscarme. Llegué anoche. -Señaló el pueblo-. Me buscaron un sitio para dormir. Dicen que casi siempre mandan a las chicas nuevas a la fábrica el domingo por la noche, así se puede procesar todo muy temprano por la mañana y trabajar la semana completa. Pero también tienen un autobús que pasa todas las mañanas por los pueblos vecinos para recoger a las rezagadas. -May-li miró a Hu-lan y Jin-gren-. ¿Qué quiere decir procesar? -preguntó.
Antes de que ninguna de las dos llegara a responder, el autobús apareció por la esquina. No era el autobús urbano ni el interurbano, y era más viejo que los que recorrían las carreteras rurales. El vehículo se detuvo y las puertas se abrieron con una especie de resuello. Las tres mujeres recogieron sus bolsas y subieron. Ya había unas doce mujeres en el autobús, y la mayoría había esparcido sus pertenencias para que ninguna se le sentara al lado. El conductor arrancó antes de que las tres nuevas se hubieran sentado. En ese momento, alguien sentado el afondo gritó:
– ¡Espere! ¡Viene alguien!
El conductor frenó, abrió las puertas y Tang Siang, con el pelo revuelto por el viento, subió los dos escalones.
– Yo no espero a nadie -le espetó el chofer-. La próxima vez no pienso parar.
– No volverá a pasar -le respondió Siang mientras avanzaba por el pasillo arrastrando su bolsa.
– Se dejó caer en un asiento delante de Hu-lan y se puso a arreglar sus bártulos.
Al cabo de un instante empezó a mirar a Hu-lan tratando de acordarse de ella.
– Te conozco.
– Soy la amiga de Ling Su-chee.
– Sí, me acuerdo, pero tienes otro aspecto.
Hu-lan no hizo caso del comentario y le presentó a May-li y Jin-gren.
– Me sorprende verte aquí.
Tang Siang se mesó el cabello.
– Le sorprenderá a todo el mundo, creo.
– ¿Te has escapado de casa? -preguntó May-li.
– Sí, más o menos. -Y, mirando las caras expectantes, añadió-: Mi padre es un hombre fuerte. Y hasta diría que es el rico del pueblo, pero está chapado a la antigua. Cree que puede decirme lo que debo hacer, pero yo no tengo por qué hacerlo.
– ¿Y qué pasa con Tsai Bing? -preguntó Hu-lan.
Como Siang no contestaba, May-li, con excitación infantil, le lanzó un montón de preguntas.
– ¿Tienes novio? ¿Estás prometida? ¿Es por amor o es arreglado?
Hu-lan, mientras escuchaba a las tres chicas, recordó su propia juventud: primero en la granja Tierra Roja y luego como estudiante extranjera en el internado de Connecticut. Recordó os ingenuos sueños sobre lo que sería su propia vida y se dio cuenta de que no eran muy diferentes en ninguno de los dos continentes y que no había cambiado mucho a través del tiempo y la cultura.
– NO estoy prometida -respondió Siang-. Al menos todavía no.
– Tu padre no lo aprueba -dijo May-li comprensiva.
– Los hombres quieren muchas cosas -comentó Siang tratando de parecer mundana-, pero eso no significa que yo tenga que dárselas.
Hu-lan se preguntó si Siang hablaba de su padre o de Tsai Bing.
– ¿Así que te escapaste? -repitió May-li.
Siang se echó el largo cabello negro sobre el hombro.
– Anoche fui al bar y dije que quería un trabajo. Pero esos hombres son unos cobardes, me dijeron que no podían contratarme. ¿Queréis saber qué les dije? -May-li y Jin-gren asintieron-. Les dije que si no me contrataban tendrían muchos más problemas. Entonces me dejaron firmar el papel. Esta mañana, cuando mi padre salió a dar una vuelta por sus tierras, preparé mi equipaje y vine corriendo.