Mientras el piloto ponía en marcha los motores, Henry comprobó si el fax había llegado. No. Se abrocharon los cinturones, el avión se situó en posición y, después de una breve, pero angustiosa espera, se les dio permiso para despegar. Cuando el aparato alcanzó la velocidad de crucero, Henry se desabrochó el cinturón y dijo con ironía:
– No había tenido tantas emociones desde la guerra, y quiero que sepan que siguen sin gustarme.
David sonrió. Había de ser una persona especial para tomarse el peligro con sentido del humor. Quiso comprobar si Hu-lan había tenido la misma reacción, pero se había dormido. David sabia que dormir era una forma de escapar de una realidad difícil, pero en otras situaciones arriesgadas ella nunca se había comportado así. Le tocó la mejilla y estaba ardiendo.
– Hu-lan, cariño ¿te encuentras bien?
Ella parpadeó y abrió los ojos. Se incorporó en el asiento y se mesó el pelo.
Me he adormilado.
– Estás ardiendo -dijo David.
Ella sacudió al cabeza.
– Pues claro, estamos a cuarenta grados y con noventa y nueve por ciento de humedad…
En el exterior, pensó David, en el avión la temperatura es agradable.
– Si bebiera un poco de agua me sentiría mejor. Seguro que estoy deshidratada.
Henry se adelantó y sacó una botella de agua mineral de la nevera. Hu-lan bebió directamente del gollete. Miró a David y le dejó claro que no pensaba discutir.
– Estoy perfectamente, de verdad -dijo tajante.
Qué otra cosa podía hacer, aparte de aceptar su palabra. David miró a Henry, que se encogió de hombros, dando a entender que si una mujer no quería ser sincera, nada la haría cambiar de opinión.
– Señor Knight -dijo Hu-lan-, se está tomando muchas molestias por Sun. Explíquenos por qué.
Henry, sin mirarlos, empezó a explicarlo directamente.
– Como ya saben, durante la Segunda Guerra Mundial me enviaron a China. Había que sobrevolar nada menos que el Himalaya. Uno siempre esperaba conseguirlo, pero por las dudas llevábamos el paracaídas puesto. Después llegábamos a Kunming en la provincia de Yunnan. Le dábamos todo tipo de nombres, Ciudad de las Ratas, Mercado Negro. Al principio vivíamos en unas cabañas en las cuales las ratas se paseaban por el techo de paja y uno se despertaba con sus ojillos que lo miraban. Había tantas que el ejército anunció una campaña de recompensa por cola de rata cazada. En tres meses, los chinos llegaron al millón. Pero la cantidad de ratas no disminuía. El ejército efectuó una investigación y descubrió más de cien granjas de cría de roedores creadas al principio de la campaña para ganar dinero. Así era Kunming.
El fax de Anne todavía no había llegado.
– ¿Cómo llegó Sun a Kunming? -preguntó David, ansioso de que Henry fuera al grano-. Tenía entendido que era de la provincia de Shanxi.
– No he dicho que lo conociera en Kunming -contestó Henry, y por un instante pareció que no iba a continuar-. Ya sabe que yo quería vivir en China -dijo al fin tras un profundo suspiro-, pero lo que no le expliqué fue que tenía ese deseo desde mucho antes de venir por primera vez. De niño me fascinaba el país. Me interesaban sobre todo los antiguos lugares religiosos. Ya sé que parece una locura, y tal vez lo era. ¡puede imaginarse lo que pensaba mi padre! Entonces las cosas eran distintas. Yo sólo era la tercera generación de mi familia que estaba en Estados Unidos y la primera que había nacido allí. Mi padre esperaba que me hiciera cargo del negocio familiar y lo hice, pero eso no me disuadió de estudiar mi cuenta y buscarme un profesor de mandarín. Al estallar la guerra todo cambió, especialmente cuando el ejército descubrió mis aficiones. Es asombroso lo que sabe un arqueólogo que no ha salido de su despacho.
Me había pasado años estudiando las cuevas con las antiguas esculturas budistas de Yungang, Luoyang y Gansu. Pero también me había dedicado a las menos conocidas de Tianlong Shan, en las montañas al sur de Taiyan, no era el único interesado en esas cuevas. Pocos años antes, los japoneses enviaron a un equipo de expertos en historia del arte a Tianlong. Documentaron todo y publicaron varios libros en Japón.
– En 1937, cuando los japoneses nos invadieron, sabían lo que tenían que buscar -concluyó Hu-lan.
– Los japoneses decapitaron las estatuas de los Budas y arrancaron los relieves de las paredes. Lo hicieron de forma sistemática y minuciosa. Pero a medida que avanzaba la guerra las cuevas proporcionaban algo más, además de arte.
– ¿Protección? -dijo David.
– Exacto. Los japoneses se hicieron fuertes ahí dentro. No había forma de hacerlos salir. Incluso ahora no es fácil llegar a las cuevas, pero en esa época sólo se podía llegar a pie a través de las montañas. No es por la altitud, ya que las “montañas” son en realidad colinas grandes en una altiplanicie, pero el terreno es rocoso, escarpado e irregular. Los japoneses podían quedarse allí para siempre. La inteligencia militar pensó que yo era la persona ideal para investigar sobre el terreno.
Los japoneses habían ocupado una enorme extensión de China y consiguieron controlar guarniciones estratégicas, pero había zonas inmensas habitadas sólo por campesinos y misioneros, por las que solían viajar los servicios de inteligencia.
– Volé a Xian, donde teníamos otro servicio de inteligencia. El obispo Thomas Meeghan había fundado allí un orfanato para niños chinos a los que habían adiestrado para ser completamente fiables. Dos de eso niños me llevaron al este. Viajamos en uno de esos artefactos… no sé cómo se llaman, los que avanzan por la vía del tren bombeando una manivela arriba y abajo nos movíamos de noche, parando para comer y dormir en misiones estadounidenses, francesas o noruegas.
– ¿Cómo sabía adónde tenía que ir?
– Había una red. Los misioneros y los campesinos querían expulsar a los japoneses y nos apoyaban. Si un B-29 se quedaba sin combustible al volver de un bombardeo en China ocupada y la tripulación se veía obligada a lanzarse en paracaídas, no tenía más que enseñar la insignia de los aliados que llevaban en la chaqueta y la red los pasaba a Occidente.
Nosotros llevábamos la misma insignia, que era como un pasaporte. El caso era seguir la línea de ferrocarril que divide el país entre norte y sur y más adelante atraviesa Taiyuan.
– Que es donde por fin conoció a Sun Gao -apostilló David.
– Todo lo que le expliqué antes era cierto. Sun era sólo un chiquillo escuálido cuando lo conocía. Creí que tenía ocho años y resulta que tenía trece. Había pasado la mitad de su vida en guerra y malvivía de lo que le daba la misión local. Pero era listo, la inteligencia que da la calle. En esos tiempos había que ser un buen golfillo para sobrevivir. Pero era más que eso, ya que se daba cuenta de lo que queríamos y nos lo buscaba.
– Bueno, ¿qué hizo? ¿Le salvó la vida?
Henry sonrió. Pensaba contar la historia a su manera.
– Taiyuan, en realidad toda la provincia, tenía una historia sangrienta debido a su posición estratégica como puerta a las tierras fértiles del sur. Los japoneses lo sabían y por eso estaban allí. Entonces ignorábamos la existencia de la bomba atómica y creíamos que, pese a los deseos de los chinos, tendríamos que hacer retroceder a los japoneses metro a metro, con un baño de sangre. Si recuperábamos China, Taiyuan sería, como ha sido siempre, de vital importancia. Yo era un bobo ignorante con una pasión secreta que de repente servía para algo. Teníamos misiones de reconocimiento aéreo, pero los mandamases querían que rastreara la montaña palmo a palmo para ver hasta qué punto estaban fortificados los japoneses. Sun Tang nos acompañó en calidad de guía, mascota y traductor. Como era de la provincia de Shanxi, conocía el terreno mejor que ninguno de nosotros, incluidos los otros chinos.
Estaban a medio camino de la cima cuando fueron descubiertos.
– Teníamos japoneses en las cuevas de arriba y en las de abajo, y para ellos era como tirar al blanco. Si alguno de nosotros se movía… ¡pum! A uno de los chinos de la misión le volaron el brazo, otro recibió un disparo en la tripa. Tenía los intestinos desparramados e intentaba metérselos dentro. -Henry movió la cabeza al recordar-. Íbamos a morir todos allí. Sun avanzó, mejor dicho, gateó por la superficie de la roca intentando, como los demás, evitar que nos volaran la cabeza. Cuando desapareció pensé: bueno, ha huido, y yo ya podía encomendar mi alma. Cuando volvió, los dos chicos de la misión estaban muertos. Uno se había desangrado y el otro se pegó un tiro en la cabeza. Sabía lo que le esperaba si lo capturaban.
Así que Sun volvió reptando, vio a los chicos muertos y me dijo: “Estás aquí para hacer un trabajo y yo también”, y empezó a trepar en la oscuridad dejándome solo.
“Pensé que ni loco iba a ir detrás de él, pero el caso es que no podía subir ni bajar, porque el enemigo estaba en ambos extremos. Y quedarse ahí no era una alternativa, ya que los japoneses acabarían descubriéndome. Esperaba una ejecución rápida, si tenía suerte, o un campo de prisioneros si no la tenía. Así que empecé a arrastrarme siguiendo a Sun. Eso significaba rodear la montaña y trepar por esos barrancos del demonio. Un suicidio, pero las posibilidades eran quedarse quieto y morir, o moverse y morir. -Henry se inclinó y apoyó los codos en las rodillas con expresión triste.
“Coño, sólo tenía dieciocho años y pensaba que si iba a morir lo haría a mi manera. Y a lo mejor, quizá vería las cuevas durante la operación. Sí, era joven y estúpido; por eso envían a los chicos a la guerra. Porque no saben nada. -Guardó silencio un instante-. Por fin llegamos al otro lado de la montaña. Hubo un momento en que ambos pensamos en bajar, buscar un agujero y esperar. El deseo de sobrevivir es muy fuerte.
David y Hu-lan sabían a qué se refería. Ellos lo habían sentido.
– Tal vez porque Sun era huérfano, o porque era su tierra, se mantuvo firme. Nos agachamos y urdió un plan. Me convenció, ya que sabía que yo conocía las cuevas mejor que él. El sol saldría en un par de horas. Teníamos que actuar en aquel momento. Bueno, pueden adivinar el resto. Lo conseguimos y Sun me salvó la vida.
– No pensará dejarnos así -dijo David.
Henry miró a Hu-lan. También ella parecía intrigada por los detalles.
– Tal como Sun había planeado -continuó-,bajamos por la pared escarpada atados con cuerdas y nos balanceamos hasta el interior de las cuevas como un par de tarzanes. Cogimos a los japoneses por sorpresa, pero reaccionaron. Fue una lucha cuerpo a cuerpo y aunque nos superaban en número, no eran tantos como pensaba. Allí dentro sólo había ocho. No sé cuántos habría más abajo, ya que escapamos antes de que nos alcanzaran. Pero los hombres de las cuevas están descansados, con fogatas para calentarse, disponían de comida y estaban allí arriba desde hacía meses. Nosotros habíamos tenido que atravesar el país bombeando, escalar esa montaña y ver morir a nuestros amigos.