– ¿Cuánto tiempo llevan muertos? -preguntó Hu-lan.
– ¡Ah, inspectora! -exclamó Fong-. ¡Tenemos un caso de muerte por frenesí erótico y usted quiere saber cuánto llevan muertos!
Algunos de los hombres que buscaban huellas dactilares, revolvían el equipaje y rebuscaban en la basura rieron alegremente. A Hu-lan no le hizo gracia.
– Máximo dos horas -contestó Fong, poniéndose en cuclillas.
– ¿Cómo los han encontrado?
– Entró la camarera. ¡Imagínese su impresión! -Soltó otra carcajada y por fin volvió a hablar en serio-. El año pasado asistí a un congreso internacional sobre medicina forense en Estocolmo. Hubo una conferencia sobre muerte por frenesí erótico y sentí curiosidad. Aunque nunca me había encontrado ningún caso, había leído sobre ello en libros extranjeros. -Indicó los cuerpos y adoptó un tono magistral-. Ve cómo funciona, ¿no? Con cada empujón de él, las cuerdas de ella se van tensando y cada vez que él retrocede sus propias cuerdas se tensan más. Se supone que la falta de aire aumenta el placer sexual. Mucha gente muere así en Occidente -dijo, más con asombro que con desaprobación.
Ni Hu-lan ni David le sacaron de su error.
– Pero ya ve el problema, ¿no, inspectora?
Hu-lan observó los cadáveres. Las caras estaban azuladas y había pequeños derrames en los ojos, el rostro y el cuello. Negó con la cabeza.
Fong le echó una mirada a David.
– Pero usted sí -le dijo.
– Creo que sí. Comprendo cómo funciona el sistema, pero ¿quién hizo los nudos?
– ¡Exacto!
Hu-lan, culpando al embarazo de su despiste, miró a los dos hombres. David se preguntó en qué estaría pensando; solía sacarle mucha ventaja en estos asuntos.
– Supongamos que alguien se dispone a practicar este tipo de relación sexual -dijo David-, que quiere intensificar el orgasmo. Se corta la circulación de sangre de la compañera, o ella corta la de él. Tal vez uno ha montado algo que ayude a los dos. Pero mira cómo están atados, Hu-lan. Una vez ella atada, no pudo atarlo a él, y es imposible que él se atase solo. Es un asesinato con la apariencia de un exceso sexual.
– Estoy de acuerdo -contestó Fong-. Cuando los lleven al laboratorio buscaré semen para confirmarlo. Ya le enviaré el informe…
Estas palabras afectaron a Hu-lan. Fong no sabía nada de sus problemas, o los sabía y había preferido no mencionarlos, lo cual no era propio de él. Cuando las cosas iban mal, sus colegas disfrutaban haciendo comentarios furtivos lo bastante alto para que ella los oyera. Pero esa mañana nadie le había hecho la menor insinuación sobre las noticias de la televisión y la prensa.
Sólo podía significar que Zai o alguien de más arriba quería que ella lo notara.
– Una última pregunta, doctor Fong. ¿Han encontrado alguna carpeta o documentos? -preguntó Hu-lan.
– Sólo los pasaportes y los objetos personales.
Abandonaron la habitación sin despedirse, en el pasillo recogieron a Henry Knight todavía pálido, bajaron en el ascensor y salieron al calor infernal sin que nadie les interceptara o les hiciera ningún comentario.
– ¿La misma persona los mató a todos? -preguntó David cuando volvieron al coche.
– Me parece más acertado preguntar si es eso lo que quieren que pensemos -contestó Hu-lan-. ¿Se supone que tenemos que aceptar lo que parece, un fallo de una perversión sexual, o que debemos reconocerlo como un asesinato inteligente?
El coche entró en la autopista de peaje. El tráfico disminuyó y Lo pudo al fin conducir a una velocidad constante aunque no muy alta.
– Me pareció un asesinato -dijo David- por ser tan obvio, tan teatral. El asesino quería alardear de lo que es capaz de hacer.
– ¡Dios mío! ¡Lo que acabamos de ver es h horroroso! -exclamó de pronto Henry-
¿Es la misma persona? -inquirió David sin hacer caso del arranque de Henry.
– Por su forma de actuar, podría ser. La clave es la asfixia. Miao-shan colgada de una cuerda. Pearl y Guy, también estrangulados con una cuerda.
– Pero no Keith y Xiao Yan -dijo David.
– Sí, fueron muertes más directas, un atropellamiento y un empujón desde la azotea. Creo que estos asesinatos corresponden a una persona que desea un acto físico, mientras que el ahorcamiento y las cuerdas indican una mente más retorcida, alguien con ganas de algo manual durante el proceso, que quiere sentir y contemplar la muerte por asfixia. Podría ser alguien a quien le gusta matar y está sofisticando el método. También podrían ser dos o más personas. Simplemente no lo sabemos.
El coche redujo la velocidad al salir de la autopista. El aeropuerto no estaba preparado para aviones privados, no había sala de vips ni campo de aviación particular.
Las pocas personas que volaban a China en aviones privados o gubernamentales utilizaban una entrada lateral para llegar hasta la pista, la misma que usaban los empleados de mantenimiento. Delante, vieron la garita de vigilancia de la entrada y dos soldados del Ejército Popular en uniforme verde de verano y metralleta al hombro.
– ¿Qué quieren que diga? -preguntó Lo.
– Ya sabe lo que tiene que hacer -dijo Hu-lan a Henry.
El anciano se hundió más en el asiento.
– ¿Quiere ayudar a Sun? -preguntó David-. La única forma de hacerlo es conseguir llegar a su avión.
Henry asintió resignado. El abogado pensó que una cosa era ofrecerse con valentía a salvar a un amigo y otra arriesgarse a ser detenido en China.
El coche siguió adelante y, al llegar a la verja, Henry pulsó el botón que bajaba el cristal de la ventanilla. El soldado se acercó huraño y rígido, pero antes de que abriera la boca Henry chasqueó los dedos y le dijo con tono autoritario:
– Acércate, muchacho.
El soldado miró por encima del techo del coche a su compañero como desconcertado por esa impertinencia.
– ¡Date prisa! -gritó Henry mientras golpeaba con el puño el lateral del coche-. ¡Ven aquí! -el soldado de acercó con chulería y Henry le puso el índice sobre el pecho, un insulto mayúsculo-. ¿Ves ese avión de allá? -preguntó mientras retiraba el dedo y señalaba a la pista-. ¡Pues es mío! ¡Abre!
El soldado se inclinó para ver a los demás ocupantes del coche. Henry pulsó el botón y el cristal ahumado subió. El soldado golpeó la ventanilla y empezó a dar voces. Lo siguió mirando al frente, y David y Hu-lan simularon no oír nada. Al cabo de un momento Henry abrió un poco la ventanilla.
– Fuera del coche -dijo en mandarín el soldado, y para reforzar sus palabras golpeo el cristal con el cañón de la metralleta.
– ¡No hablo chino! -gritó Henry-. Escucha, muchacho, soy amigo personal del presidente Jiang Zemin, ¿lo entiendes? -añadió con acento sureño-. ¡Jiang Zemin! ¿Comprendes? ¡Vamos! ¡Deprisa, deprisa! -repitió chasqueando los dedos ante la cara del soldado.
El soldado, aún más desconcertado, hizo una señal a su compañero. La verja se abrió y Lo aceleró.
– Quería fanfarronadas, pues ya las ha visto -dijo Henry, mientras volvía a apoyarse en el respaldo de cuero.
– Lo ha hecho muy bien -dijo Hu-lan.
– Me he comportado como un perfecto idiota y he insultado a sus compatriotas.
– Ha funcionado -contestó ella.
El coche se detuvo al lado del avión. El piloto y el copiloto estaban al pie de la escalerilla perlados de sudor.
– Cuando quiera, señor -dijo el piloto.
– Sáquenos de aquí ahora mismo -ordenó Henry al tiempo que embarcaban.