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– Es evidente que no -sonrió melancólica-. Pero en realidad me está preguntando si el fin justifica los medios.

– Si prefiere decirlo así.

– Los occidentales desearían que fuésemos como ellos. Creen que deberíamos adoptar su forma de democracia. Piensan que tendríamos que ganar dinero y gastarlo en productos de consumo, sus productos de consumo. Durante siglos Occidente ha querido un trozo nuestro, y a veces lo han obtenido. Para mí se resume en explotación. En el siglo pasado, los ingleses nos intoxicaron con opio, nos obligaron a abrir los puertos y estuvieron a punto de destruirnos.

“Ahora ustedes quieren entrar aquí, en el mismo corazón de China, y hacer su voluntad. Se les permiten las mayores barbaridades y los responsables miran hacia otro lado.

– Creo que tiene la lección bien aprendida. Lo que usted ha estado haciendo son delitos de…

– No; es el estilo norteamericano.

David la miró perplejo. O la habían engañado o estaba loca.

– ¿Puede citarme una sola cosa que hiciéramos nosotros que no hubieran hecho antes los norteamericanos? Piense en su historia. Consiguieron prosperar a costa de los esclavos. Culminaron la colonización del Oeste porque mis compatriotas construyeron el ferrocarril. Y no se limitaron a la gente que ustedes llaman eufemísticamente de color. También enviaron mujeres y niños a las fábricas y a las minas.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– Pero hoy en día, mirando atrás desde una situación de dominio del mundo y enorme prosperidad, ¿no diría que el fin justifica los medios?

– ¿Y qué pensaba conseguir?

Amy lo miró con desprecio.

– ¿Todavía no lo entiende? Con Henry y Sun fuera, podíamos hacer cualquier cosa. Yo ayudaba a Doug y él a mí. Doug quería la empresa. Yo el puesto del gobernador.

La confesión de Amy, por lo que valía, no le proporcionó gran cosa: jabón, dentífrico, la promesa de agua embotellada y una toalla.

Un día que la madre de Hu-lan y su enfermera habían ido a la consulta del doctor Du y David estaba en Los Ángeles, Hu-lan oyó el timbre. Cruzó los patios y abrió la puerta. Aunque era mediodía, el callejón estaba desierto aparte de un hombre que le comunicó que se requería su presencia y que hiciera el favor de subir al coche. Obedeció, sabiendo que si no volvía nadie sabría qué había sido de ella.

El chófer la llevó por los callejones del Hutong hasta la orilla opuesta del lago Shisha. El conductor se paró para que cruzara un grupito de triciclos de la Agencia Turística de Hutongs, con sus vehículos cargados de parejas de occidentales. Estas excursiones eran una novedad en el vecindario de Hu-lan, que no sabía si le gustaba o no. Por una parte le molestaban tantos extranjeros en el pequeño enclave; por otra, el éxito de la agencia estatal podía ayudar a que el barrio no fuera arrasado.

Mientras los conductores cruzaban pedaleando sudorosos, Hu-lan contempló el lago. Algunos ancianos con cañas de pescar salpicaban la orilla. Justo enfrente de su ventanilla, tres muchachos escuálidos saltaban al agua. La suave brisa arrastraba sus gritos y carcajadas.

El coche avanzó de nuevo y al cabo de pocos minutos el chofer llegó a un recinto. Igual que cualquier conjunto de edificios tradicionales, los muros exteriores no estaban pintados ni insinuaban la riqueza interior. Un guardián comprobó sus nombres en una lista y el coche entró.

Hu-lan había estado allí muchas veces cuando era niña y esperaba que el lugar le pareciera más pequeño y menos impresionante, pero tuvo la sensación contraria. Era más hermoso de lo que le recordaba, y los gingkos, alcanforeros y sauces creaban un oasis sombreado. Un riachuelo -Hu-lan recordaba haber jugado allí con los hijos de otros altos funcionarios- serpenteaba por todo el perímetro interior del recinto. En las orillas del río sobresalían rocas redondeadas y las cañas de bambú protegían pabellones y glorietas. Los pájaros gorjeaban, trinaban y revoloteaban entre el verdor. Hu-lan recordó que detrás del edifico principal había un palomar y se preguntó si todavía existiría.

Siguió al chofer por la escalera y hasta el vestíbulo, que olía a naftalina y humedad. Atravesaron varios salones con muebles cubiertos por viejas sábanas, subieron otra escalera y bajaron hasta un pasillo de techos altos. El chofer llamó a una pesada puerta, al abrió poco a poco, y le indicó a Hu-lan que entrase. Tan pronto lo hizo, la puerta se cerró a sus espaldas. Cinco hombres ninguno más joven de setenta años, estaban sentados en semicírculo en mullidos sillones. Los conocía muy bien a todos. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio a otros dos. Uno era el viceministro Zai; el otro, el gobernador Sun.

– Haga el favor de tomar asiento, inspectora -dijo el hombre sentado en el centro, indicando una silla. Ella vaciló, y él añadió-: Olvide la tradición, sabemos que aún está débil. Siéntese.

Hu-lan se sentó, apoyó las manos en el regazo y esperó. De entre las sombras apareció una mujer robusta, sirvió té y desapareció de nuevo.

– ¿Cómo se encuentra, Liu Hu-lan?

– Muy bien, señor.

– ¿Y su madre?

– Contenta de estar en casa.

– Eso teníamos entendido. Nos hace a todos tan… -El viejo político no encontraba la palabra adecuada.

– ¿Cuántas tradiciones, ¿verdad, Xiao Hu-lan? -dijo el otro hombre.

Tuvo un sobresalto, nadie la había llamado pequeña Hu-lan desde los tiempos de la granja Tierra Roja.

– Nos dicen cómo ser leales, cómo conversar, cómo negociar, cómo encontrar pareja. Es muy aburrido, ¿no?

Hu-lan no sabía qué contestar.

– Somos viejos amigos -continuó el hombre-. No tenemos ningún parentesco, pero recuerdo cuando me llamabas tío.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Hu-lan. El lugar cargado de recuerdos y esos hombres, los más poderosos del país, ahora ancianos, rememoraban tiempos que tal vez fuera mejor olvidar.

Como si leyera sus pensamientos, el hombre dijo:

– Nunca te hemos olvidado, y tampoco a tu familia. Algunas personas presentes en esta habitación, están aquí gracias al coraje de tus padres. Queremos decirte que tu trabajo por nuestro país no ha pasado desapercibido y te estamos agradecidos.

– También sabemos que te ha costado un alto precio -añadió el primer hombre.

La muerte de su padre. Su nombre vilipendiado por la prensa, convertido en motivo de escarnio en su país. Estar a punto de perder su vida y la de su hijo. Si, lo había pagado caro.

– Lo lamentamos -dijo.

Hasta cierto punto, pensó Hu-lan.

– Tus compatriotas tienen un concepto de ti, pero puedes tener la conciencia tranquila. Nosotros sabemos la verdad.

– Ya, pero yo vivo con ellos. Trabajo con ellos.

Los ancianos la miraron sorprendidos. Se suponía que no podía hablar, y mucho menos hacer un comentario crítico. Hu-lan observó cómo el viceministro Zai se cubría los ojos con una mano.

– Te necesitamos, Liu Hu-lan -dijo el hombre sentado en el centro-. Reconoces la verdad, eres justa, siempre has sido decidida.

He seguido la corriente. Me dejé tentar por la propaganda del gobierno y perdí seres queridos, pensó Hu-lan.

– Nos haces más falta que nunca. Sabes mejor que nadie lo que es la corrupción. Resulta triste, pero es herencia familiar, aunque la has utilizado con buenos fines. También entiendes a los extranjeros que llegan a nuestro país como abejas atraídas por la miel.

Hizo una pausa. Hasta entonces su rostro había sido la máscara de un tío bonachón. Ahora añadió una expresión adusta.

– Sabemos que no quieres abandonar tu tierra natal. Nos sentimos orgullosos de que quieras tener tu bebé aquí, cuando te sería fácil trasladarte al país de su padre.

– David volverá.

– También sabemos eso, por supuesto.

La habitación quedó en silencio mientras unas motas de polvo revoloteaban en un rayo de luz que entraba por la ventana. Finalmente Hu-lan rompió el protocolo.

– ¿Qué es lo que quieren?

La cara de su interlocutor se iluminó con una sonrisa triunfal.

– Tu aspecto exterior es el de una mujer china. Sabes decir las palabras adecuadas de una hija cariñosa, dominas el ceremonial y las tradiciones centenarias, pero interiormente eres una extranjera. -Aunque parecía un grave insulto, su voz transmitía admiración-. Tenemos una política de puertas abiertas y no vamos a echarnos atrás. Pero con la puerta abierta han entrado forasteros, tenemos que tratar con ellos y queremos que nos ayudes. No te pido que dejes el Ministerio de Seguridad Pública. No; queremos que te quedes exactamente donde estás. Tienes credenciales y dinero. Ambas cosas te dan poder en la calle.

– Por lo tanto, mi vida sigue igual.

El hombre asintió.

– ¿Sin otros compromisos?

– Al contrario. Estamos dispuestos a cerrar los ojos. David Stark podrá volver a China. Tú podrás tener a tu hijo.

Hu-lan miró a Zai. La cara de su protector reflejaba preocupación. Casi le parecía oírle decir: acepta.

– No se negocia con la familia -dijo Hu-lan.

Zai se tapó de nuevo los ojos y hasta Sun palideció.

– No es una negociación -dijo el hombre sentado a la derecha.

– Aun así -contestó ella.

– ¿Qué quieres, Xiao Hu-lan?

– Tres cosas.

– ¿Tres?

Los ancianos intercambiaron miradas. La petición era insólita. El hombre sentado en el centro levantó la mano, indicando aprobación. El hombre a su izquierda dijo:

– Sepamos de qué se trata y decidiremos.

– ¿Por qué nos dejaron salir de Pekín después del asesinato de Pearl Jenner y Guy In?

– ¿Eso es una petición? ¡No vale la pena!

– Quiero saberlo.

– El viceministro Zai nos aconsejó que te diéramos carta blanca. Demostró tener razón contigo, como siempre.

Claro, así era como había sido. Ella ya lo había intuido durante su encuentro con Fong, el forense.

– La segunda es simple curiosidad. Nunca se la revelaré a nadie, ya sé lo que ocurriría si lo hiciera.

– Adelante.

– Tuve ocasión de ver el dangan de Sun Gao. Según mi conocimiento de los hechos, existen algunas discrepancias, lo cual me hace pensar que le apoyaban hombres como ustedes. Quisiera saber los motivos.

Nadie parecía dispuesto a hablar, por fin el hombre sentado en el centro, dijo:

– Hombres, no. Un solo hombre. El difunto y venerado Chu En-lai.

Mientras el hombre hablaba, las piezas iban encajando. Los jefes locales enviaron al joven Sun Gao a la escuela de una misión. Se supo de su comportamiento heroico en Tianglong Shan con Henry Knight y lo enviaron a Occidente, esta vez para que espiara a los norteamericanos. No obstante, la historia en el dangan referente al valor de Sun en la batalla de Huai Hua era totalmente falsa. Estaba en otra parte; el lugar y las circunstancias son un secreto de estado, pero salvó la vida de Chu En-lai como había hecho con al de Henry Knight. Chu, al igual que Knight, le estaba agradecido y facilitó las cosas para situar y promocionar a su protegido. Estos simples hechos, junto al “dinero para el té” de Henry garantizaron la seguridad de Sun durante varias campañas políticas, una de ellas la Revolución Cultural.

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