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La presencia de su amada se sentía en esas habitaciones. Su fragancia flotaba suavemente en el aire. En la mesa había un bol con naranjas, y una blusa de seda colgada del respaldo de una silla. David sintió que la deseaba con mucha más intensidad que en todos esos meses de separación. Entró en el dormitorio y la vio en la cama, esperándolo. Se quitó la ropa, se acostó y envolvió con sus brazos a su amada. Hu-lan se acurrucó en su regazo. Tenía el cuerpo tibio y susurraba palabras dulces. Muy pronto las palabras dieron lugar a suaves gemidos de placer.

David estaba maravillado de los cambios físicos de Hu-lan. Sus dedos sentían unos pechos más llenos.

El vientre, siempre duro y plano, dibujaba una suave curva. Dejó que la lengua y los labios se movieran más despacio, consciente de la respiración de ella, alerta a los cambios que le indicaran que ya estaba preparada para él. Hu-lan lo cogió por los hombros, lo atrajo hacia ella y lo envolvió con las piernas, al tiempo que lo guiaba para que la penetrara. Sus ojos se encontraron y supo que al fin estaba en casa.

A las tres de la madrugada David estaba completamente despierto. Empujó a Hu-lan con suavidad, quien, si abrir los ojos, le dio un beso y se acurrucó más cerca de él. Siguió escuchando hasta que la oyó volver a respirar profundamente. Luego salió en silencio de la cama, se preparó una tetera, sacó el ordenador portátil y comprobó el correo electrónico. Antes del amanecer, se puso un short y una camiseta y salió a correr. A las seis estaba de vuelta en la casa. En el momento en que salía de la ducha, los címbalos y tambores de la compañía de Yan Ge empezaron a repicar a lo lejos. A pesar de que los gruñidos de Hu-lan por teléfono para describirle la compañía parecían de lo más pintorescos, David no salió a investigar porque sabía que su aparición atraería muchos curiosos. Así que preparó otra tetera, buscó galletas en los armarios y cogió una naranja.

A las ocho, cuando llegó el inspector Lo para llevarlo a sus compromisos, Hu-lan todavía no se había despertado. David la besó suavemente y salió de la casa en silencio. El inspector Lo le llevó al hotel Kempinski, en el distrito de Chaoyang. En el vestíbulo lo recibió una joven pizpireta, la señorita Quo Xue-sheng, súbdita china y, hasta el momento, única empleada de Phillips, MacKenzie amp; Stout en suelo chino. Llevaba un traje rojo brillante con la falda muy por encima de las rodillas. Los diez centímetros de tacón elevaban a la señorita Quo a una estatura de poco más de metro cincuenta. A David le pareció muy joven. Con unas pocas preguntas se dio cuenta de que no tenía ninguna experiencia jurídica, pero mucha con compañías extrajeras, para las que había trabajado durante varios años, de manera que no sólo perfeccionó su inglés, sino que pudo ascender de chica del té a secretaria y luego a asistente personal.

– Nuestro primer compromiso es ver un apartamento y una oficina en el complejo de negocios Kempinski, aquí al lado -le dijo mientras lo llevaba otra vez a la calle y cruzaban el asfalto caliente hasta una torre de pisos.

– No necesito un apartamento -dijo David, pero estaba a punto de recibir una de las primeras lecciones sobre cómo se hacen los negocios en China.

Para empezar, la señorita Quo tenía ideas muy claras acerca de lo que los extranjeros querían y necesitaban. Segundo, no se dejaba influir fácilmente por sus opiniones, ni, como descubriría más adelante, por sus órdenes. Tercero, los extranjeros que querían montar empresas en Pekín eran víctimas fáciles de todo tipo de triquiñuelas y sobornos.

Pasaron las siguientes tres horas entrando y saliendo de edificios, subiendo y bajando en ascensores y escuchando las alabanzas de diferentes complejos y barrios. Los edificios seguían dos pautas: o eran apartamentos con vivienda y oficinas en estructuras separadas, o ambas cosas están en el mismo edificio. Después del Kempinski volvieron al coche, se desplazaron unas pocas manzanas y entraron en un patio que a él le resultó incómodamente familiar.

– éste es el Capital Mansión -dijo-. Aquí también puede tener vivienda y oficina. Creo que es el mejor para usted.

– No quiero vivir aquí -replicó David, que recordaba perfectamente el cuerpo que Hu-lan y él habían encontrado en aquel lugar no hacía mucho tiempo, con todas las tripas desparramadas, la sangre, el olor…

– ¿Por lo que sucedió? -preguntó la chica-, es comprensible, pero ya he empezado a hacer las negociaciones.

– Pues deshágalas.

– Véalo y después decidiremos.

David la siguió, pero casi no le prestó atención, ni a ella ni al encargado del edificio. Cuando David volvió a salir a la calle, la señorita Quo se quedó atrás hablando con el agente de la propiedad, a quien se veía claramente irritado. David se preguntó hasta dónde habrían llegado las negociaciones, y, si habían llegado hasta donde se imaginaba, por qué. Como Hu-lan solía decir, en Pekín no había secretos. Sin duda la señorita Quo parecía saber mucho sobre él. Era evidente que estaba al tanto del asesinato de Cao Hua en ese mismo edificio. ¿No se había imaginado entonces que ese lugar le molestaría?

Al final, la joven salió por la puerta giratoria, subió al coche y le dio unas órdenes al inspector Lo en mandarín. La próxima parada era el complejo residencial Maniatan Garden, cerca del campo de golf de Chaoyang. David volvió a explicar que no necesitaba ningún apartamento, pero la señorita Quo sonrió como si no lo entendiera y siguió enseñándole el complejo, al que siguieron las torres Parkview en el centro de Pekín, la Comunidad Residencial y Comercial Estrella del Norte, donde vivían unas mil familias extranjeras, y trabajaban muchos más.

El edificio China Chabng An, que albergaba numerosas compañías extranjeras, incluidos el Citibank, Samsung y Abdul Latif Jameel, Ltd.

A esas alturas, la señorita Quo lo llevó a la cafetería del hotel Palace, donde apartó las cartas y pidió en chino. David, que deseaba unas bolitas de pasta o unos fideos, se sintió decepcionado cuando el camarero le trajo un club sándwich y patatas fritas. La señorita Quo, al parecer, conocía a todo el mundo y llamaba a sus amigos para presentarles a David y explicarles que estaba montando un bufete. Cuando se iban, los despedía con un “el abogado Stark es un buen amigo de China, como de seguro ya sabe; si necesita ayuda para alguna transacción comercial, él lo ayudará con mucho gusto”. Les entregaba una tarjeta con el nombre de David y el de Phillips, MacKenzie amp; Stout en inglés y mandarín. “Pronto tendremos una oficina. Hasta entonces, ya sabe dónde encontrarme”. Mas apretones de mano, palabras de felicitación y promesas de recepciones y banquetes.

Después del almuerzo lo llevaron a un lugar de las afueras anunciado como “una urbanización de chalets”, que a David le pareció más bien un proyecto de viviendas económicas en el valle de San Fernando. Después fueron a algo llamado Pekín Riviera, que presumía de lujosas casas completamente amuebladas con aire acondicionado central, baño de vapor, jacuzzi y toallero climatizado. De allí volvieron al centro de Pekín, a los Jardines Siempreverde.

– Éste es un sitio estupendo para familias.

– Yo no tengo familia -dijo David.

La señorita Quo arrugó la cara. Entre risitas de su ayudante, supo que los alquileres ascendían a dieciocho dólares por metro cuadrado, o a 1.188 en caso de compra. Habría necesitado una calculadora para hacer la cuenta, pero parecía caro. Todos los precios le parecían confusos o asombrosos. En el Jardín de la Amistad Internacional de Pekín, le dijeron que podía “hacer una inversión del cincuenta por ciento y realizar un ciento veinticinco por ciento de la aspiración”, aunque sólo Dios supiera lo que eso significaba. Durante el día, mientras trababa de precisar los precios reales, se dio cuenta de que iban de seis mil dólares a doce mil por mes para unas oficinas con un despacho y una zona de recepción para la señorita Quo,.

– ¿Me está diciendo que tengo que pagar esa suma por un par de habitaciones en una ciudad en que los ingresos medios anuales son de… cuánto… mil dólares?

La señorita Quo sonrió.

– Éstas son las opciones. ¿Cuál prefiere?

Pero eso no era nada comparado con las exorbitantes sumas que había que repartir para lo que David consideraba necesidades básicas de una oficina. Instalar una línea telefónica iba de unos míseros veinte dólares a unos estrafalarios mil cuatrocientos. Una línea de fax era todavía más cara. Si quería un télex, le aseguraron que podían llevarle uno y le costaría entre cien y dos mil ochocientos dólares. Incluso los servicios básicos como la electricidad eran fijos y dependían del edificio, del representante de la compañía y de la relación de la señorita Quo con esa persona. Y eso que todavía no habían entrado en la cuestión del coche y el chofer.

A las cuatro, Lo dejó a la ayudante otra vez en el Kempinski y se internó en el denso tráfico de la tarde. David cerró los ojos y se echó una cabezadita, fruto del jet lag. Lo siguiente que supo fue que el coche se detuvo y alguien abrió la puerta. Sintió un aliento fresco en el cuello y la voz de Hu-lan.

– Despierta, David.

En cuanto entraron en el patio y cerraron la puerta, David la cogió entre sus brazos y ella hundió la cara en su cuello, después se separó y la miró a la cara. Era hermosa. Hu-lan lo cogió de la mano y, sin decir palabra, caminaron hasta el fondo de la residencia. Al llegar al salón se besaron. No hacían falta las palabras: estaban locos de deseo. Hu-lan lo tironeó de los hombros y lo empujó suavemente hacia el dormitorio.

Al cabo de unas horas, enredados el uno en el otro, se sentían agotados y felices. Hu-lan al fin se levantó, se puso la bata de seda y fue a la cocina, para regresar con agua mineral fresca y una bandeja cargada de uvas, rodajas de sandía y gajos de naranja. Puso la bandeja sobre la sábana, arrebujó las almohadas y se sentó junto a David.

– Bueno ¿qué tal has pasado el día? -le preguntó.

Le contó que entrando y saliendo de edificios al compás de un pequeño demonio llamado señorita Quo.

– Eres muy afortunado al tener a Quo Xue-sheng -dijo ella y cogió un trozo de sandía.

– ¿La conoces?

– Desde que era un bebé. Es la hija del ministro de Servicios a las Corporaciones Extranjeras. Te han asignado a alguien muy importante, debes tener un guan xi muy bueno -bromeó.

– ¿Lo has arreglado tú?

– Tenía que contratar a alguien. Así que lo mejor era que fuese alguien amigo. Después de hablar contigo llamé al padre de Quo. El ministro estaba muy contento de colocar a su hija contigo.

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