Contemplé los bruscos movimientos de mi madre en la cama. Quería decirle algo que aplacara su cuerpo y su espíritu, pero me quedé allí como los demás, esperando sin abrir la boca.
Entonces recordé su relato sobre la tortuguita, la advertencia que me hizo para que no llorase. Y quise gritarle que era inútil, pues ya se agolpaban en mis ojos demasiadas lágrimas. Intenté tragármelas una tras otra, pero me brotaban con mucha rapidez, hasta que mis labios apretados se abrieron y di rienda suelta al llanto, dejando que todos los presentes se alimentaran de mis lágrimas.
Tanta aflicción me hizo perder el conocimiento, y me llevaron a la cama de Yan Chang. Y así, aquella mañana, mientras mi madre agonizaba, yo estaba soñando.
Soñé que caía por el aire hacia un estanque, y entonces me convertía en una tortuguita que yacía en el fondo de aquel ámbito acuático. Por encima de mí veía los picos de un millar de urracas que bebían en el estanque, bebían, cantaban felices y llenaban sus vientres blancos como la nieve. Yo estaba llorando con todas mis fuerzas, vertía innumerables lágrimas, pero las aves bebían y bebían, hasta que no me quedaron lágrimas y el estanque se vio vacío, tan seco como la arena.
Más tarde Yan Chang me contó que mi madre escuchó a Segunda Esposa e intentó fingir el suicidio. ¡Falsas palabras! ¡Mentiras! Ella nunca escucharía a aquella mujer que la hizo sufrir tanto.
Sé que mi madre escuchó a su propio corazón y no quiso fingir más. Lo sé porque, de no ser así, ¿por qué habría muerto dos días antes del nuevo calendario lunar? ¿Por qué planeó su muerte con tal minuciosidad que la convirtió en un arma?
Tres días antes del nuevo año lunar había comido ywansyau, el viscoso budín dulce tradicional en esas fechas. Se comió uno tras otro, y recuerdo que hizo una observación extraña.
– Ya ves cómo es esta vida -me dijo-. No puedes tragar una cantidad suficiente de esta amargura.
Lo que había hecho era comer ywansyau relleno de una clase de veneno amargo y no de semillas confitadas. No se había procurado el dulce sopor del opio, como creían los demás. Cuando el veneno se diseminó en su cuerpo, me susurró que prefería matar su propio espíritu débil, a fin de darme otro más fuerte.
La viscosidad se aferró a su cuerpo. No pudieron extraerle el veneno y murió dos días antes del nuevo año. La tendieron sobre una tabla de madera, en el vestíbulo. Llevaba un atuendo fúnebre más lujoso que el que llevó en vida, prendas interiores de seda para mantenerla caliente sin la pesada carga de un abrigo, y un vestido de seda cosido con hilos de oro. Adornaron su tocado con oro, lapislázuli y jade. Dos delicadas zapatillas, con las suelas de la piel más suave, y dos perlas gigantes sobre cada dedo de los pies servirían para aligerar su camino hacia el nirvana.
Al verla aquella última vez, me arrojé sobre su cuerpo. Y ella abrió los ojos lentamente. No me asusté, pues sabía que podía verme y ver lo que al fin había hecho, así que le cerré los ojos con mis dedos y le dije con el corazón que también yo podía ver la verdad, que también yo era fuerte.
Porque ambas sabíamos que el tercer día después de la muerte, el alma regresa para ajustar las cuentas pendientes. En el caso de mi madre, ése sería el primer día del nuevo calendario lunar y, por ser año nuevo, todas las deudas deben pagarse, so pena de sufrir desastres o infortunios.
Aquel día Wu Tsing, temeroso del espíritu vengativo de mi madre, se puso ropas de duelo del algodón blanco más áspero. Juró al espíritu de mi madre que nos cuidaría a Syaudi y a mí como sus hijos respetados, y prometió reverenciarla como si hubiera sido la Primera Esposa, su única mujer.
Y aquel día le mostré a Segunda Esposa el collar de perlas falsas que ella me había dado y lo pisé.
Y aquel día el cabello de Segunda Esposa empezó a encarecer.
Y aquel día aprendí a gritar.
***
Sé lo que es vivir tu vida como un sueño, escuchar y mirar, despertar e intentar comprender lo que ha sucedido realmente. No es necesario ser psiquiatra. Un psiquiatra no quiere que despiertes. Te dice que sueñes un poco más, para que encuentres el estanque y viertas más lágrimas en él. Y, en realidad, él es otro pájaro que bebe en tu desgracia.
Mi madre padeció, perdió su prestigio y trató de ocultarlo. Sólo encontró más aflicción yeso, finalmente, no pudo ocultarlo. No cabe entender otra cosa. Aquello era China. Eso es lo que la gente hacía entonces. No tenían alternativa. No podían levantar la voz. No podían huir. Aquel era destino.
Pero ahora pueden hacer algo más. Ahora ya no tienen que tragar sus propias lágrimas ni sufrir las mofas de las urracas. Lo sé porque he leído esta noticia en una revista enviada desde China.
Dice esa revista que durante miles de años los pájaros han atormentado a los campesinos. Volaban en bandadas para observar a los campesinos encorvados en los campos, removiendo la tierra seca, llorando en los surcos para humedecer las semillas. Y cuando se erguían, los pájaros bajaban, se bebían las lágrimas y se comían las semillas, y así los niños se morían de hambre.
Pero un día, aquellos campesinos extenuados se reunieron en todos los campos de China. Vieron a los pájaros beber y comer, y dijeron: «¡Basta de sufrimiento y de silencio!». Y empezaron a aplaudir y golpear con palos cacerolas y sartenes, mientras gritaban: «Sz! Sz! Sz!» (¡Morid, morid, morid!).
Y todos los pájaros remontaron el vuelo alarmados y confundidos por aquella nueva cólera, agitaron sus alas negras y revolotearon por encima de los campesinos, esperando que cesara el tumulto. Pero los gritos de la gente se hicieron más fuertes y airados. Los pájaros se fatigaron más, incapaces de aterrizar y comer. Y esto continuó durante muchas horas y muchos días, hasta que todos los pájaros -¡centenares, millares y luego millones!- cayeron y quedaron inmóviles, muertos, hasta que no quedó uno solo en el cielo.
¿Qué diría tu psiquiatra si le dijera que grité de alegría cuando leí que había ocurrido esto?