Entonces subimos la escalera y llegamos a otra amplia sala de estar. Nos dirigimos a la izquierda, por un pasillo, cruzamos una habitación y entramos en otra.
– Esta es la habitación de tu madre -me dijo orgullosamente Yan Chang-. Aquí es donde vas a dormir.
Lo primero que vi, lo único que pude ver al principio, fue una cama magnífica, pesada y ligera al mismo tiempo, de madera oscura y reluciente, decorada con tallas de dragones. Cuatro postes sostenían un dosel de seda, y de cada uno colgaban grandes cintas de seda que sujetaban unas cortinas. Las patas de la cama eran cuatro garras de león, como si su peso hubiera aplastado al animal. Yan Chang me enseñó a usar un pequeño taburete para subirme a la cama. Y cuando me dejé caer sobre la colcha sedosa, reí al descubrir un colchón que tenía diez veces el grosor del de mi cama en Ningpo.
Sentada en aquella cama, lo admiré todo como si fuese una princesa. La habitación tenía una puerta de vidrio que daba a un balcón. Ante la ventana había una mesa redonda de la misma madera que la cama. Sus patas también terminaban en garras de león y estaba rodeada por cuatro sillas. Una criada ya había dejado té y dulces sobre la mesa, y ahora estaba encendiendo el houlu, un hornillo de carbón.
En realidad, la casa de mi tío en Ningpo no era pobre.
Muy al contrario, era la vivienda de una familia acomodada. Pero la mansión de Tientsin era asombrosa, y pensé que mi tío se equivocaba, que el matrimonio de mi madre con Wu Tsing no era en absoluto vergonzoso.
Mientras pensaba tales cosas, me sobresaltó un súbito estrépito metálico seguido de música. En la pared, enfrente de la cama, había un gran reloj de madera, con tallas que representaban un bosque y varios osos. La puerta del reloj se había abierto y por allí salía una diminuta habitación llena de gente. Sentado a una mesa había un hombre de barba con un gorro puntiagudo, que inclinaba la cabeza una y otra vez para tomar sopa, pero la barba penetraba primero en el cuenco y se lo impedía. Una muchacha con un pañuelo blanco y un vestido azul estaba de pie al lado de la mesa, y se inclinaba una y otra vez para servir más sopa al hombre. J unto a estos dos personajes había otra chica con falda y chaqueta corta, que movía el brazo adelante y atrás, tocando el violín. Siempre tocaba la misma canción siniestra, y aún puedo oída en mi cabeza al cabo de tantos años: ¡ni-ah! ¡nah! ¡nah! ¡nah! ¡na-ni-nah!
Era un reloj magnífico, pero después de oír la música aquella primera vez, una hora después y así sucesivamente, se convirtió en una molestia excesiva. Pasé muchas noches sin poder dormir, y más adelante descubrí que tenía la capacidad de hacer oídos sordos a las cosas insensatas que intentaban llamarme la atención.
Las primeras noches en aquella casa tan entretenida, durmiendo en la cama grande y blanda con mi madre, me sentí muy feliz. Yacía en aquella cama cómoda, pensando en la casa de mi tío en Ningpo, y entonces comprendía lo desdichada que había sido y me sentía apesadumbrada por la suerte de mi hermanito. Pero la mayor parte de mis pensamientos se centraban en todas las cosas nuevas que podía ver y hacer en la casa.
Veía los grifos de agua caliente no sólo en la cocina, sino también en lavabos y bañeras en los tres pisos de la casa. Veía orinales que se limpiaban solos, sin necesidad de que los criados tuvieran que vaciados. Veía habitaciones tan lujosas como la de mi madre. Yan Chang me explicó cuáles pertenecían a Primera Esposa y las otras concubinas, a las que llamaban Segunda Esposa y Tercera Esposa. Y algunas habitaciones no pertenecían a nadie. «Son para los invitados», me dijo Yan Chang.
En el tercer piso estaban las habitaciones de los criados varones, una de las cuales incluso tenía una puerta de acceso a un gabinete que en realidad era un escondite, por si atacaban los piratas.
Me resulta difícil recordar todo lo que contenía la casa, pues demasiadas cosas buenas juntas no tardan en confundirse y parecer lo mismo al cabo de cierto tiempo. Cuando Yan Chang me traía los mismos dulces que el día anterior, le decía: «Estos ya los he probado».
Mi madre parecía recobrar su talante simpático. Volvió a ponerse sus viejas prendas largas, vestidos chinos y faldas, ahora con franjas blancas de luto cosidas en los bordes. Durante el día me enseñaba cosas extrañas y curiosas, y me las nombraba: bidet, cámara Brownie, tenedor para ensalada, servilleta. Por la noche, cuando no había nada que hacer, hablábamos de los criados, de quién era listo, quién diligente y quién leal. Chismorreábamos mientras cocíamos huevos pequeños y boniatos encima del houlu, sólo para disfrutar de su aroma. Y, por la noche, mi madre me contaba relatos, meciéndome en sus brazos para que me durmiera.
Si examino mi vida entera, no puedo pensar en otro tiempo en que me sintiera más cómoda: entonces no tenía, preocupaciones ni temores ni deseos, y mi vida parecía tan blanda y deliciosa como yacer en el interior de un capullo, de seda rosa. Pero recuerdo claramente cuándo toda esa comodidad dejó de ser cómoda.
Debió de ser un par de semanas después de nuestra llegada. Yo estaba en el amplio jardín trasero, lanzando una pelota y viendo cómo la perseguían los perros. Mi madre sentada a una mesa, contemplaba mi juego. Entonces oí el sonido de una bocina a lo lejos, al que siguieron gritos, y los dos perros se olvidaron de la pelota y echaron a correr, ladrando alegremente.
Vi en el rostro de mi madre la misma expresión temerosa que puso en la estación marítima. Se apresuró a entrar en la casa, pero yo doblé la esquina y me encaminé a la entrada principal. Habían llegado dos jinrikishas de un negro reluciente, y tras ellos un gran automóvil también negro. Un criado descargaba el equipaje de uno de los jinrikishas. Del otro saltó una joven sirvienta.
Todos los criados se apiñaron alrededor del automóvil, viendo sus caras reflejadas en el metal pulimentado, admirando las ventanillas con cortinas y los asientos de terciopelo. Entonces el conductor abrió la portezuela trasera y bajó una joven, de cabello corto y muy ondulado. Aparentaba unos años más que yo, pero llevaba un vestido de mujer, medias y tacones altos. Miré mi vestido blanco, manchado por la hierba, y me sentí avergonzada.
Los criados se inclinaron sobre el asiento trasero del coche y sacaron lentamente a un hombre, cogiéndole de ambos brazos. Era Wu Tsing, más bien bajo pero hinchado como un pájaro que ahueca las plumas, y mucho mayor que mi madre, con la frente alta, reluciente, y un gran lunar negro en la nariz. Vestía un traje occidental, con un chaleco demasiado prieto sobre el abdomen, pero sus pantalones eran muy holgados. Bajó del coche resoplando y gruñendo, y en cuanto sus pies tocaron el suelo echó a andar hacia la casa, actuando como si no viera a nadie, aunque todos le saludaban y se apresuraban a abrirle las puertas, llevarle el equipaje y cogerle el largo abrigo. Entró en la casa seguido de la mujer joven, que miraba a todos con una sonrisa tonta, como si le hicieran los honores a ella, y cuando apenas había llegado al umbral, oí que un criado le decía a otro:
– Quinta Esposa es tan joven que no ha traído a ninguno de sus criados, sino sólo un aya.
Alcé la vista y vi a mi madre mirando desde su ventana, observándolo todo. De esta manera informal mi madre descubrió que Wu Tsing había tomado su cuarta concubina, la cual no era en realidad más que un capricho, un decorado absurdo para el nuevo coche de aquel hombre.
Mi madre no tuvo celos de aquella muchacha a quien ahora llamarían Quinta Esposa. ¿Por qué habría de tenerlos? No amaba a Wu Tsing. En China una mujer no se casaba por amor, sino para tener una posición, y más adelante supe que la posición de mi madre era la peor.
Tras la llegada a casa de Wu Tsing y Quinta Esposa, mi madre solía quedarse en su habitación, bordando. Por la tarde salíamos a dar largos paseos por la ciudad, en busca de un rollo de seda cuyo color, al parecer, no sabía nombrar. Su desdicha era semejante: no podía nombrarla.
Y así, aunque todo parecía apacible, yo sabía que no lo era. Quizá te preguntes cómo una niña de sólo nueve años puede saber esas cosas. Ahora yo misma me lo pregunto. Sólo recuerdo lo incómoda que me sentía, cómo me encogía el estómago la certidumbre de que iba a ocurrir algo terrible. Y puedo asegurarte que era una sensación casi tan mala como la que experimenté unos quince años después, cuando empezaron a caer las bombas japonesas y, aguzando el oído, oí a lo lejos un rumor sordo y supe que no había manera de detener lo que se aproximaba.
Pocos días después de la llegada de Wu Tsing a casa, me desperté en plena noche. Mi madre me movía suavemente el hombro.
– An-mei, sé buena chica -me dijo con voz fatigada-. Ve ahora a la habitación de Yan Chang.
Me restregué los ojos y, mientras me despertaba, vi una sombra y me eché a llorar. Era Wu Tsing.
– Tranquilízate, no ocurre nada -susurró mi madre-. Vete con Yan Chang.
Me cogió en sus brazos y me depositó lentamente en el frío suelo. Oí que el reloj de madera empezaba a sonar y poco después la voz profunda de Wu Tsing quejándose del frío. Cuando me reuní con Yan Chang, ésta actuó como si me estuviera esperando y supiera que iba a llorar.
A la mañana siguiente no fui capaz de mirar a mi madre, pero vi que Quinta Esposa tenía el rostro hinchado como el mío; durante el desayuno, delante de todo el mundo, su cólera estalló por fin y gritó rudamente a una criada porque le servía con demasiada lentitud. Todos, hasta mi madre, la miraron sorprendidos de sus malos modales y de que criticara de esa manera a una criada. Vi que Wu Tsing la miraba como un padre severo, y ella se echó a llorar. Pero luego, aquella misma mañana, Quinta Esposa volvía a sonreír y se pavoneaba con un vestido y unos zapatos nuevos.
Aquella tarde mi madre me habló de su desdicha por primera vez. Estábamos en un jinrikisha, camino de una mercería en busca de hilo para bordar.
– ¿Te das cuenta de lo desgraciada que es mi vida? -se lamentó-. ¿Ves que no tengo ninguna posición? Ha traído a casa una nueva esposa, una chica de clase baja, de piel oscura y sin modales! La ha comprado por un puñado de dólares a una pobre familia pueblerina que se dedica a fabricar tejas de barro. Y por la noche, cuando ya no puede usada, él viene a mí despidiendo su olor a barro. -Ahora lloraba y, más que hablar, farfulló como una loca-: Ya ves que una cuarta es menos que una quinta. No debes olvidado, An-Mei. Yo fui una primera esposa, yi tai, la esposa de un erudito. ¡Tu madre no siempre ha sido Cuarta Esposa, Sz Tai!