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No pude contenerme y le dije:

– ¿De modo que te has dedicado a pegármela con otra? -me sentía tan humillada que casi me eché a llorar.

Entonces, por primera vez en varios meses, tras haber pasado en el limbo ese tiempo, todo se detuvo, todos los interrogantes desaparecieron. Ya no había alternativas, y me sentí libre, desbordante. Alguien se echó a reír, y al principio no tuve conciencia de que era yo misma.

– ¿Dónde está la gracia? -me preguntó red, airado.

– Lo siento, es solo que…

Intenté sofocar la risa, pero se convirtió en unos resoplidos nasales que me hicieron reír más, y el silencio de Ted incrementó todavía más mi hilaridad.

Aún resoplaba cuando intenté empezar de nuevo con más calma:

– Escucha, Ted, lo siento… Creo que lo mejor que puedes hacer es venir después del trabajo. -No sabía por qué le decía tal cosa, pero me pareció que era correcta.

– No hay nada de qué hablar, Rase.

– Lo sé -le dije en un tono tan sereno que me sorprendió a mí misma-. Sólo quiero enseñarte algo. Y no te preocupes, te daré los documentos, créeme.

No tenía ningún plan. No sabía qué le diría luego. Sólo sabía que deseaba que Ted me viera una vez más antes del divorcio.

Acabé enseñándole el jardín. Cuando llegó, al caer la tarde, la bruma veraniega ya se había instalado. Yo tenía los documentos del divorcio en el bolsillo de mi chaqueta. Ted vestía un traje deportivo y temblaba mientras examinaba los daños del jardín.

– Qué desastre -le oí musitar, mientras agitaba la pernera del pantalón para liberarla de una rama de zarzamora que se había extendido sobre el sendero. Supe que estaba calculando cuánto tiempo necesitaría para establecer de nuevo el orden.

– Me gusta tal como está -comenté.

Di unas palmaditas a las zanahorias demasiado crecidas, cuyas cabezas anaranjadas empujaban a través de la tierra, como si ésta las estuviera pariendo. Entonces me fijé en las malas hierbas: algunas habían brotado en las grietas del suelo y los muros del jardín, otras se habían afianzado en la pared lateral de la casa, y bastantes más habían encontrado refugio bajo ripias sueltas y trepaban por el tejado. Era imposible arrancadas una vez metidas en la mampostería, pues si uno lo intentaba acabaría desmontando todo el edificio.

Ted recogía ciruelas del suelo y las arrojaba por encima de la cerca al jardín del vecino.

– ¿Dónde están los papeles? -me preguntó finalmente.

Se los di y él los guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Entonces me miró y vi en sus ojos la expresión que en otro tiempo confundí con amabilidad y protección.

– No tienes que marcharte en seguida -me dijo-. Sé que necesitarás por lo menos un mes para encontrar otra vivienda.

– Ya tengo donde vivir -me apresuré a decirle, porque en aquel preciso momento supe dónde me alojaría. El enarcó las cejas, sorprendido y sonriente, por un instante muy breve, hasta que le dije-: Aquí.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó ásperamente. Aún tenía las cejas alzadas, pero ya no sonreía.

– He dicho que me quedo aquí -repetí.

– ¿Quién te ha metido en la cabeza que puedes hacer eso?

Se cruzó de brazos, entrecerró los ojos y escrutó mi rostro, como si supiera que se descompondría de un momento a otro. Aquella expresión solía asustarme y me hacía tartamudear.

Ahora no sentí nada, ni temor ni cólera.

– Digo que me quedo, y mi abogado lo dirá también, una vez que te hagamos entrega de la documentación.

Ted se sacó del bolsillo los papeles del divorcio y los examinó. Sus equis seguían allí, los espacios en blanco seguían vacíos.

– ¿Qué estás haciendo? -dijo él-. Quisiera saberlo exactamente.

Y la respuesta, la única importante por encima de todo lo demás, recorrió mi cuerpo y cayó de mis labios:

– No puedes arrancarme sin más de tu vida y tirarme a un lado.

Vi lo que deseaba: su expresión confusa y luego asustada, estaba hulihudu, tan fuerte era el poder de mis palabras.

Aquella noche soñé que deambulaba por el jardín. La niebla envolvía árboles y arbustos. Entonces distinguí al viejo señor Chou y a mi madre, a lo lejos, con sus bruscos movimientos arremolinando la niebla a su alrededor. Estaban inclinados sobre uno de los macizos de plantas.

– ¡Ahí está ella! -exclamó mi madre. El viejo señor Chou sonrió y me saludó agitando la mano. Me acerqué a mi madre y vi que estaba inclinada sobre algo, como si atendiera a un bebé.

– Mira -me dijo, radiante-. Los he plantado esta mañana, algunas para ti y otros para mí.

Y bajo el heimongmong, extendiéndose por el suelo, había hierbajos que ya se derramaban por encima de los setos y se esparcían agrestes en todas direcciones.

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