Cuando sufres un choque tan violento, es inevitable que pierdas el equilibrio y caigas. Y una vez que te has levantado, comprendes que no puedes confiar en que nadie te salve, ni tu marido ni tu madre ni Dios. ¿Qué puedes hacer entonces para evitar inclinarte y caer de nuevo?
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Durante muchos años mi madre creyó en la voluntad divina. Era como si hubiera abierto un grifo celestial que no cesaba de verter la divinidad; Decía que la fe era lo que posibilitaba todas las cosas buenas con que nos encontrábamos en la vida, pero yo entendía «destino», porque ella no sabía pronunciar el sonido «th» de la palabra «fe». [2]
Más adelante descubrí que quizá se trataba de destino desde el principio, que la fe no era más que la ilusión de que, de algún modo, ejerces el control de tu vida. Observé que lo máximo que yo podía tener era esperanza, con lo cual no negaba ninguna posibilidad, ni buena ni mala. Todo lo que decía era: «Si hay una alternativa, Dios mío o lo que seas, inclina hacia aquí las probabilidades».
Recuerdo que cuando empecé a pensar así fue una gran revelación para mí. Sucedió el día en que mi madre perdió la fe en Dios, cuando descubrió que no podría volver a confiar jamás en cosas de certeza incuestionable.
Habíamos ido a la playa, a un lugar recogido al sur de la ciudad, cerca de Devil's Slide. Mi padre había leído en la revista Sunset que era un buen sitio para pescar percas, y aunque mi padre no era pescador, sino auxiliar de farmacia que en el pasado ejerció como médico en China, creía en su nengkan, su capacidad de hacer cualquier cosa que se propusiera. Mi madre se creía en posesión de nengkan para cocinar cualquier cosa que capturase mi padre. Esta creencia en su nengkan fue lo que llevó a mis padres a Estados Unidos, lo que les capacitó para tener siete hijos y comprar una casa en el distrito de Sunset con muy poco dinero, lo que les dio confianza para creer que su suerte nunca se acabaría, que Dios estaba de su parte, que los dioses domésticos solos podían informar de cosas buenas y nuestros antepasados estaban satisfechos, que las garantías vitalicias significaban que nuestra suerte nunca cesaría, que todos los elementos estaban en equilibrio, la cantidad adecuada de viento yagua.
Así pues, allí estábamos los nueve: mis padres, mis dos hermanas, cuatro hermanos y yo misma, pletóricos de confianza mientras caminábamos a lo largo de la playa. Avanzábamos en fila india por la arena gris y fría, en orden de mayor a menor. Yo, con catorce años, iba en el medio. Habríamos formado una curiosa estampa para un posible espectador, nueve pares de pies descalzos andando por la arena, nueve pares de zapatos en las manos, nueve cabezas morenas volviéndose hacia el agua para ver cómo rompían las olas en la orilla.
El viento azotaba mis pantalones de algodón, y yo buscaba algún lugar donde la arena no me entrara en los ojos. Vi que estábamos en la hondonada de una cala, como un cuenco gigante, partido en dos, cuya otra mitad hubiera arrebatado el mar. Mi madre se dirigió a la derecha, donde la arena estaba limpia, y todos la seguimos. En aquel lado la pared de la cala se curvaba y protegía la playa del áspero oleaje y del viento. Y a lo largo del muro, a su sombra, se extendía una hilera de escollos que empezaba en el borde de la playa y continuaba más allá de la cala, donde las aguas se agitaban. Daba la impresión de que podías adentrarte en el mar sobre aquel arrecife, a pesar de su aspecto tan rocoso y resbaladizo. En el otro lado de la cala el muro era más irregular, carcomido por el agua, con muchas grietas, y cuando las olas golpeaban contra la pared, el agua surgía por aquellos orificios como blancos torrentes.
Recuerdo que aquella cala arenosa era un lugar terrible, lleno de sombras húmedas que nos hacían estremecer y motas invisibles que se nos metían en los ojos y nos impedían ver los peligros. La novedad de la experiencia nos cegaba a todos: una familia china tratando de actuar como una típica familia norteamericana en la playa.
Mi madre extendió sobre la arena una vieja manta a rayas, que el viento agitó hasta que nueve pares de zapatos la sujetaron. Mi padre montó su larga caña de bambú, una caña que él mismo se había confeccionado, recordando el diseño de la caña que tuvo en su infancia en China. Los niños nos acurrucamos hombro contra hombro sobre la manta, y en seguida saqueamos la bolsa llena de bocadillos de mortadela, que comimos ávidamente, sazonados con la arena adherida a nuestros dedos.
Mi padre se puso en pie y admiró su caña de pescar, fina y resistente. Satisfecho, recogió sus zapatos, fue al extremo de la playa y avanzó por el arrecife, deteniéndose antes de llegar al punto batido por las aguas. Mis dos hermanas mayores, Janice y Ruth, se levantaron de la manta y se palmote aran los muslos para desprender la arena. Luego, tras palmotearse mutuamente la espalda, echaron a correr por la playa, gritando. Yo estaba a punto de ir tras ellas, pero mi madre señaló a mis hermanos con la cabeza y me recordó: «Dangsying tamende shenti», que significa «cuida de ellos» o, literalmente, «vigila sus cuerpos». Aquellos cuerpos eran las anclas de mi vida: Matthew, Mark, Luke y Bing. Volví a sentarme en la arena y, una vez más, repetí mi ronco lamento: «¿Por qué?». ¿Por qué tenía que ser yo quien cuidara de ellos?
Y ella volvió a darme la misma respuesta: «Yiding». Debía hacerla, porque eran mis hermanos. Mis hermanas ya cuidaron de mí cuando era pequeña. De lo contrario, ¿cómo aprendería a tener responsabilidad? ¿Cómo apreciaría lo que mis padres hicieron por mí?
Matthew, Mark y Luke tenían doce, diez y nueve años respectivamente, eran lo bastante mayores para no parar de divertirse ruidosamente. Ya estaba Luke enterrado en la arena, de la que sólo le sobresalía la cabeza, y ahora empezaban a construir un castillo de arena encima de él. Pero Bing tenía cuatro años, se excitaba fácilmente y con la misma facilidad se aburría e irritaba. No quería jugar con los demás hermanos porque lo habían hecho a un lado, amonestándole: «No, Bing, lo derribarás».
Así pues, Bing deambuló por la playa, caminando rígidamente como un emperador destronado, recogiendo fragmentos de roca y trozos de madera de acarreo que lanzaba con todas sus fuerzas a las olas. Fui tras él, imaginando marejadas y preguntándome qué haría si aparecía una. De vez en cuando le decía: «No te acerques demasiado al agua, vas a mojarte los pies», y pensaba en cómo me parecía a mi madre, siempre preocupada más allá de lo razonable pero, al mismo tiempo, hablando del peligro como si fuese menor de lo que era realmente. La preocupación me rodeaba, como el muro de la cala, haciéndome creer que lo había tenido todo en cuenta y que la seguridad del pequeño era absoluta.
Mi madre tenía la superstición de que los niños están expuestos a ciertos peligros en determinados días, que dependen de su fecha de nacimiento. La explicación estaba en un librito chino titulado Las veintiséis puertas malignas, en cada una de cuyas páginas figuraba la ilustración de algún peligro terrible que aguardaba a los niños inocentes. A los lados había una descripción en chino, pero como yo no sabía leer los ideogramas, tenía que contentarme con el significado de la imagen.
En cada ilustración aparecía el mismo niño, trepando a la rama rota de un árbol, de pie junto a una puerta que se viene abajo, resbalando en un baño de madera, entre los dientes de un perro que lo ha arrebatado, huyendo de un rayo. Otro personaje presente en todas las ilustraciones era hombre que parecía disfrazado de lagarto y tenía un gran pliegue en la frente, o quizá se trataba de dos cuernos redondeados. Es una de las imágenes el hombre lagarto de pie junto a un puente curvo, riendo mientras veía caer al pequeño por encima del pretil, con los pies ya en el aire.
Ya era muy inquietante pensar que un niño pudiera correr cualquiera de aquellos peligros, y aunque la fecha de nacimiento correspondía sólo a uno, a mi madre le preocupaban todos. El motivo era su incapacidad de trasladar las fechas chinas basadas en el calendario lunar, a las fechas del calendario gregoriano. Así pues, tenerlos todos presentes era la única manera de estar absolutamente segura de que podía prevenir cada uno de ellos.
El sol se había movido y ahora se cernía sobre el otro lado del muro de la cala. Todo estaba en su lugar. Mi madre se afanaba para impedir que cayera arena en la manta, eliminaba la arena de los zapatos y volvía a colocarlos en los ángulos de la manta. Mi padre seguía en el extremo del arrecife, lanzaba pacientemente el anzuelo y esperaba que el nengkan se manifestara en forma de pescado. Veía unas figurillas a lo lejos, en la playa, y sabía que eran mis hermanas por las cabezas morenas y los pantalones amarillos. Los gritos de mis hermanos se mezclaban con los de las gaviotas. Bing había encontrado una botella de gaseosa vacía y la usaba para cavar en la arena cerca del oscuro muro de la cala. Yo estaba sentada en la arena, donde terminaban las sombras y empezaba la parte soleada.
Bing golpeaba la roca con la botella de gaseosa.
– No lo hagas tan fuerte -le grité-. Abrirás un agujero en la pared, te caerás en él e irás a parar a China.
Me reí cuando él me miró como si pensara que era cierto. Se levantó y echó a andar hacia el agua. Puso el pie en el arrecife, tanteando, y le advertí:
– Bing.
– Voy a ver a papá -protestó él.
– Entonces no te separes de la pared, apártate del agua. Cuidado con los peces malos.
Le observé mientras avanzaba por el arrecife, casi pegado a la rocosa pared de la cala. Todavía le veo, tan claramente que casi tengo la sensación de que puedo hacer que se quede ahí para siempre.
Le veo de pie al lado del muro, a salvo, llamando a mi padre, el cual le mira por encima del hombro. ¡Cuánto me alegra que mi padre vaya a vigilarle un rato! Bing empieza a andar y entonces algo tira del sedal de mi padre y él lo enrolla tan rápido como puede.
Oigo gritos. Alguien ha tirado arena a la cara de Luke y éste ha emergido de su tumba de arena y se ha arrojado sobre Mark, al que ahora está vapuleando. Mi madre me pide a gritos que los detenga. En cuanto he separado a Luke y Mark, alzo la vista y veo que Bing avanza solo hacia el borde del arrecife. En la confusión de la pelea, nadie se percata. Soy la única que ve lo que Bing está haciendo.