Литмир - Электронная Библиотека

El tío Canning consultó su reloj.

– Ya son las cuatro.

– El autobús nunca llega a tiempo -dijo tía Su.

En la habitación del hospital, mi madre parecía semidormida y se revolvía en la cama. De súbito abrió los ojos y se quedó mirando el techo.

– La culpa es sólo mía, sólo mía -balbució-. Sabía que pasaría esto, no hice nada por evitado.

– Betty, cariño, por favor -decía mi padre frenéticamente, pero ella siguió acusándose.

Me cogió la mano y me di cuenta de que estaba temblando. Entonces me miró de una manera extraña, como si me rogara que le perdonase la vida, como si yo pudiera perdonarla. Musitó unas palabras en chino.

– ¿Qué dice, Lena? -gritó mi padre. Por una vez no tenía palabras que poner en labios de mi madre.

Y por una vez tampoco yo tuve una respuesta inmediata. Comprendí que había ocurrido lo peor que podría imaginar, que sus temores se habían hecho realidad. Las advertencias habían cesado. Y yo no podía hacer más que escuchar sus palabras.

– Cuando el bebé estaba a punto de nacer -murmuró- le oía gritar incluso dentro de la matriz. Aferraba sus deditos a las paredes, quería quedarse allí, pero las enfermeras y el médico me dijeron que empujara, que le hiciera salir. Y cuando asomó la cabeza, las enfermeras gritaron: «¡Tiene los ojos abiertos! ¡Lo ve todo!». Entonces salió el resto de su cuerpo y quedó sobre la mesa, lleno de vida.

»Al mirarle, me di cuenta en seguida. Sus piernas diminutas, sus bracitos, su cuello delgado y una cabeza tan terrible que no podía apartar los ojos de ella. El bebé tenía los ojos abiertos y la cabeza… ¡también estaba abierta! Pude ver su interior, hasta allá donde deberían brotar sus pensamientos, pero no había nada. «¡No tiene cerebro!», gritó el médico. «¡Su cabeza es sólo una cáscara de huevo vacía!» Tal vez el bebé nos oyó, pues su gran cabeza pareció llenarse de aire y alzarse de la mesa. La volvió a un lado y luego al otro, y se quedó mirándome fijamente. Supe que lo veía todo en mi interior: ¡veía que maté a mi otro hijo sin pensarlo dos veces, y que de la misma manera le había tenido a él!

No pude traducirle a mi padre lo que acababa de decirme, pues él ya estaba demasiado triste al lado de la cuna vacía. ¿Cómo podía decirle que mamá se había vuelto loca?

He aquí lo que le traduje:

– Dice que debemos pensarlo muy bien antes de tener otro bebé y confía en que el recién nacido sea muy feliz en el otro mundo. Además, cree que ahora debemos dejarla e ir a comer.

Tras la muerte del bebé, mi madre se desmoronó, no de de golpe, poco a poco, como platos que caen de un estante uno tras otro. Yo no sabía cuándo iba a derrumbarse del todo, por lo que estaba constantemente nerviosa, esperando.

A veces empezaba a hacer la cena, pero se detenía a la mitad, dejaba que el agua caliente corriera en la pica, el cuchillo inmóvil en el aire sobre las verduras a medio cortar, silenciosa, llorando, y otras veces estábamos comiendo y teníamos que interrumpir y dejar los cubiertos sobre la mesa porque ella se había cubierto el rostro con las manos y decía: «Meigwansyi» (No importa). Mi padre permanecía inmóvil, tratando de imaginar qué era lo que no importaba tanto, y yo abandonaba la mesa, sabiendo que sucedería de nuevo, que siempre habría una próxima vez.

Mi padre, no menos afligido, reaccionó de un modo diferente. Se propuso mejorar la situación, pero era como si corriera para coger los objetos a punto de caer y fuese él quien cayera antes de poder coger alguno.

– Sólo está cansada -me explicó mientras cenábamos en el restaurante Gold Spike, los dos solos, porque mi madre estaba postrada en la cama como una estatua yacente. Yo sabía que mi padre pensaba en ella por su semblante preocupado y porque miraba su plato como si estuviera lleno de gusanos en vez de espaguetis.

En casa, mi madre lo miraba todo con expresión vacía. Mi padre llegaba del trabajo, me daba unas palmaditas en la cabeza y decía, «¿Cómo está mi chiquilla?», pero siempre su mirada iba más allá de mí, hacia mi madre, y yo sentía enormes temores, no en la cabeza, sino en el estómago. Ya no podía comprender por qué estaba tan asustada, pero así me sentía. Percibía los movimientos más ligeros en nuestra casa silenciosa y, por la noche, oía las ruidosas peleas al otro lado del muro, en mi dormitorio, aquella muchacha a la que apaleaban. En cama, con la manta hasta el cuello, solía preguntarme qué sería peor, si su situación o la mía, y tras pensarlo durante un rato, tras sentir lástima de mí misma, me consolaba un poco pensando que la chica de al lado llevaba una vida más desdichada.

Una noche, después de la cena, sonó el timbre de la puerta, cosa curiosa porque, en general, los visitantes llamaban primero por el portero electrónico.

– Lena, ¿quieres ver quién es? -me dijo mi padre desde la cocina, donde estaba fregando los platos. Mi madre estaba en cama: ahora siempre «descansaba» y era como si hubiese muerto y se hubiera convertido en un fantasma viviente.

Entreabrí la puerta con cautela, y entonces la abrí del todo, sorprendida al ver a la chica de al lado. Me quedé mirándola sin disimular mi asombro, mientras ella me sonreía. Su ropa estaba arrugada, como si acabara de levantarse de la cama y se hubiera acostado vestida.

– ¿Quién es? -preguntó mi padre desde la cocina.

– ¡Es la vecina! -repliqué-. Es…

– Teresa -se apresuró a decir ella.

– ¡Es Teresa! -añadí.

– Invítala a pasar -dijo mi padre casi en el mismo momento en que Teresa se deslizaba por mi lado y entraba en el piso. Sin que yo le dijera nada, se dirigió a mi dormitorio. Cerré la puerta del piso y seguí sus dos trenzas, que rebotaban como látigos que restallaran en la grupa de un caballo.

Se acercó a mi ventana y empezó a abrirla.

– ¿Qué estás haciendo? -le grité.

Mi vecina se sentó en el borde de la ventana, mirando la calle. Entonces volvió la cabeza, me miró y se echó a reír. Me senté en la cama, observándola y esperando a que terminara, notando el aire frío que entraba por la ventana abierta.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -le pregunté por fin. Pensé que tal vez se reía de mí y de mi vida. Quizás había escuchado a través de la pared y no había oído nada, salvo el silencio estancado de nuestra casa desdichada.

– ¿De qué te ríes? -insistí.

– Mi madre me ha echado de casa -dijo finalmente. Hablaba en un tono jactancioso y parecía orgullosa de lo que acababa de ocurrirle. Rió un poco más y añadió-: Nos hemos peleado, me ha echado de casa y ha cerrado la puerta por dentro. Cree que voy a esperar ahí fuera hasta que esté lo bastante apenada para pedir disculpas, pero no pienso hacerlo.

– ¿Qué vas a hacer entonces? -le pregunté estupefacta, segura de que esta vez su madre acabaría con ella.

– Voy a usar tu escalera de emergencia para regresar a mi dormitorio -susurró-, y ella tendrá que esperar. Cuando esté preocupada, abrirá la puerta, ¡pero no me encontrará ahí! Estaré en mi habitación, en la cama. -Se rió de nuevo.

– ¿No se pondrá furiosa cuando te descubra?

– Qué va, se alegrará de que no esté muerta ni me haya pasado nada. Bueno, fingirá estar furiosa, pero eso será todo. Siempre estamos haciendo lo mismo.

Entonces se deslizó a través de la ventana y, sin hacer ningún ruido, regresó a su casa.

Me quedé largo rato mirando la ventana abierta y pensando en ella. ¿Cómo podía volver a su casa? ¿No veía lo terrible que era su vida? ¿No se daba cuenta de que aquello no terminaría jamás?

Me tendí en la cama y esperé oír los golpes y los gritos. Era ya tarde y estaba todavía despierta cuando oí el jaleo en el piso de al lado. La señora Sorci gritaba y lloraba. «Pero qué idiota eres. Por poco sufro un ataque cardíaco.» Y Teresa replicaba a gritos: «Podrías haberme matado. Casi me caigo y me rompo el cuello.» Entonces las oí reír y llorar, llorar y reír y gritarse ternezas.

Me quedé pasmada. Casi podía verlas abrazándose y besándose. Lloré de alegría con ellas, porque me había equivocado.

Todavía recuero vivamente la esperanza que latió en mí aquella noche. Me aferré a esa esperanza día tras día, noche tras noche, año tras año. Contemplaba a mi madre tendida en la cama o murmurando para sus adentro mientras permanecía sentada en el sofá. Y, no obstante, sabía que aquello, lo peor de todo, cesaría algún día. Ahora descubría la manera de cambiarlas. Aún oía las feroces peleas de la señora Sorci y Teresa, pero veía algo más.

Veía a una chiquilla que se quejaba de que el dolor de no ser vista era insoportable. Veía a la madre tendida en la cama, con su túnica larga y ondeante. Entonces la muchacha desenvainaba una espada afilada y decía a su madre.

– Ahora debes morir de un millar de tajos. Es la única manera de salvarte.

La madre aceptaba esto y cerraba los ojos. La espada descendía y sajaba adelante y atrás, arriba y abajo, y la madre gritaba, soltaba alaridos de terror y dolor, pero cuando abría los ojos no veía sangre ni su cuerpo descuartizado.

– ¿Te das cuenta ahora? -le preguntaba la niña. La madre asentía.

– Ahora lo comprendo perfectamente. Ya he experimentado lo peor. Después de esto, no hay nada que pueda ser peor.

– Ahora debes volver al otro lado -decía la niña-, y entonces podrás ver por qué estabas equivocada.

Y la muchacha cogía a su madre de la mano y pasaba con ella través del muro.

27
{"b":"94390","o":1}