En aquel momento, ya demasiado tarde, vi mis ropas nuevas… y las manchas de sangre, escamas de pescado, fragmentos de plumas y barro. ¡Qué ideas tan extrañas se me ocurrían! Presa del pánico, al oír las voces de los que despertaban de su siesta y se aproximaban a la proa del barco, sumergí las manos en el cuenco que contenía la sangre de la tortuga y me restregué las mangas, la parte delantera de los pantalones y la chaqueta, creyendo seriamente que si podía tapar aquellas manchas tiñéndome la ropa de rojo carmesí, y si permanecía completamente inmóvil, nadie se daría cuenta de aquel cambio.
Así es como me encontró el ama: una aparición cubierta de sangre. Todavía oigo su voz, gritando aterrorizada y precipitándose hacia mí para ver qué partes de mi cuerpo faltaban, dónde estaban los orificios por los que me desangraba. Y al no encontrar nada tras inspeccionarme las orejas y la nariz y contarme los dedos, me insultó con palabras que nunca había oído hasta entonces, pero que, por su manera de pronunciadas, parecían malignas. Me quitó bruscamente la chaqueta y los pantalones, diciéndome que olía «a tal cosa horrible» y que mi aspecto era el de «tal otra cosa horrible». Le temblaba la voz, no tanto de ira como de temor.
– Ahora tu madre podrá darse el gusto de lavarse las manos con respecto a ti -me dijo compungida-. Nos desterrará a las dos a Kunming.
Estas últimas palabras me asustaron de veras, porque había oído decir que Kunming estaba tan lejos que nadie lo visitaba jamás y que era un lugar salvaje rodeado por un bosque de piedra y gobernado por monos. El ama me dejó llorando en la popa del barco, de pie y sólo con las prendas interiores de algodón blanco y las zapatillas atigradas.
Esperaba que mi madre viniera en seguida. La imaginé al ver mi ropa sucia y las florecillas que le habían dado tanto trabajo, pensé que vendría a la popa del barco y me regañaría a su manera suave. Pero no apareció. Una vez oí pasos, pero sólo vi las caras de mis medio hermanas apretadas contra el ventanillo de la puerta. Me miraron con expresión de sorpresa, me señalaron y luego se escabulleron riendo.
El color del agua había ido variando, y del dorado oscuro pasó al rojo, al púrpura y finalmente al negro. Ahora el cielo estaba oscuro y las luces de los farolillos rojos diseminados por el lago empezaron a brillar. Oía a la gente hablar y reír, algunas voces procedentes de la proa de nuestro barco y otras de barcos vecinos. Entonces oí que se abría y cerraba bruscamente la puerta de la cocina, y la atmósfera se llenó de aromas suculentos. «Ai! ¡Mirad esto! ¡Y eso de ahí!», exclamaban voces incrédulas en el pabellón. Ansiaba estar con ellos.
Escuché los ruidos del banquete, sentada en la popa y con las piernas colgando. Aunque era de noche, el ambiente resplandecía. Podía ver mi reflejo, mis piernas, mis manos apoyadas en el borde y mi rostro. También vi la causa de aquel resplandor: en el agua oscura se reflejaba la luna llena, una luna tan cálida y grande que parecía el sol. Alcé la cabeza para buscar a la Dama de la Luna y decirle mi deseo secreto, pero todos los demás también debieron verla en aquel momento, porque estallaron los fuegos artificiales, y caí al agua sin oír siquiera el ruido de mi chapuzón.
La frescura consoladora del agua fue una sorpresa y al principio no me asusté. Era como una caída in grávida, en un sueño, y esperaba que el ama viniera de inmediato a recogerme. Pero en el instante en que empecé a asfixiarme, supe que no vendría. Agité brazos y piernas bajo el agua, que me anegaba la nariz, la garganta y los ojos, lo cual hacía que me debatiera con más frenesí. «¡Ama!», intenté gritar, enfurecida porque me había abandonado, por hacerme esperar y sufrir innecesariamente. Y entonces una forma oscura pasó rozándome y supe que era uno de los Cinco Males, una serpiente nadadora.
Me envolvió, me exprimió el cuerpo como si fuera una esponja y luego me arrojó al aire asfixiante… y caí de cabeza 1m una red llena de pescados que se retorcían. El agua me salía a borbotones de la boca, ahogándome, y en cuanto pude me puse a gemir. Al volver la cabeza vi cuatro sombras, con la luna a sus espaldas. Una figura empapada trepaba al barco.
– ¿Es demasiado pequeño? -dijo el hombre que acaba de subir, jadeando-. ¿Lo tiramos al agua o tiene algún valor?
Los otros rieron y yo me quedé muy quieta. Sabía quiénes eran. Cuando pasábamos junto a gente como aquélla por las calles, el ama me tapaba con sus manos las orejas y los ojos.
– Basta ya -les riñó una mujer que estaba entre ellos-. La estáis asustando. Cree que somos bandidos y que vamos a venderla como esclava. -Entonces me preguntó en tono amable-: ¿De dónde vienes, hermanita?
El hombre que acababa de salir del agua se agachó para mirarme.
– ¡Vaya, una chiquilla en vez de un pescado!
– ¡No es un pescado! ¡No es un pescado! -murmuraron los demás, riendo entre dientes.
Empecé a estremecerme, demasiado asustada para llorar.
En el aire flotaban los efluvios acres del pescado y la pólvora, un olor que evocaba peligro.
– No les hagas caso -me dijo la mujer-. ¿Eres de otro pesquero? ¿De cuál? No tengas miedo, de veras.
Veía en el agua botes de remo, de pedal, veleros y pesqueros como el que me había recogido, con la proa alargada y una casita en el centro. Miré atentamente, el corazón latiéndome con fuerza.
– ¡Allí! -exclamé, y señalé un pabellón flotante lleno de gente que reía y farolillos-. ¡Allí! ¡Allí!
Me eché a llorar, ansiando desesperadamente regresar con mi familia y recibir su consuelo. El pesquero se deslizó veloz hacia el barco del que procedían los olores suculentos.
– ¡Eh! -gritó la mujer-. ¿Habéis perdido una niña, una chiquilla que se cayó al agua?
Se oyeron gritos en el pabellón flotante y forcé la vista para ver los rostros del ama, Baba y mamá. Había gente apiñada en un lado del pabellón, asomada, señalando, mirando nuestro barco. Rostros enrojecidos y risueños, todos desconocidos, voces estentóreas. ¿Dónde estaba el ama? ¿Por qué no había venido mi madre? Una pequeña se abrió paso entre las piernas de los adultos.
– ¡Esa no es yo! -gritó-. Estoy aquí, no me caí al agua.
Los del barco se echaron a reír y se dispersaron.
– Te has equivocado, hermanita -dijo la mujer mientras el pesquero dejaba atrás aquel barco.
Me eché a temblar de nuevo. No había visto a nadie a quien importase mi desaparición. Mi mirada abarcó los centenares de farolillos que oscilaban sobre el agua. Los fuegos artificiales estallaban y a su estrépito se unían las risas de otras gentes. Cuanto más avanzábamos, más se agrandaba el mundo, y ahora tenía la sensación de que me había perdido para siempre.
La mujer seguía mirándome fijamente. Mi trenza estaba enrollada, mi ropa interior era gris y estaba mojada, había perdido las zapatillas y tenía los pies descalzos.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó en voz baja uno de los hombres-. Nadie la reclama.
– A lo mejor es una pordiosera -dijo otro-. Mirad sus ropas. Es una de esas chiquillas que navegan en balsas endebles y piden dinero.
Yo estaba aterrorizada. Tal vez tenían razón y me había convertido en una mendiga, perdida sin mi familia.
– ¿Pero es que no tenéis ojos en la cara? -dijo la mujer, irritada-. Mirad qué pálida es su piel y lo suaves que son las plantas de sus pies.
– Entonces dejémosla en la orilla. Si es cierto que tiene familia, la buscarán ahí.
– ¡Qué noche! -suspiró otro hombre-. Las noches de fiesta siempre se cae alguien al agua, poetas borrachos y niños pequeños. Ha tenido suerte de no ahogarse.
Siguieron charlando así mientras nos dirigíamos lentamente a la orilla. Uno de los hombres impulsaba la embarcación con una larga caña de bambú y nos deslizábamos entre otros barcos. Cuando llegamos al muelle, el hombre que me había rescatado del agua me cogió con sus manos que olían a pescado y me depositó en tierra.
– La próxima vez ten cuidado, hermanita -me gritó la mujer cuando su barco se alejaba.
La luna brillante estaba a mi espalda, y vi de nuevo mi sombra. Esta vez era más corta, encogida y estrafalaria. J untas corrimos hacia unos arbustos a lo largo de un sendero y nos escondimos. Desde allí podía oír a las personas que pasaban conversando, oía también a las ranas y los grillos y luego… ¡flautas, platillos tintineantes, un gong resonante y tambores!
Me asomé a través del ramaje y vi delante de mí una muchedumbre y, por encima de la gente, un escenario sobre el que se alzaba la luna. Un joven apareció por uno de los lados del escenario y se dirigió al público:
– Y ahora vendrá la Dama de la Luna y os contará su triste historia, en una representación de sombras chinescas cantada a la manera clásica.
¡La Dama de la Luna!, me dije, y el mero sonido de estas palabras mágicas me hizo olvidar mis apuros. Oí más sonidos de platillos y gongs y entonces apareció la sombra de una mujer contra la luna. Tenía el pelo suelto y se lo estaba peinando. Mientras lo hacía, empezó a hablar con una voz dulce y quejumbrosa.
– Mi sino y mi penitencia -se lamentó, pasando sus largos dedos entre las hebras del cabello- es vivir aquí en.la luna, mientras mi esposo vive en el sol. Por ello cada día y cada noche seguimos nuestros caminos sin vemos jamás, excepto en esta única noche, la noche de la luna a mediados del otoño.
La multitud se acercó más. La Dama de la Luna tañó su laúd e inició el canto de su historia.
Vi aparecer la silueta de un hombre al otro lado del disco lunar. La Dama de la Luna alzó los brazos hacia él…
– ¿Oh, Hou yi, maestro Arquero de los Cielos! -cantó, pero su marido ni siquiera parecía verla. Miraba al cielo y, a medida que la brillantez de éste se intensificaba, abría la boca, no sé si con horror o placer.
La Dama de la Luna se llevó las manos a la garganta y cayó al suelo, llorando.
– ¡La sequedad de diez soles en el cielo oriental!
Y mientras la dama cantaba así, el Maestro Arquero apuntó sus flechas mágicas y derribó nueve soles que reventaron y derramaron sangre.
– ¡Hundiéndose en un mar hirviente! -entonó alegremente, y pude oír el hervor y la crepitación agónicos de aquellos soles.
Entonces un hada -¡la Reina Madre de los Cielos Orientales! -voló hacia el Maestro Arquero. Abrió una caja, de la que sacó una bola brillante… ¡no, no un sol infantil, sino un melocotón mágico, el melocotón de la vida eterna! Vi que la Dama de la Luna fingía estar absorta en su bordado, pero observaba a su marido y le vio esconder el melocotón en una caja. Entonces el Maestro Arquero alzó su arco y juró que ayunaría durante un año entero a fin de mostrar que tenía la paciencia necesaria para vivir eternamente. ¡Cuando se marchó, la Dama de la Luna no perdió un momento, fue en busca del melocotón y se lo comió!