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Tía Lin y mi madre fueron a la vez las mejores amigas y archienemigas que se pasaban la vida comparando a sus hijos. Yo era un mes mayor que Waverly Jong, la excelente hija de tía Lin. Cuando aún éramos bebés, nuestras madres comparaban las arrugas que cada una tenía en el ombligo, lo bien formados que estaban los lóbulos de nuestras orejas, la rapidez con que se nos curaban los rasguños de las rodillas, el espesor de nuestro cabello y la intensidad de su negrura, el número de pares de zapatos que gastábamos en un año y, más tarde, lo experta que era Waverly jugando al ajedrez, los trofeos ganados el mes anterior, la cantidad de periódicos en los que salió su nombre, las ciudades que había visitado.

Sé que mi madre se irritaba cuando tía Lin le hablaba de Waverly sin que ella tuviera nada digno de mención sobre mí. Al principio trató de cultivar alguna genialidad que yo podría tener latente. Hacía tareas domésticas para una profesora de piano jubilada que vivía en nuestro mismo edificio, y esta mujer le correspondía dándome lecciones. de piano gratuitas. Cuando se vio claramente que no sería concertista de piano, ni siquiera acompañante del coro juvenil de la iglesia, mi madre llegó a la conclusión de que yo era un genio de florecimiento tardío, como Einstein, a quien todo el mundo consideraba un retrasado mental hasta que inventó una bomba.

Ahora es tía Ying quien gana la partida de mah jong.

Contamos los puntos y empezamos de nuevo.

– ¿Sabíais que Lena se ha mudado a Woodside? -pregunta tía Ying con un orgullo evidente, mirando las fichas y sin dirigirse a nadie en particular. En seguida deja de sonreír y adopta una expresión de recato-. Claro que no es la mejor casa del barrio, no es una casa de un millón de dólares, todavía no, pero sí una buena inversión, mejor que pagar un alquiler. Sí, mejor eso que verte tachada de la lista de alguien por los motivos que sean.

Así pues, ahora sé que Lena, la hija de tía Ying, le contó que me desahuciaron de mi piso al pie de Russian Hill. Aunque Lena y yo seguimos siendo amigas, hemos ido adquiriendo una cautela natural con respecto a lo que nos contamos. Aun así, lo poco que nos decimos suele aparecer más tarde tergiversado. Es el viejo juego de siempre, en el que todo el mundo habla en círculos.

– Se está haciendo tarde -comento cuando terminamos la partida. Empiezo a levantarme, pero tía Lin me obliga a sentarme de nuevo.

– Quédate, quédate -me dice-. Hablaremos un rato, tenemos que conocerte bien… Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

Sé que es un gesto cortés por parte de las tías del club esta insistencia, cuando en realidad están tan deseosas de perderme de vista como yo lo estoy de marcharme.

– No, de veras, he de irme. Os lo agradezco mucho, muchísimo -replico, satisfecha de recordar estas formalidades.

– ¡Pero tienes que quedarte! -exclama tía Ying alzando demasiado la voz-. Tenemos algo importante que decirte, algo referente a tu madre.

Las demás parecen incómodas, como si no les gustara esa manera de darme alguna mala noticia. Me quedo sentada. Tía An-mei sale rápidamente de la sala, regresa con un cuenco de cacahuetes y cierra en silencio la puerta. Todas callan, como si ninguna supiera por dónde empezar. Finalmente es tía Ying la que habla.

– Creo que cuando tu madre murió tenía una idea importante -dice en un inglés entrecortado, y entonces empieza a hablar en chino, suave, sosegadamente-. Era una mujer muy fuerte y una buena madre. Te quería mucho, más que a su propia vida, y por eso puedes comprender por qué una madre así jamás podría olvidar a sus otras hijas. Sabía que estaban vivas, y antes de morir quería encontradas en China.

Los bebés de Kweilin… Yo no era uno de ellos. Los bebés en cabestrillos colgados de sus hombros. Sus otras hijas. Y ahora me siento como si estuviera en Kweilin en medio del bombardeo y viera a esos bebés tendidos al borde de la carretera, gritando para que los recogieran. Alguien se los llevó. Están a salvo. Y ahora mi madre me ha abandonado para siempre, ha vuelto a China en busca de esos bebés. Apenas puedo oír la voz de tía Ying.

– Las buscó durante años, escribió y recibió innumerables cartas -dice tía Ying-, y el año pasado consiguió una dirección. Iba a decírselo pronto a tu padre. Aii-ya, qué lástima. Toda una vida de espera.

Tía An-mei la interrumpe, excitada:

– Así que tus tías y yo escribimos a esa dirección. Dijimos que cierta persona, tu madre, deseaba reunirse con otras personas. Y éstas nos respondieron. Son tus hermanas, Jing-mei.

Mis hermanas, repito para mis adentros, pronunciando esas dos palabras juntas por primera vez.

Tía An-mei me tiende una hoja de papel tan fina como el papel de seda para envolver. Veo los ideogramas chinos trazados en perfectas hileras verticales con tinta azul. Hay una palabra borrosa. ¿Una lágrima? Cojo la carta con manos temblorosas, maravillada de lo inteligentes que deben de ser mis hermanas, capaces de leer y escribir en chino.

Todas las tías me sonríen, como si yo hubiera sido una, moribunda que se ha recuperado por milagro. Tía Ying me tiende otro sobre. Contiene un cheque a nombre de June Woo por 1.200 dólares. No puedo creerlo.

– ¿Mis hermanas me envían dinero? -pregunto-. ¿A mí?

– No, no -dice tía Lin, con fingida exasperación-. Todos los años ahorramos nuestras ganancias en el mah jong para un gran banquete en un restaurante de lujo. Casi siempre ganaba tu madre, por lo que la mayor parte del dinero le pertenece. Hemos añadido un poco, para que puedas ir a Hong Kong, tomar un tren hasta Shanghai y ver a tus hermanas. Además, todas nos estamos volviendo demasiado ricas, demasiado gordas. -Se da unas palmadas en el estómago para demostrar su afirmación.

– Ver a mis hermanas -digo aturdida. Esta perspectiva, el intento de imaginar lo que vería, me admira y produce un cierto temor. Me siento azorada por la mentira sobre el banquete de fin de año que me han contado mis tías para enmascarar su generosidad. Ahora me echo a llorar, sollozo y río al mismo tiempo, percibiendo, aunque sin comprenderla, esta lealtad hacia mi madre.

– Tienes que ver a tus hermanas y hablarles de la muerte de tu madre -dice tía Ying-, pero, lo que es más importante, tienes que hablarles de su vida. Ahora deben conocer a la madre que no conocieron.

– Ver a mis hermanas, hablarles de mi madre -digo, asintiendo-. ¿Qué les diré? ¿Qué puedo decirles de mi madre? No sé nada. Era mi madre.

Las tías me miran como si acabara de enloquecer ante sus ojos.

– ¿Que no conoces a tu propia madre? -grita tía An-mei, incrédula-. ¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¡Llevas a tu madre en la sangre!

– Cuéntales cosas de tu familia aquí, del éxito que tuvo -sugiere tía Lin.

– Cuéntales las cosas que ella te contaba, las lecciones que te daba, las ideas que tenía y que tú has hecho tuyas -dice tía Ying-. Tu madre era una señora muy lista.

Oigo un coro que repite «diles», «diles», mientras cada tía empeña frenéticamente en pensar lo que debería transmitir.

– Su amabilidad.

– Su inteligencia.

– Su abnegación natural hacia su familia.

– Sus esperanzas, las cosas que le importaban.

– Los excelentes platos que cocinaba.

– ¡Imagina, una hija que no conoce a su propia madre!

Entonces me doy cuenta de que están asustadas. Ven en mí a sus propias hijas, igualmente ignorantes, igualmente olvidadizas de las verdades y esperanzas que sus madres trajeron a América del Norte. Ven hijas que se impacientan cuando sus madres hablan en chino, que las consideran estúpidas cuando explican las cosas en un inglés chapurreado. Ven que la alegría y la buena estrella no significan lo mismo para sus hijas, que el concepto de «buena estrella» no existe para sus mentes americanizadas por completo. Ven hijas que les darán nietos nacidos sin ninguna esperanza de continuidad transmitida de una generación a otra.

– Se lo diré todo -me limito a decir, y las tías me miran con expresiones dubitativas-. Recordaré todo sobre mi madre y se lo diré -añado con más firmeza. Y gradualmente, una tras otra, sonríen y me dan palmadas en la mano. Aún parecen inquietas, como si no las tuvieran todas consigo, pero también abrigan la esperanza de que mis palabras sean ciertas. ¿Qué más pueden pedir? ¿Qué más puedo prometerles?

Vuelven a comer sus cacahuetes blandos, hervidos, mientras hablan de ellas mismas. Vuelven a ser jóvenes, sueñan con los buenos tiempos pasados y en los que están por llegar. Un hermano de Ningpo, que hace llorar a su hermana de alegría cuando le devuelve nueve mil dólares más los intereses. Un hijo menor cuyo negocio de reparación de estéreos y televisores le va tan bien que envía sobras a China. Una hija cuyos pequeños son capaces de nadar como peces en una lujosa piscina de Woodside. Qué buenas anécdotas cuentan. Las mejores. Ellas son las afortunadas.

Y yo sigo sentada en el lugar de mi madre ante la mesa de mah jong, en el lado de Oriente, donde todo da comienzo.

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