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Capítulo octavo

Una vez hubo ejercido su voluntad para influirle, Mary se retiró y le dejó hacer. Él intentó varias veces recabar su colaboración, pidiéndole consejo y sugiriendo que le ayudara a resolver un problema difícil, pero Mary sé negó a aceptar aquellas invitaciones, como había hecho siempre, por tres razones. La primera era calculada: si estuviera siempre con él, demostrando continuamente su superior habilidad, él se pondría a la defensiva y al final rehusaría hacer cualquier cosa que ella le propusiera. Las otras dos eran instintivas. Todavía detestaba la granja y sus problemas y no quería resignarse a su pequeña rutina. La tercera razón, aunque Mary no lo sabía, era la más fuerte. Necesitaba pensar en Dick, el hombre con quien estaba casada irrevocablemente, como en una persona independiente cuyo éxito se debiera a sus propios esfuerzos. Cuando le veía débil e indeciso y le inspiraba lástima, sentía odio hacia él y entonces dirigía aquel odio contra sí misma. Necesitaba un hombre más fuerte que ella y estaba intentando crearlo en la persona de Dick. Si éste hubiera podido dominarla, simplemente por obra de un espíritu más emprendedor, se habría enamorado de él y dejado de odiarse a sí misma por haberse unido a un fracasado. Esto era lo que esperaba y lo que le impedía, aun contra su voluntad, ordenarle que llevara a cabo las cosas más evidentes. En realidad, se apartaba de la granja para salvar lo que ella consideraba el punto más débil del orgullo de Dick, sin darse cuenta de que su fracaso era ella. Y quizá su instinto tenía razón: habría respetado y se habría entregado al éxito material. Tenía razón, pero sus motivos eran erróneos. Habría tenido razón si Dick hubiera sido un hombre diferente. Cuando se dio cuenta de que volvía a obrar de manera insensata, gastando dinero en cosas innecesarias y escatimándolo en las esenciales, se propuso no pensar en ello. No podía; esta vez le importaba demasiado. Y Dick, desairado y decepcionado por su negativa a colaborar, dejó de acudir a ella y siguió tercamente su camino, sintiéndose en el fondo como si ella le hubiese animado a nadar una distancia superior a sus fuerzas y abandonado después a su suerte.

Mary se retiró a la casa, a las gallinas y a la incesante lucha con sus criados. Los dos sabían que estaban afrontando un reto. Y ella esperaba. Durante los primeros años había esperado y confiado, exceptuando cortos intervalos de desesperación, en la creencia de que al final la situación cambiaría. Ocurriría algo milagroso y saldrían adelante. Entonces huyó a la ciudad, incapaz de aguantarlo más, y al volver se dio cuenta de que no se produciría ningún milagro. Y ahora, de nuevo, existía una esperanza. Pero ella no haría nada; sólo esperar a que Dick pusiera en marcha la operación. Durante aquellos meses vivió como una persona que ha de vivir una temporada en un país que no le gusta: sin hacer planes definidos, dando por sentado que una vez trasladada a otro lugar, las cosas se arreglarían por sí solas. Todavía no especulaba sobre qué ocurriría cuando Dick ganara aquel dinero, pero soñaba continuamente que ella trabajaba en una oficina como eficiente e indispensable secretaria, vivía en el Club, convertida en confidente popular y adulta, y recibía invitaciones de amigos o «salía» con hombres que la trataban con aquella camaradería y aquel afecto tan sencillos y libres de peligro.

El tiempo transcurría velozmente, como suele hacer en aquellos períodos en que las diversas crisis que surgen y pasan en la vida aparecen como colinas al final de un viaje, marcando la frontera de una época. Como no existe límite para la cantidad de sueño a que puede acostumbrarse el cuerpo humano, dormía horas durante el día, a fin de dar alas al tiempo, de tragarlo a grandes bocanadas, y se despertaba siempre con la satisfacción de saber que se hallaba varias horas más cerca de su liberación. De hecho, casi nunca estaba despierta del todo, se movía de un lado a otro en un ensueño de esperanza, una esperanza que se fortalecía tanto a medida que pasaban las semanas, que se despertaba por la mañana temprano con una sensación de libertad y alegría, como si aquel mismo día tuviera que ocurrir algo maravilloso.

Vigilaba el progreso del bloque de graneros para el tabaco que se edificaba en la llanura como habría vigilado la construcción de un buque destinado a salvarla del exilio. Lentamente, fueron adquiriendo forma; primero un perfil irregular de ladrillos, como unas ruinas; después un rectángulo partido, como cajas huecas amontonadas; y por fin el tejado, una hojalata nueva y reluciente que lanzaba destellos al sol y sobre la que las oleadas de calor flotaban y rielaban como glicerina. Al otro lado de la cordillera, fuera del alcance de la vista, cerca de las pozas vacías de la llanura, se preparaban los plantíos para cuando las lluvias llegaran y transformaran en un torrente el erosionado fondo del valle. Pasaron los meses y llegó octubre. Y aunque se trataba de la época del año más temida por Mary, cuando el calor era su enemigo, la soportó con facilidad, sostenida por la esperanza. Dijo a Dick que el calor no era tan terrible aquel año y él contestó que nunca había sido peor y la miró con preocupación e incluso suspicacia. Nunca comprendería aquella fluctuante dependencia del tiempo, aquella actitud emocional hacia el clima que él no compartía. Él se sometía sin ningún problema al frío, a la sequía y al calor; se sentía parte de los elementos y no luchaba contra ellos como Mary.

Aquel año Mary sintió, excitada, la tensión creciente en el aire empañado por el humo, esperando la caída de las lluvias que harían brotar el tabaco en los campos. Solía preguntar a Dick, con indiferencia aparente que no engañaba a su marido, sobre los cultivos de otros agricultores y escuchaba con los ojos brillantes sus lacónicas respuestas acerca de uno que había ganado diez mil libras en un buen año y de otro que había podido saldar todas sus deudas. Y cuando señaló, negándose a respetar el disimulo de Mary, que él sólo había construido dos graneros, en lugar de los quince o veinte de un agricultor importante y que no podía esperar ganar miles de libras aunque el año fuera bueno, ella hizo caso omiso de su advertencia. Necesitaba soñar con un éxito inmediato.

Las lluvias llegaron -como no solían hacer- exactamente a su debido tiempo y continuaron cayendo hasta bien entrado diciembre. El tabaco estaba hermoso y verde, y henchido -para Mary- de promesas de abundancia futura. Solía pasear en torno a los campos de Dick por el mero placer de contemplar su fuerza y lozanía e imaginar aquellas hojas verdes y planas convertidas en un cheque de varias cifras.

Y entonces empezó la sequía. Al principio Dick no se preocupó; el tabaco puede resistir períodos de sequedad una vez que las plantas están bien enraizadas en la tierra. Pero las nubes se iban acumulando día tras día y el terreno se iba calentando más y más. Pasó Navidad y la mitad de enero. Dick estaba cada día más irritable y taciturno por la tensión y Mary guardaba un curioso silencio. De pronto, una tarde, descargó un ligero chubasco que cayó, perversamente, en sólo uno de los dos campos de tabaco. Y prosiguió la sequía y pasaron las semanas sin el menor indicio de lluvia. Al final se formaron unas nubes, se amontonaron y se disolvieron. Mary y Dick vieron pasar los nubarrones desde la veranda. Delgadas cortinas de lluvia avanzaban y retrocedían sobre el veld; pero ninguno cayó sobre su granja hasta varios días después de que otros agricultores anunciaran la parcial salvación de sus cosechas. Una tarde cayó una llovizna cálida, gruesas gotas relucientes contra la bóveda de un brillante arco iris. Pero no fue suficiente para humedecer la tierra. Las marchitas hojas del tabaco apenas se levantaron. Después siguieron días de un sol deslumbrante.

– Bueno -observó Dick, con el pesar escrito en el rostro-, en cualquier caso, ya es demasiado tarde. -Pero esperaba que pudiera sobrevivir el campo que había recibido el primer chubasco.

Cuando empezó a llover como debía, la mayor parte del tabaco se había perdido; muy poco se salvaría. Había resistido algún campo de maíz; aquel año no cubrirían gastos. Dick lo explicó a Mary en voz baja, con expresión doliente. Pero ésta vio al mismo tiempo cierto alivio en su rostro; el fracaso no era culpa suya, sino un golpe de mala suerte que podía haber tocado a cualquiera; nadie podía darle la culpa.

Una tarde discutieron la situación. El dijo que había solicitado un nuevo crédito para salvarse de la bancarrota y que el próximo año no confiaría en el tabaco. Por su gusto, no plantaría nada, pero le dedicaría una parcela si ella insistía. Otro fracaso como el que habían tenido significaría la ruina segura.

En un último intento, Mary le pidió que probara suerte un año más; no podían tener dos malas cosechas seguidas. Ni siquiera a él, Joñas (se obligó a sí misma a usar aquel nombre, esbozando una risa de complicidad) podían enviarle dos años malos, uno detrás de otro. Y a fin de cuentas, ¿por qué no endeudarse a lo grande? En comparación con otros, que debían miles, no tenían deudas dignas de tal nombre. Si tenían que fracasar, fracasarían del todo, en una verdadera tentativa para salir adelante. Construirían otros doce graneros, plantarían todas sus tierras con tabaco y lo arriesgarían todo a una sola carta. ¿Por qué no? ¿Por qué tener conciencia cuando nadie la tenía?

Pero vio aparecer en el semblante de Dick la misma expresión de cuando le había pedido que se marcharan de vacaciones con el fin de restablecer ambos totalmente su salud. Era una expresión de auténtico miedo que la paralizaba.

– No quiero deber ni un penique más de lo inevitable -replicó con voz categórica-. No lo haré por nada ni por nadie.

Estaba decidido; Mary no pudo sacarle de allí.

Y el año próximo, ¿qué pasaría?

Si era un buen año, respondió él, y todas las cosechas eran abundantes y no se producía una caída de precios y el tabaco era un éxito, podrían recuperar lo perdido aquel año. Tal vez significaría incluso algo más. ¿Cómo saberlo? Su suerte podía cambiar. Pero no volvería a arriesgarlo todo en un solo cultivo hasta que hubiera saldado todas sus deudas. Palideció al añadir: ¡Si se arruinaban, perderían la granja! Aunque sabía que aquellas palabras eran las que más le herían, Mary replicó que se alegraría de ello; así se verían obligados a realizar un verdadero esfuerzo para salir adelante, porque en el fondo la razón de su apatía era saber que incluso aunque llegaran al borde de la bancarrota, siempre podrían vivir de lo que cultivaban y sacrificando el propio ganado.

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