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Capítulo tercero

Una gran distancia separaba la ciudad de la granja, bastante más de ciento cincuenta kilómetros, y cuando él dijo que habían cruzado los límites era ya negra noche. Mary, que estaba medio dormida, se enderezó para ver la granja y vio las sombras difusas de árboles bajos, como aves grandes y silenciosas que pasaran volando; y más allá un cielo impreciso agrietado y cuajado de estrellas. El cansancio relajaba sus miembros y calmaba su sistema nervioso. La tensión de los últimos meses se traducía en una aquiescencia muda, en una apatía rayana en la indiferencia. Pensó que sería un cambio agradable vivir en paz; no se había dado cuenta de lo exhausta que estaba después de tantos años de actividad ininterrumpida. Se dijo a sí misma, decidida a afrontarlo, que ahora viviría «cerca de la naturaleza». Era una frase destinada a suavizar la aversión que sentía por el veld. «Acercarse a la naturaleza» estaba sancionado por el grato sentimentalismo de los libros que solía leer y era una abstracción consoladora. Los fines de semana en que había ido de excursión con grupos de chicos y chicas y pasado el día sentada en calientes rocas a la sombra, escuchando música de baile americana tocada por un gramófono portátil, también había pensado que «se acercaba a la naturaleza». «Es agradable salir de la ciudad», decía. Pero, como ocurre con la mayoría de personas, sus palabras no tenían relación alguna con lo que sentía: siempre representaba para ella un gran alivio volver a los grifos de agua caliente y fría, a las calles y a la oficina.

Aun así, sería su propia dueña; aquello era el matrimonio, la razón por la que se casaban sus amigas: para tener hogares propios y que nadie les dijera lo que tenían que hacer. Pensó vagamente que había hecho bien en casarse, todo el mundo había tenido razón. Porque, al mirar hacia atrás, tuvo la impresión de que todos sus conocidos habían trabajado en secreto, en silencio pero sin pausa para convencerla de que debía casarse. Sería feliz. No tenía la menor idea de cómo iba a ser su vida. La pobreza, de la que Dick le había hablado con escrupulosa humildad, era otra abstracción que no tenía nada que ver con las privaciones de su infancia. La veía como una lucha bastante estimulante contra la adversidad.

El coche se detuvo al fin, despertándola. La luna se había ocultado tras una nube grande y luminosa y de improviso reinó una profunda oscuridad, kilómetros de oscuridad bajo un cielo apenas iluminado por las estrellas. Alrededor todo eran árboles, los árboles chatos y aplanados de la altiplanicie del veld que parecen haber sido deformados por el sol y que rodeaban como vagas presencias oscuras el pequeño claro donde el coche se había detenido. Había un edificio pequeño y cuadrado cuyo tejado de chapa ondulada empezó a lanzar destellos blancos cuando la luna salió de detrás de la nube e inundó el claro con su resplandor. Mary bajó del coche y lo vio desaparecer por la parte trasera de la casa. Miró a su alrededor, un poco temblorosa, porque los árboles exhalaban un aliento frío y sobre la llanura flotaba un vapor frío y blancuzco. En el absoluto silencio, oyó innumerables susurros entre los matorrales, como si colonias de seres extraños hubieran enmudecido a su llegada y ahora reanudaran su interrumpida actividad. Miró hacia la casa, que aparecía cerrada, oscura y sofocante bajo el chorro de luz blanca. Un camino bordeado de piedras despedía blancos destellos delante de ella y lo enfiló, alejándose de la casa y yendo hacia los árboles, cuyo tamaño y suavidad aumentó a medida que se iba acercando. Entonces gritó un pájaro extraño, que emitió un sonido nocturno y salvaje, y Mary dio media vuelta y huyó corriendo, súbitamente aterrada, como si un aliento hostil hubiera soplado sobre ella, procedente del mundo de los árboles. Y mientras se tambaleaba por el terreno desigual sobre sus altos tacones y recobraba el equilibrio, sonó un aleteo y una risa de lechuzas despertadas por los faros del coche, y aquel sonido familiar la tranquilizó. Se detuvo ante la casa y alargó la mano para tocar las hojas de una planta que crecía en una maceta de hojalata sobre el antepecho de la veranda. Los dedos le quedaron impregnados de la seca fragancia de los geranios. Entonces apareció un cuadrado de luz en la pared de la casa y vio la alta silueta de Dick encorvándose para entrar, deslumbrado, por la vela que sostenía delante de él. Mary subió los peldaños hasta la puerta y se detuvo, esperando. Dick había vuelto a desaparecer, dejando la vela sobre la mesa. A la pálida luz amarillenta, la habitación parecía minúscula, diminuta y muy baja; el techo era la misma chapa ondulada que había visto desde fuera; se olía fuertemente a moho, a un tufo casi animal. Dick volvió con una vieja lata de chocolate con el borde aplanado hasta formar un embudo y se subió a una silla para llenar la lámpara colgada del techo. La parafina se derramó, goteando hasta el suelo, y el fuerte olor la repugnó. La luz se encendió con una llamarada, que osciló hasta inmovilizarse en una corta llama amarilla. Ahora Mary pudo ver las pieles de animales sobre el suelo de ladrillos rojos; una especie de gato salvaje, o tal vez un leopardo pequeño, y una más grande, de antílope. Se sentó, abrumada por la extrañeza del ambiente. Sabía que Dick observaba su rostro, buscando signos de desilusión, de ahí que hiciera un esfuerzo por sonreír, aunque la embargaban toda clase de recelos; la minúscula y sofocante habitación, el suelo de ladrillos, la grasienta lámpara no eran lo que ella había imaginado. Satisfecho, al parecer, Dick sonrió con agradecimiento y dijo: «Haré un poco de té» y desapareció de nuevo. Cuando volvió, la encontró de pie junto a la pared, mirando dos grabados pegados a ella. Uno era una chica de una caja de bombones, sosteniendo una rosa en la mano, y el otro una hoja de calendario que representaba a un niño de unos seis años.

Se ruborizó al verla y arrancó los grabados. «Hacía años que no los miraba», murmuró, rasgándolos. «Pero déjalos», protestó ella, sintiéndose una intrusa en la vida íntima de aquel hombre; los dos grabados clavados con tachuelas a la pared le habían dado por primera vez una medida de su soledad y le hicieron comprender su apresurado galanteo y la ciega necesidad que tenía de ella. Pero se sentía ajena a él, incapaz de adaptarse a aquella necesidad. Miró hacia el suelo y vio la bella carita infantil con una aureola de rizos, ahora partida por la mitad. Recogió los papeles, pensando que debían gustarle mucho los niños. Nunca habían hablado de los hijos, no habían tenido tiempo para ello. Buscó una papelera, porque le molestaba ver trozos de papel por el suelo, pero Dick se los cogió de la mano, hizo una pelota con ellos y los tiró a un rincón. «Podemos colgar otra cosa», sugirió con timidez. Fue su timidez, su actitud defensiva ante ella lo que la llenó de firmeza. El sentimiento protector que experimentaba al verle de aquel modo, vacilante y sumiso, evitaba que tuviera que pensar en él como en el marido que tenía autoridad sobre ella. Se sentó con aplomo ante la bandeja y le miró mientras servía el té. Sobre la bandeja de hojalata, cubierta por un paño sucio y roto, había dos enormes tazas resquebrajadas. Oyó la voz de él a través de una oleada de repugnancia: «Pero éste es tu trabajo ahora», y Mary le cogió la tetera y llenó las tazas, sintiendo que él la observaba con orgullo y satisfacción.

Ya estaba allí ella, la mujer, llenando su desnuda y pequeña casa con su presencia, y apenas era capaz de contener el placer y la exaltación que le colmaban. Pensó que había sido un insensato al esperar tanto tiempo, al vivir solo tantos años, planeando un futuro tan fácil de conseguir. Y entonces se fijó en el elegante vestido de ella, en los tacones altos y las uñas pintadas y volvió a sentir cierta inquietud. Para ocultarla, empezó a hablar de la casa, con humildad, debido a su pobreza, y sin desviar la vista del rostro de ella. Le contó que la había construido él mismo, poniendo ladrillo por ladrillo con sus propias manos, aunque no sabía nada sobre construcción, para ahorrarse los jornales del albañil nativo; que la había amueblado despacio, empezando por la cama, para poder dormir, y una caja de embalaje como mesa de comedor; que un vecino le había dado una mesa y otro, una silla, y poco a poco el lugar se había hecho habitable. Las alacenas eran latas de gasolina pintadas y cubiertas con cortinas de tela floreada. No había puerta entre aquella habitación y la contigua, sólo un pesado cortinaje de arpillera bordada profusamente con lana roja y negra por la esposa de Charlie Slatter, el dueño de la granja vecina. Continuó detallando la historia de cada cosa y ella cayó en la cuenta de que todo lo que a sus ojos era tan pobre y patético, para él representaba sendas victorias sobre la incomodidad y empezó a sentir, lentamente, que en realidad no estaba en esta casa, con su marido, sino otra vez con su madre, contemplando sus interminables esfuerzos para ahorrar, remendar, zurcir… hasta que se levantó de repente con un movimiento amplio y torpe, incapaz de soportarlo, obsesionada por la idea de que su padre la había obligado desde la tumba a reanudar la clase de vida a que había condenado a su madre.

– Vamos a la otra habitación -dijo con brusquedad y un áspero torio de voz. Dick se levantó a su vez, sorprendido y un poco molesto por haber sido interrumpido en medio de sus explicaciones. La otra habitación era el dormitorio, donde había también una cortina de arpillera bordada, una estantería, latas de gasolina que sostenían un espejo y la cama comprada por Dick para la ocasión. Era una auténtica cama de matrimonio, alta, maciza y anticuada; aquella era su idea del lecho conyugal. La había adquirido en unas rebajas, convencido, al entregar el dinero, de que estaba comprando la felicidad misma.

Al verla de pie allí en medio, mirando a su alrededor con expresión perpleja y patética, llevándose las manos a las mejillas como si le doliera algo, Dick se compadeció de ella y la dejó sola para que se desnudara. Mientras se despojaba de la ropa detrás de la cortina, sintió de nuevo una amarga punzada de culpabilidad. No tenía derecho a casarse, ninguno, ninguno. Lo murmuró varias veces, torturándose con la repetición, y cuando golpeó tímidamente la pared y al entrar la vio acostada de espaldas a él, se le acercó con la humilde adoración que era el único contacto soportable para ella.

Mary pensó, cuando todo hubo terminado, que a fin de cuentas no era tan horrible, no tanto como había supuesto. No había significado nada para ella, absolutamente nada. Había esperado un atropello y una imposición y la alivió mucho comprobar que no había sentido nada. Podía conceder maternalmente el don de sí misma a aquel humilde desconocido y permanecer intacta. Las mujeres tienen una extraordinaria habilidad para aislarse de la relación sexual, para inmunizarse contra ella de un modo que hace sentir a los hombres humillados e insultados sin que puedan encontrar nada tangible de qué lamentarse. Mary no tuvo que aprenderlo, porque era algo natural en ella y porque nunca había esperado sentir nada -al menos, nada con aquel hombre, que era de carne y hueso y por lo tanto bastante ridículo- pues no era el imaginado por ella, al que había dotado de manos y labios pero no de cuerpo. Y si Dick se sintió frustrado y desairado, brutal y ridículo, su sentido de culpabilidad le dijo que no era ni más ni menos lo que merecía. ¿Y si en realidad necesitaba sentirse culpable? ¿Y si no era un matrimonio tan malo, después de todo? Hay un sinnúmero de matrimonios en que los dos cónyuges, ambos retorcidos y ruines en lo más recóndito de sí mismos, se complementan porque se hacen mutuamente desgraciados del modo que más les conviene, de la forma exigida por la pauta de sus existencias. En cualquier caso, cuando Dick se volvió para apagar la luz y vio los pequeños zapatos puntiagudos caídos de lado sobre la piel del leopardo que había matado el año anterior, repitió una vez más para sus adentros, con una oleada de satisfacción en su contrita humildad: «No tenía derecho.»

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