A medida que la línea férrea se extendía, serpenteaba y se ramificaba por toda Sudáfrica, cerca de ella y separadas entre sí por un puñado de kilómetros, surgían pequeñas aldeas que se antojaban al viajero grupos insignificantes de horribles edificios, pero que eran los centros de distritos agrícolas de una extensión aproximada de trescientos kilómetros. Cada uno de ellos contiene la estación, la oficina de correos, a veces un hotel, y siempre una tienda.
Si uno buscara un símbolo para expresar a Sudáfrica, la Sudáfrica creada por financieros y magnates de las minas, la Sudáfrica que horrorizaría a los viejos misioneros y exploradores que trazaron el mapa del Continente Negro, lo encontraría en la tienda. La tienda está por doquier. Se sale de una y a los dieciséis kilómetros se llega a la siguiente; se saca la cabeza por la ventanilla del tren y allí está; todas las minas tienen su tienda y también muchas granjas.
Siempre es el mismo edificio de una sola planta dividido en segmentos como una tableta de chocolate, con verdulería, carnicería y licorería bajo un tejado de chapa ondulada. Tiene un alto mostrador de madera oscura y, detrás del mostrador, estantes atiborrados de todo, desde un mejunje contra el moquillo hasta cepillos de dientes, todo mezclado. Hay un par de percheros con baratos vestidos de algodón de colores chillones y quizás un montón de cajas de zapatos o una caja de cristal para cosméticos o dulces. Despide un olor inconfundible, compuesto de barniz, sangre seca del matadero de la parte posterior, pieles secas, frutas secas y fuerte jabón amarillo. Detrás del mostrador hay un griego,
un judío o un hindú. A veces, los hijos de este hombre, odiado por todo el distrito por explotador y forastero, juegan entre las hortalizas porque la vivienda se halla justo detrás de la tienda.
Para miles de personas de todas las partes de Sudáfrica, la tienda es el telón de fondo de su infancia. Tantas cosas se centraban en ella. Evoca recuerdos, por ejemplo, de las noches en que el automóvil, después de viajar interminablemente por una oscuridad polvorienta y fría, se paraba de improviso ante un cuadrado luminoso donde había hombres con vasos en las manos y a uno le llevaban al bar bien iluminado para beber un sorbo de ardiente líquido que «ahuyentaba la fiebre». O podía ser el lugar adonde uno iba dos veces por semana a recoger el correo y ver a todos los granjeros de muchos kilómetros a la redonda comprando comida y leyendo cartas del hogar con un pie apoyado en el estribo del coche, ajenos por un momento al sol, al cuadrilátero de polvo rojizo, donde los perros se apiñaban como moscas en torno a un trozo de carne, y a los grupos de curiosos nativos; transportados momentáneamente al país por el que sentían tan honda nostalgia, pero en el que no volverían a vivir: «Sudáfrica se te mete en la sangre» decían con pesar
aquellos exiliados por voluntad propia.
Para Mary, la palabra «Hogar» -pronunciada con nostalgia- significaba Inglaterra, a pesar de que sus dos progenitores eran sudafricanos y no habían estado nunca allí. Significaba «Inglaterra» a causa de los días en que llegaba el correo, cuando se escabullía hasta la tienda para ver entrar los coches y marcharse cargados con comestibles, cartas y revistas de ultramar.
Para Mary, la tienda era el verdadero centro de su vida, incluso más importante que para la mayoría de los niños, ante todo porque vivía a la vista de una de ellas, en una de aquellas aldeas pequeñas y polvorientas. Siempre tenía que cruzar la calle para ir a buscar una libra de orejones o una lata de salmón para su madre, o a preguntar si había llegado el periódico de la semana y permanecía en ella durante horas, contemplando los montones de pegajosos confites de colores, dejando resbalar entre los dedos el fino grano guardado en sacos que bordeaban las paredes o mirando de reojo a la niña griega con quien no le permitían jugar porque su madre decía que sus padres eran gitanos. Y más tarde, cuando se hizo mayor, la tienda adquirió otro significado: era el lugar donde su padre compraba las bebidas. A veces su madre se exasperaba y se quejaba al camarero del bar de que no le llegaba el dinero mientras su marido malgastaba el sueldo en alcohol. Mary sabía, incluso de niña, que su madre se quejaba por el placer de hacer una escena y exhibir sus sufrimientos, que en realidad gozaba del lujo de quedarse en el bar mientras los clientes fortuitos la miraban y se compadecían de ella; le complacía quejarse de su marido con voz ronca y afligida. «Todas las noches viene a casa directamente desde aquí -solía decir- ¡todas las noches! Y espera que yo alimente a mis tres hijos con el dinero que le sobra cuando le da la gana de volver a casa.» Y entonces callaba, esperando la condolencia del hombre que se embolsaba el dinero legítimamente suyo y de sus hijos. Pero él, siempre terminaba diciendo: «Dígame, ¿qué puedo hacer yo? No pretenderá que me niegue a servirle un trago, ¿verdad?» Y ella, una vez había interpretado la escena y recibido la comprensión suficiente, se alejaba despacio por la explanada de polvo rojizo hacia su casa, llevando a Mary cogida de la mano. Era una mujer alta y huesuda, de ojos coléricos que despedían un brillo malsano. No tardó en convertir a Mary en su confidente. Solía llorar mientras cosía y Mary la consolaba, llena de congoja, impaciente por irse pero sintiéndose importante al mismo tiempo, y odiando a su padre.
Esto no quiere decir que bebiera hasta el punto de volverse brutal; raramente se emborrachaba como algunos de los hombres que Mary veía fuera del bar y que le inspiraban verdadero terror. Bebía todas las tardes hasta que estaba alegre, un poco aturdido y de buen humor y entonces llegaba a casa y tomaba una cena fría, solo a la mesa. Su mujer le trataba con una indiferencia glacial, reservando sus comentarios desdeñosos para cuando sus amigas iban a la hora del té. Era como si no deseara dar a su marido la satisfacción de saber que le importaba o sentía algo por él, aunque sólo fuera desprecio y burla. Se comportaba como si no estuviera en la casa, y para todos los efectos prácticos, no estaba. Llevaba el dinero, pero no el suficiente, y aparte de aquello era un cero a la izquierda en la casa y lo sabía. Bajo, de cabellos rizados y mates y una cara redonda y arrugada, tenía un aire de jocosidad inquieta y agresiva. Llamaba «señor» a los funcionarios insignificantes que iban a visitarle y gritaba a los nativos que estaban a sus órdenes; trabajaba en el ferrocarril como bombeador.
Además de ser el foco del distrito y el lugar donde su padre se emborrachaba, la tienda era la entidad poderosa e implacable que enviaba facturas a final de mes. Nunca podían pagarse del todo; su madre siempre tenía que suplicar al dueño un mes más de gracia. Sus padres se peleaban por aquellas facturas doce veces al año. Jamás discutían por nada que no fuera dinero; de hecho, su madre solía observar con voz seca que podía haber tenido peor suerte; ser corno la señora Newman, por ejemplo, cargada con siete hijos; ella, al menos, sólo tenía tres bocas que alimentar. Pasó mucho tiempo antes de que Mary captara la relación entre aquellas frases y para entonces sólo quedaba una boca que alimentar, la suya, porque su hermano y hermana murieron de disentería un año más polvoriento de lo normal. Sus padres se unieron en aquella desgracia durante una temporada; Mary recordaba haber pensado «No hay mal que por bien no venga», porque sus hermanos eran mucho mayores que ella y no le servían como compañeros de juegos y su pérdida fue ampliamente compensada por la felicidad de vivir en una casa donde de repente no había peleas y su madre lloraba pero había perdido aquella dura y terrible indiferencia. Sin embargo, la fase no duró mucho. Siempre la recordó como la época más feliz de su infancia.
La familia se mudó tres veces antes de que Mary fuese a la escuela, pero después no podía distinguir entre las diversas estaciones donde había vivido. Recordaba una polvorienta y remota aldea diseminada ante una hilera de arracimados árboles gomíferos, con una plaza de polvo que se arremolinaba y posaba tras el paso de las carretas de bueyes; con un aire perezoso y cálido que resonaba varias veces al día al ritmo del silbido y la tos ronca de los trenes. Polvo y gallinas; polvo, niños y nativos yendo y viniendo; polvo y la tienda… siempre la tienda.
Entonces la enviaron a un internado y su vida cambió. Era extremadamente feliz, tan feliz que temía volver durante las vacaciones al lado de su padre ebrio y su madre amargada y a la casita que parecía una caja de madera construida sobre zancos.
A los dieciséis años dejó la escuela y obtuvo un empleo en una oficina de la ciudad, una de aquellas soñolientas ciudades desperdigadas por el mapa de Sudáfrica como pasas por un pastel. También allí era muy feliz. Parecía haber nacido para la mecanografía, taquigrafía y contabilidad y la cómoda rutina de un despacho. Le gustaba un orden previsible en las cosas y, en especial, la amable impersonalidad de aquel trabajo. Cuando cumplió los veinte años tenía un buen empleo, sus propios amigos y un nicho en la vida de la ciudad. Su madre murió y quedó prácticamente sola en el mundo, ya que su padre había sido trasladado a otra estación, a setecientos kilómetros de distancia. Apenas le veía; estaba orgulloso de ella, pero (lo más importante) la dejaba en paz. Ni siquiera se escribían; no eran de los que escriben cartas. A Mary le complacía haberse deshecho de él. Estar sola en el mundo no le inspiraba ningún terror, al revés, le gustaba. Y perder de vista a su padre equivalía en cierto modo a vengar los sufrimientos de su madre. Nunca se le ocurrió pensar que también su padre debía haber sufrido. «¿Por qué? -habría replicado de haber oído aquella sugerencia-. Es un hombre, ¿no? Puede hacer lo que quiera.» Había heredado de su madre un feminismo árido que no tenía ningún significado en su propia vida, ya que llevaba la existencia cómoda y despreocupada de una mujer soltera en Sudáfrica e ignoraba lo afortunada que era. ¿Cómo podía saberlo? No conocía la situación en otros países, carecía de modelos que la ayudaran a evaluar la suya propia.
Por ejemplo, nunca se le ocurrió pensar que ella, la hija de un simple empleado de ferrocarril y de una mujer cuya vida había sido desgraciada por las presiones económicas hasta el punto de morirse literalmente de amargura, vivía más o menos como las hijas de las familias más ricas de Sudáfrica y podía hacer lo que se le antojaba; casarse, si tal era su deseo, con quien le diera la gana. Estas cosas no le pasaban siquiera por la imaginación. «Clase» no es una palabra sudafricana y su equivalente, «raza», significaba para ella el botones de la empresa donde trabajaba, los sirvientes de otras mujeres y la amorfa masa de nativos que veía por las calles y en los que apenas se fijaba. Sabía (la frase estaba en el aire) que los nativos empezaban a «descararse», pero en realidad no tenía ningún contacto con ellos; estaba fuera de su órbita.