Así pues, Tony no dijo nada y el coche policial desapareció entre los árboles. Charlie Slatter lo siguió en su vehículo con Dick Turner. Tony se quedó en el claro, ante la casa vacía.
Entró con lentitud, obsesionado por una imagen nítida que persistía en su mente tras los sucesos de la mañana y que se le antojaba la clave de todo el asunto: la mirada en el rostro del sargento y de Slatter mientras contemplaban el cuerpo: aquella mirada casi histérica de temor y odio.
Se sentó, llevándose las manos a la cabeza, que le dolía mucho; en seguida volvió a levantarse y fue a buscar a un estante polvoriento de la cocina un frasco de farmacia marcado con un marbete que decía «Coñac». Lo apuró de un trago y sintió debilidad en los muslos y rodillas, causada también por la repugnancia que le inspiraba aquella casa pequeña y fea que parecía contener entre sus paredes, e incluso en los ladrillos y cemento, los miedos y el horror del asesinato. Sintió de repente que no soportaría permanecer en ella ni un momento más.
Miró la agrietada hojalata del techo, combada por el sol, el barato mobiliario de tapizado desteñido, el polvoriento suelo de ladrillo cubierto con viejas pieles de animales, y se preguntó cómo habían soportado aquellos dos, Mary y Dick Turner, vivir en un lugar semejante año tras año durante tanto tiempo. ¡Si incluso la cabana de techo de paja donde vivía él en la parte trasera era mejor que esto! ¿Por qué continuaron de aquel modo, sin revestir siquiera los techos? Sólo el calor del lugar ya era suficiente para volverle a uno loco.
Y entonces, con la cabeza un poco confusa (el calor hizo que el coñac le causara efecto en seguida), se preguntó cómo había empezado todo aquello, cuándo se había iniciado la tragedia. Porque a pesar de Slatter y del sargento, seguía creyendo tercamente que las causas del asesinato tenían que buscarse muy atrás y que eran ellas lo más importante. ¿Qué clase de mujer había sido Mary Turner antes de llegar a aquella granja y de que el calor, la soledad y la pobreza le hicieran perder lentamente el equilibrio? Y el propio Dick Turner… ¿cómo era antes? Y el indígena… pero aquí sus pensamientos se atascaron por falta de conocimientos. No podía ni empezar a imaginar cómo era la mente de un nativo.
Pasándose la mano por la frente, intentó con desesperación, y por última vez, conseguir una visión de conjunto que aislara al asesinato de las confusiones y perplejidades de la mañana y lo convirtiera tal vez en un símbolo o una advertencia. Pero fracasó en su empeño. Hacía demasiado calor. Todavía estaba exasperado por la actitud de los dos hombres. La cabeza le daba vueltas. La temperatura de la habitación debía superar los treinta y ocho grados, pensó lleno de cólera, levantándose de la silla y sintiendo que las piernas le fallaban. ¡Y sólo había bebido, como máximo, dos cucharadas de coñac! «Maldito país -pensó, crispado por la ira-. ¿Por qué ha de sucederme esto a mí, por qué he de verme complicado en un maldito y retorcido asunto como éste cuando no he hecho más que llegar? ¡Nadie puede esperar de mí que encima haga el papel de juez, jurado y Dios misericordioso!»
Se tambaleó hasta la veranda, donde la noche anterior se había cometido el crimen. Sobre el ladrillo se veía una mancha rojiza y un charco de agua de lluvia estaba teñido de rosa. Los mismos perros grandes y sucios lamían los bordes del agua y se alejaron encogidos cuando Tony les gritó. Se apoyó contra la pared, con la vista perdida en los empapados verdes y, marrones del veld y en las colinas, afiladas y azules después de la lluvia, que había caído a raudales durante media noche. Se dio cuenta, a medida que el sonido le iba penetrando, que las cigarras chillaban a su alrededor; había estado demasiado absorto para oírlas. Era un chillido continuo e insistente que procedía de cada matorral y de cada árbol y que castigaba sus nervios. «Me marcho de aquí -dijo de repente-, me marcho para no volver. Viajaré al otro extremo del país. Me lavo las manos de todo esto. Que los Slatter y los Denham hagan lo que quieran. ¿Qué puede importarme a mí?»
Aquella mañana hizo el equipaje y fue a casa de los Slatter para decir a Charlie que no se quedaba. Charlie pareció indiferente, casi aliviado; ya se le había ocurrido pensar que no necesitaba a un administrador ahora que Dick no regresaría más a la granja.
A partir de entonces la granja de Turner se convirtió en pasto para el ganado de Charlie. Lo invadieron todo, incluso la colina donde se levantaba la casa, que permaneció vacía hasta que se derrumbó.
Tony volvió a la ciudad, donde erró una temporada por los bares y hoteles en busca de un trabajo que le conviniera. Pero su adaptabilidad y despreocupación iniciales habían desaparecido. Ahora era exigente. Visitó varias granjas, pero ninguna le gustó; la agricultura había perdido su atractivo para él. En el juicio, que fue como el sargento Denham había profetizado, una mera formalidad, declaró lo que se esperaba de él. Se insinuó que el nativo había asesinado a Mary Turner en plena borrachera, ávido de dinero y joyas.
Una vez terminado el juicio, Tony vagó sin rumbo hasta que agotó el dinero. El asesinato y aquellas pocas semanas con los Turner le habían afectado más de lo que suponía. Pero como no tenía dinero, tuvo que pensar en algo para ganarse la vida. Conoció a un hombre de Rhodesia del Norte que le habló de las minas de cobre y los elevadísimos salarios. Aquello sonó fantástico a los oídos de Tony, que tomó el próximo tren con dirección al cinturón del cobre, resuelto a ganar algún dinero y empezar un negocio por su cuenta. Pero los salarios, una vez allí, no le parecieron tan espléndidos como desde lejos. El costo de la vida era muy alto y, además, todo el mundo bebía mucho… Pronto dejó el trabajo subterráneo y se convirtió en una especie de supervisor. Y así, al final, acabó en una oficina desempeñando un empleo burocrático, que era de lo que había huido al venir a África. Pero no estaba tan mal, en realidad. Había que tomar las cosas como venían, la vida no es nunca tal como uno la desea… Esto era lo que se decía a sí mismo cuando estaba deprimido y recordaba sus antiguas ambiciones.
Para la gente del «distrito», que de oídas lo sabía todo acerca de él, era el muchacho llegado de Inglaterra que no había tenido agallas para soportar más que unas cuantas semanas el cultivo de la tierra. No tenía agallas, dijeron. Debía haber aguantado más.