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Capítulo décimo

Las personas que llevan una vida retirada, ya sea por necesidad o por gusto, y que no se interesan por los asuntos de sus vecinos, sienten siempre cierta inquietud y desazón si se enteran por casualidad de que éstos hablan acerca de ellos. Es como si una persona dormida se encontrara al despertarse rodeada de un círculo de desconocidos mirándole fijamente. Los Turner, que prestaban al «distrito» la misma atención que si hubieran vivido en la luna, se habrían asombrado de haber sabido que durante años habían constituido el principal tema de conversación entre los agricultores más próximos. Incluso aquellos a quienes sólo conocían de nombre o de quienes ni siquiera habían oído hablar, chismorreaban sobre ellos con un conocimiento íntimo debido enteramente a los Slatter. Los Slatter tenían toda la culpa, pero… ¿cómo reprochárselo? Nadie cree de verdad en la malevolencia de los chismes, salvo los que han sufrido por su causa; y si se les hubiera censurado, los Slatter habrían respondido: «No hemos dicho nada más que la verdad», aunque con aquella tímida indignación que ya es de por sí una confesión de culpa. La señora Slatter tendría que haber sido una mujer extraordinaria para permanecer absolutamente imparcial y justa con Mary después de todos los desaires recibidos. Porque había realizado repetidos intentos de «sacar a Mary de su ensimismamiento», según sus propias palabras. Intuyendo su desmesurado orgullo (también ella tenía mucho), la había invitado una y otra vez a fiestas, partidos de tenis o bailes informales. Incluso después de la segunda enfermedad de Dick trató de hacer salir a Mary de su aislamiento; el médico había sido muy claro y cínico sobre el matrimonio Turner. Pero siempre llegaban aquellas escuetas notas de Mary (los Turner no se habían hecho instalar el teléfono, a diferencia de todo el mundo, a causa del gasto) que equivalían a despreciar una mano extendida. Cuando la señora Slatter se encontraba con Mary en la tienda los días de correo, siempre la invitaba, con invariable cortesía, a visitarla cuando quisiera. Y Mary replicaba muy tiesa que lo haría encantada, pero que «Dick estaba muy ocupado aquellos días». Por otra parte, hacía mucho tiempo que nadie había visto a Mary o a Dick en la estación.

«¿Qué hacían?», preguntaba la gente. En casa de los Slatter, todos preguntaban siempre qué hacían los Turner. Y la señora Slatter, cuya cordialidad y paciencia habían acabado por agotarse, estaba dispuesta a contarlo. Por ejemplo, hubo aquella vez que Mary abandonó a su marido… aunque de eso debía hacer ya sus buenos seis años. Charlie Slatter ponía su granito de arena relatando que Mary había llegado sin sombrero y cubierta de polvo, después de andar sola por el veld (pese a ser una mujer), para pedirle que la acompañara a la estación. «¿Cómo iba yo a saber que había dejado a Turner? No me lo dijo; pensé que quería ir de compras y que su marido estaba demasiado ocupado. Y cuando vino Turner, medio loco de ansiedad, tuve que decirle adonde la había llevado. Ella no debió comportarse de aquel modo; no estuvo bien.» A estas alturas, la historia había sido monstruosamente falseada. Mary había huido de Dick en plena noche porque éste le había cerrado la puerta con llave, y había ido a pedir dinero prestado a los Slatter para poder escapar. Dick la había ido a buscar a la mañana siguiente y prometido no volver a maltratarla jamás. Tal era la historia que recorrió el distrito, acompañada de grandes meneos de cabeza y ruidosos chasquidos de lengua. Pero cuando la gente empezó a decir que Slatter había pegado con el látigo a Turner, Charlie se enfadó; aquello era demasiado. Le gustaba Dick, aunque le despreciaba. También le inspiraba lástima. Se dedicó a aclarar el asunto, repitiendo continuamente que Dick tendría que haber dejado marchar a Mary. No habría perdido nada con ello; su huida había sido un golpe de suerte que él no supo aprovechar. Así pues, gracias a Charlie, la historia se volvió del revés: Mary fue condenada y Dick, exonerado. Pero de todo aquel interés y de todas aquellas habladurías, Dick y Mary permanecieron ignorantes, lo cual no es de extrañar, ya que durante años habían vivido encerrados en su granja.

La verdadera razón de que los Slatter, Charlie en particular, continuaran interesados por los Turner era que todavía querían la granja de Dick; más aún que en el pasado. Y, puesto que fue la intervención de Charlie lo que precipitó la tragedia, aunque no se le pueda culpar de ella, es necesario hablar de sus cultivos. Del mismo modo que la Segunda Guerra Mundial produjo los fabulosamente ricos magnates del tabaco, la Primera enriqueció a muchos agricultores gracias a la espectacular subida del precio del maíz. Hasta la Primera Guerra Mundial, Slatter fue pobre; cuando terminó, ya era rico. Y una vez que un hombre se ha hecho rico, si tiene el temperamento de un Slatter, su riqueza aumenta en progresión geométrica. Procuraba no invertir dinero en cultivos, ya que no le ofrecían garantías como inversión; con los beneficios compraba acciones mineras y no introducía en su granja más mejoras que las esenciales para que fuera rentable. Poseía doscientas hectáreas de la tierra oscura mejor y más fértil, que en otros tiempos había producido entre veinticinco y treinta sacos de maíz por cada media hectárea. Año tras año había explotado al máximo aquella tierra, hasta el punto de que ahora sólo obtenía, con suerte, diez sacos por hectárea. Nunca había pensado en abonos. Talaba los árboles (los pocos que quedaban tras el paso de las compañías mineras) para venderlos como leña. Pero ni siquiera una granja tan rica como la suya era inagotable, y aunque ya no necesitaba ganar miles todos los años, su tierra apenas producía y le hacía falta más. Su actitud hacia la tierra era fundamentalmente la misma que la de los nativos a quienes despreciaba; trabajaba una parcela, la explotaba al máximo y pasaba a la siguiente. Y ya había agotado toda la tierra apta para el cultivo. Necesitaba con urgencia la granja de Dick porque las otras colindantes con la suya estaban ocupadas. Sabía con exactitud lo que quería hacer con ella. La granja de Dick tenía un poco de toda: cuarenta hectáreas de aquella magnífica tierra oscura, que no era estéril porque había sido cuidada: una parcela apropiada para tabaco y el resto servía para pasto.

Era el pasto lo que más interesaba a Charlie; no creía en mimar al ganado alimentándolo en invierno. Lo soltaba para que se buscara él mismo el sustento, lo cual estaba muy bien cuando la hierba era buena, pero tenía mucho ganado y los pastos eran exiguos y de mala calidad. Dick representaba, pues, la solución. Hacía años que Charlie elaboraba planes para cuando Dick se arruinara. Sin embargo, Dick se obstinaba en no arruinarse del todo. «¿Cómo lo hace?», preguntaban todos con irritación, porque sabían que nunca obtenía beneficios, que siempre tenía malas cosechas y que no pagaba sus deudas. «Porque viven como cerdos y jamás compran nada», contestaba con aspereza la señora Slatter a quien, a estas alturas, ya no importaba en absoluto lo que pudiera ser de Mary.

Quizá no se habrían indignado ni irritado tanto si Dick hubiera sido consciente de su fracaso. Si hubiera acudido a Charlie en busca de consejo, confesando la propia incapacidad, el asunto habría cambiado. Pero no lo hizo. Continuó con su granja y sus deudas y no prestó la menor atención a Charlie. Un día se le ocurrió a éste que no veía a Dick desde hacía más de un año. «¡Cómo vuela el tiempo!», exclamó la señora Slatter cuando su marido se lo comentó; pero, después de calcularlo, cayeron en la cuenta de que hacía casi dos años; el tiempo, en una granja, tiende a pasar desapercibido. Charlie cogió el coche y visitó a los Turner . aquella misma tarde. Se sentía un poco culpable; siempre se había considerado el mentor de Dick en su calidad de hombre con mucha más experiencia y mayores conocimientos. Se sentía responsable de Dick, a quien había vigilado desde el primer día en que empezó a cultivar su tierra. Mientras conducía, se mantenía atento a cualquier indicio de abandono, pero las cosas no parecían estar mejor ni peor. Había cortafuegos a todo lo largo de los límites, pero sólo podían proteger a la granja de un fuego localizado y de avance lento, no de un gran incendio con el viento a su favor. Los establos de las vacas, aunque no podían llamarse ruinosos, habían sido apuntalados con postes y los techos de paja tenían remiendos; parecían medias zurcidas, con la hierba de diferentes colores y trozos nuevos que llegaban hasta el suelo en desordenadas gavillas. Los caminos necesitaban cunetas; se hallaban en un estado deplorable. La gran plantación de árboles gemíferos que lindaba con la carretera tenía una esquina quemada por un fuego del veld; los árboles aparecían pálidos y espectrales a la fuerte luz amarillenta de la tarde, con las hojas lacias y rígidas y los troncos chamuscados y ennegrecidos.

Todo estaba igual que siempre; destartalado, pero no exactamente en ruinas.

Encontró a Dick sentado sobre una gran piedra junto a los graneros de tabaco, que ahora se usaban como almacén, vigilando a los peones mientras colocaban la cosecha anual de maíz fuera del alcance de las hormigas, en planchas de hierro apoyadas sobre ladrillos. Dick llevaba su gran sombrero de alas flexibles casi sobre la cara y tenía que levantar mucho la cabeza para ver a Charlie, que, a su lado, observaba la marcha de la operación con los ojos entornados, fijándose en que los sacos que contenían el maíz estaban tan viejos y podridos que seguramente no durarían hasta el fin de la estación.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Dick con su habitual cortesía, un poco cauta. Pero su voz sonó insegura, como si apenas la usara, y sus ojos, que miraban, entornados, desde la sombra del sombrero, revelaban inquietud y ansiedad.

– Nada -respondió bruscamente Charlie, lanzándole una lenta ojeada de irritación-. Sólo he vertido a saber cómo le va. Hace meses que no nos vemos.

No hubo ninguna respuesta. Los nativos ya terminaban el trabajo. El sol se había puesto, dejando una estela roja sobre las colinas, y el crepúsculo avanzaba por los campos desde los bordes de los chaparrales. Las chozas de los peones, visibles entre los árboles a unos centenares de metros como un grupo de formas cónicas, humeaban ligeramente y detrás de los oscuros troncos ardía un pequeño rescoldo de fuego. Alguien tocaba un tambor; el monótono tam-tam anunciaba el final de la jornada. Los peones se echaban las deshilachadas chaquetas a los hombros y se alejaban por el borde de los campos.

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