Desde el momento en que se despertaba por la mañana y veía al nativo inclinado sobre ellos con el té, desviando la mirada de sus hombros desnudos, hasta el momento en que salía de la casa por la noche, Mary no podía relajarse. Hacía sus quehaceres domésticos con una especie de temor, intentando esquivarle; cuando él estaba en una habitación, ella iba a la otra. No quería mirarle, sabía que sería fatal cruzar su mirada con la suya, porque ahora existiría siempre el recuerdo de su miedo y del modo como le había hablado aquella noche. Solía darle las órdenes a toda prisa, con la voz tensa, y abandonar en seguida después la cocina, porque temía oírle hablar con aquel nuevo tono en la voz: familiar, medio insolente y dominante. Estuvo doce veces a punto de decir a Dick: «Tiene que irse», pero nunca se atrevía. Se interrumpía siempre, incapaz de afrontar la cólera que desencadenaría su decisión. Pero se sentía como en el interior de un túnel oscuro, acercándose a algo definitivo, algo que no podía imaginar, pero que la esperaba de forma inexorable e irreversible. Y en la actitud de Moses, en su modo de moverse y hablar, en aquella insolencia íntima, confiada y arrogante, veía que él también estaba esperando. Eran como dos antagonistas a punto de atacarse, mudos ante el encuentro final. Sólo que él era fuerte y estaba seguro de sí mismo, mientras que ella se encontraba debilitada por el miedo, por el tormento de las pesadillas nocturnas y por su obsesión.